lunes, 12 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 37


MAX AUB: HUMOR Y GENIALIDAD EN LA OBRA DE UNO DE LOS MÁS ILUSTRES AUTORES DE NUESTRO EXILIO

Es bien sabido que al drama personal que para muchos supuso el exilio tras la Guerra Civil, del que algunos nunca volvieron, hay que añadir el que representa para nuestra lengua y nuestra cultura el semiolvido en el que se hallan, todavía hoy, gran cantidad de autores que vivieron en primera persona las calamidades de aquellos años y que debieron crear la mayor parte de su obra en el extranjero. Nombres como los de Arturo Barea o Juan Chabás apenas son familiares para gran parte del público lector, pese a ser autores que merecen conocimiento y estudio, y cuyas obras no han tenido la divulgación debida, o la han tenido sólo parcial y fragmentariamente. Sin duda el caso más lamentable, por muchas razones, es el de Max Aub.
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El más internacional de nuestros autores, nacido en París de padres alemanes de ascendencia judía, español por decisión propia y mexicano de adopción y por gratitud, pues ese país centroamericano le dio con generosidad todo lo que su patria le negaba, pudo mantener con la Europa que se expresaba en alemán y en francés, en los años de su juventud en Valencia, gracias a su dominio de esas lenguas y a su amistad con diversos autores europeos, unos estrechos vínculos que le convirtieron en una rareza en la siempre más bien aislacionista cultura española. Así, a través de Aub se incorpora a nuestra literatura una corriente internacional que él conocía a la perfección, que en la España de su época resultaba un producto de lo más exótico y que nosotros sólo hemos empezado a descubrir recientemente. Esas hondas raíces cosmopolitas y europeas se fusionaron en el caso de Aub con las ideas de vanguardia que en los años 20 del siglo pasado predominaban en las tertulias literarias y artísticas de Valencia y Madrid, que frecuentó, y también en la Revista de Occidente de Ortega, por cuyo círculo de allegados pasó Aub fugazmente. Y es preciso insistir en esto: fugazmente, ya que nuestro Aub no fue hombre que pudiera amoldarse con facilidad a doctrinas y teorías. Ese espíritu inquieto, independiente y vanguardista le llevó a cultivar todos los géneros, los imaginables y los totalmente insospechados, y si hoy le conocemos ante todo por sus Campos, y por ese amplio magma de literatura dedicada a la Guerra Civil y que reunió en El laberinto mágico, no podemos olvidar que Aub fue uno de los autores de teatro en castellano más importantes del siglo XX, un teatro que para nosotros, en su mayor parte, sigue hoy inexplicablemente durmiendo el sueño de los justos, a la espera de una atención que no acaba de llegar.
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Pero además el hombre de amplia cultura que fue Aub poseía en exclusiva un sentido del humor, ligado a sus inclinaciones vanguardistas, del que nunca renegó y al que pudo dar vía libre en su exilio mexicano. Allí creó en 1958 al pintor Jusep Torres Campalans, imaginario exiliado español desprovisto de existencia física pero no de obra al que dio a conocer por medio de una biografía y cuyas pinturas, todas de estilo cubista, fueron expuestas en México y Nueva York, y a las que en 2003 el Reina Sofía dedicó una exposición monográfica. Este Campalans, fundador del cubismo junto a Picasso y Braque, desconcertó a la crítica por la audacia de su obra y por la variedad de soportes que empleó, entre ellos una baraja de naipes, en cuyo reverso, en forma de breves capítulos novelados, se narra la vida de un tal Máximo Ballesteros, ya difunto en la época en que la baraja se editó en México (1964). En esos años, en su casa de la calle Euclides, Aub organizaba semanalmente una timba de la que surgieron la idea de la baraja de Campalans y las misteriosas reglas a las que los participantes debían ceñirse, y que el autor resumió así: “Se baraja, corta, reparte una carta a cada persona que toma parte en el juego. La primera, a la derecha del que dio, lee su texto, luego, el siguiente, hasta el último. Después, el primero saca una carta del monte formado por las que quedaron, la lee, y así los demás sucesivamente, hasta acabar con los naipes. Puede variarse el juego dando, desde el principio, dos o tres cartas, a gusto de los jugadores, con la seguridad de que el resultado será siempre diferente. Es juego de entretenimiento; las apuestas no son de rigor. Permite, además, toda clase de solitarios. Gana el que adivine quién fue Máximo Ballesteros”.
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La noveletta que figura en el reverso de los naipes está redactada en forma epistolar, correspondiendo cada uno de los textos a los autores más variopintos, personajes imaginarios que conocieron íntimamente al protagonista o que oyeron hablar de él. Este hecho, y el de que el orden de lectura de las cartas sea siempre aleatorio, en virtud de las múltiples combinaciones que permite el juego, hace que el conocimiento que obtenemos de la personalidad del fallecido Máximo Ballesteros sea cada vez diferente, proporcionándonos de él impresiones inesperadas, a menudo jocosas. De hecho, según el azar que rige la lectura, puede suceder que este hombre se nos presente como un sinvergüenza o como un hombre de elevada moralidad, un donjuan o un marido fiel, un hombre de éxito o un fracasado, y también según el mismo azar puede haber fallecido de muerte natural, por su propia mano o asesinado. De la experiencia lúdica del juego, y de la correspondiente lectura comunitaria, se deduce en realidad en cada partida un nuevo protagonista al que corresponde una nueva historia, la cual se nos aparece contada de manera distinta. De forma que, en su aparente modestia, los textos de estas cartas constituyen una novela de novelas cargada de sentidos, todos verosímiles, todos por descubrir en la próxima lectura. Por documentos que se conservan en la Fundación Max Aub sabemos que la idea de la baraja de cartas y la de explotar a través de ella las posiblidades combinatorias de una historia la concibió el autor un año antes de la publicación de esa otra novela experimental y de posible lectura aleatoria que es la Rayuela de Cortázar. Un mismo principio, el de una secuencia discursiva fijada materialmente pero sin orden establecido alguno, lo encontramos en la obra de Italo Calvino El castillo de los destinos cruzados (1969).
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Esta es la originalísima y genial obra que ahora se presenta por primera vez al lector (y al jugador de naipes) español, en una cuidada edición de Cuadernos del Vigía que respeta el formato de la edición original mexicana y que por supuesto reproduce las ilustraciones de Jusep Torres Campalans. ¿Una obra menor? Qué duda cabe que no nos hallamos ante la densidad de Campo de los almendros, por ejemplo. Pero es también obra mayor, en primer lugar por ser única en su género, y también por ofrecernos la rara experiencia de una lectura colectiva, acto social que se presta a situaciones diversas, y sobre todo por su naturaleza tan caleidoscópica como inagotable. Pues no hay que olvidar que se trata de un juego.

A la misma editorial debemos desde hace unos meses la publicación de Manuscrito cuervo, otra obra aubiana que hasta ahora sólo era conocida por los estudiosos y en la que se describen de manera humorística y satírica las experiencias del autor en el campo de concentración de Vernet d'Ariège (fue publicada originariamente en la revista Sala de Espera entre 1949 y 1950 y luego, revisada, en la colección Cuentos ciertos de 1955).
Nos consta que a los editores, Carmen Peire y Miguel Ángel Arcas, no les ha resultado sencillo rescatar estas obras maestras de la literatura y del humor aubianos, rescate que no habría sido posible sin la contribución de Elena Aub y que nos permite acercarnos un poco más a este autor que está muy lejos de ocupar entre nosotros el lugar que le corresponde y que con seguridad guarda todavía muchas y gratas sorpresas.

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