lunes, 12 de noviembre de 2012

DISPARATES / 49

Felix Vallotton,
Escena callejera
DEL DAÑO COLATERAL Y LAS BAJAS DE LOS RECORTES (y III)

Zygmunt Bauman

¿Y qué sucede con los futuros licenciados? ¿Y qué pasará con la sociedad en la que, más pronto que tarde, tendrán que asumir las tareas que sus mayores debían realizar y cumplieron mejor o peor? Esa sociedad, cuya suma total son las destrezas, el conocimiento, la competitividad, el aguante y la resistencia, su habilidad para afrontar retos y su capacidad para extraer lo mejor de ellos y mejorarse a sí misma, estará determinada por ellos, tanto si les gusta como si no, con su voluntad o sin ella.

Sería prematuro e irresponsable hablar del planeta como un todo que accede a una era postindustrial, pero no menos irresponsable sería negar que el Reino Unido entró en dicha era hace ya unas cuantas décadas. A lo largo del siglo pasado, la industria británica compartió el destino sufrido por su agricultura en el XIX: la industria empezó entonces congestionada y lo dejó despoblada (de hecho, en los países occidentales más desarrollados los obreros industriales constituyen menos del 18% de la población activa). Sin embargo, lo que a menudo se ha pasado por alto es el detalle de que en paralelo a la caída en el número de obreros industriales en la fuerza nacional del trabajo, también hubo una caída en el número de industriales entre la élite del poder político y económico. Seguimos viviendo en una sociedad capitalista, pero los capitalistas que pagan y mandan ya no son propietarios de minas, muelles, siderurgias y plantas de fabricación de automóviles. En la lista del 1% de los estadounidenses más ricos, sólo uno de cada seis nombres pertenece a un empresario industrial; el resto son financieros, abogados, doctores, científicos, arquitectos, programadores, diseñadores y todo tipo de celebridades del escenario, la pantalla y los deportes. El grueso del dinero se encuentra ahora en el manejo y la asignación de las finanzas y en las invención de nuevos dispositivos tecnológicos, aparatos de comunicación, trucos publicitarios y de marketing, así como en el universo del arte y el entretenimiento; en otras palabras, en nuevas y no explotadas ideas imaginativas y seductoras. Quienes ahora viven en las plantas altas son personas con ideas útiles y brillantes (léase vendibles). Son esas personas las que contribuyen en mayor medida a lo que actualmente se entiende por “crecimiento económico”. Los principales “recursos deficitarios” a partir de los cuales se acumula el capital y cuya posesión y gestión proporciona la fuente principal de riqueza y poder son, en el presente de la era postindustrial, el conocimiento, la inventiva, la imaginación y la capacidad y el valor para pensar de otras forma, cualidades que las universidades están llamadas a crear, fomentar e inspirar.

Hace un siglo, en la época de la guerra de los bóers, el pánico invadió a las personas preocupadas por el poder y la prosperidad de la nación ante las noticias de un amplio y creciente número de reclutas desnutridos con cuerpos decrépitos o una pésima salud, y por tanto física y mentalmente incapacitados tanto para las industrias como para los campos de batalla. Ahora es el momento de preocuparse por la perspectiva del creciente número de personas poco educadas (un dato contundente, según los crecientes estándares mundiales) e inapropiadas para trabajar en laboratorios de investigación, talleres de diseño, salas de conferencias, estudios de artistas o redes de información, que puede resultar de la reducción de los recursos universitarios y el descenso en el número de licenciados de nivel. Los recortes del gobierno en la financiación de la educación superior se traducen a un tiempo en recortes en las perspectivas vitales de la generación que alcanza la mayoría de edad y en el futuro estándar y estatus de la civilización británica, así como en el estatus y el papel europeo y mundial desempeñado por el Reino Unido.

Los recortes en la financiación del gobierno corren paralelos a los incrementos inusualmente abruptos, incluso salvajes, de las tasas universitarias. Acostumbrados a alarmarnos e irritarnos por la modesta subida porcentual en el precio de los billetes de tren, la ternera o la electricidad, tendemos a quedar desconcertados y petrificados, sin embargo, ante un incremento del 300%; anonadados y desarmados, incapaces de reaccionar. En el arsenal de nuestras armas defensivas, no podemos recurrir a ninguna, tal como ha ocurrido en los recientes acontecimientos, cuando los gobiernos bombearon miles de millones de dólares de un solo golpe a las cámaras acorazadas de los bancos tras docenas de años de tacañería y febril litigio por los pocos millones que fueron deducidos o deberían haber sido añadidos, pero no lo fueron, a los presupuestos de escuelas, hospitales, fundaciones sociales y proyectos de renovación urbana. Apenas podemos imaginar la angustia y el sufrimiento de nuestros nietos cuando sean conscientes de la herencia de un hasta ahora inimaginable volumen de deuda nacional cuyo reembolso es exigido a voces; aún no estamos preparados para imaginarlo, ni siquiera ahora, cuando la cortesía de nuestro gobierno liberal conservador nos ha ofrecido la oportunidad de probar las primeras cucharadas de muestra de la amarga infusión con la que ellos, nuestros nietos, serán alimentados a la fuerza. Y a duras penas podemos imaginar aún el alcance de la devastación social y cultural que derivará de la construcción de una versión financiera de los muros de Berlín o Palestina en la entrada de nuestros centros de distribución de conocimiento. Sin embargo, debemos y deberíamos hacerlo. Es un futuro peligro que todos compartimos.

El talento, la perspicacia, la inventiva y la intrepidez –todas esas piedras en bruto que aguardan a ser convertidas en diamantes por profesores talentosos, perspicaces, inventivos e intrépidos en los centros universitarios– se reparten de manera más o menos uniforme en la especie humana, aun cuando las barreras artificiales erigidas por los seres humanos en el camino desde el zoon, la “vida desnuda”, al bios, la “vida social”, nos impiden percibirlo. Los diamantes en bruto no seleccionan los filones en los que la naturaleza los deposita y se preocupan poco por las divisiones inventadas por los seres humanos, aun cuando esas divisiones seleccionen a algunos de ellos en un tipo destinado al pulido, relegando a otros a la categoría de “podría haber sido”, al tiempo que hacen todo lo posible para disimular las huellas de esa operación. Triplicar las tasas aumentará inevitablemente las filas de los jóvenes que crecerán en los barrios humildes de la privación social y cultural, a pesar de ser lo bastante resueltos y lo bastante audaces como para haber llamado a las puertas universitarias de la oportunidad, y también privará al resto de la nación de los diamantes en bruto con los que jóvenes de esa categoría solían contribuir año tras año. Y como el éxito en la vida, y especialmente la movilidad social ascendente, hoy en día se permite, fomenta y activa mediante el encuentro del conocimiento y el talento, la perspicacia, la inventiva y el espíritu de aventura, al triplicarse las tasas la sociedad británica se situará medio siglo atrás en su impulso hacia la desaparición de las clases. Sólo unas pocas décadas después de ser inundados con descubrimientos escolásticos del estilo “Adiós a las clases”, en un futuro no muy lejano hemos de esperar una avalancha de tratados que nos digan “Bienvenidas, clases, todo ha sido olvidado”.

Es lo que podemos esperar, y por tanto nosotros, los académicos –las criaturas socialmente responsables que necesitamos y se espera que seamos y que a veces somos– deberíamos preocuparnos por un deterioro aún más perjudicial que el inmediato efecto de arrojar las universidades a merced de los mercados de consumo (es lo que significa la combinación de la retirada del mecenazgo estatal y la triplicación de las tasas): en términos de despidos, la suspensión o el abandono de proyectos de investigación y probablemente también un empeoramiento de la proporción profesorado/estudiantes, así como de las condiciones y la calidad de la enseñanza. Y es de esperar la resurrección de la división de clases, pues se han creado razones más que suficientes para que los padres menos acomodados se lo piensen dos veces antes de comprometer a sus hijos a cargar, en solo tres años, con una deuda mayor que la que ellos acumularon en toda su vida, y para que los hijos de esos padres, que observan a sus compañeros un poco mayores haciendo cola en las oficinas de empleo, piensen dos veces en el sentido de todo ello, el sentido de comprometerse a tres años de trabajo constante y a vivir en la pobreza sólo para acabar afrontando un conjunto de opciones no mucho más atractivas que las que actualmente se encuentran a su disposición…

Bien, sólo lleva unos pocos minutos y un par de firmas destruir lo que a miles de cerebros y el doble de manos costó muchos años construir.

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