martes, 26 de febrero de 2013

DISPARATES / 59


ECOLÓGICA. LOS LÍMITES DEL CAPITALISMO Y UNA HETERODOXIA. UNA SELECCIÓN DE ARTÍCULOS DE ANDRÉ GORZ

Jean-Paul Sartre, en su prólogo a El traidor, la única novela de André Gorz, escribió que éste era “uno de esos tipos que tienen la cabeza llena de palabras, que lo analizan todo, que siempre quieren saber el cómo y el por qué, un espíritu crítico y destructivo; un asqueroso intelectual, en una palabra”. En dicha novela, de carácter autobiográfico, y que por cierto fue traducida al español por Cristina Peri Rossi (Editorial Montesinos, 1990), el autor se refería a su infancia en Viena, una infancia marcada por su origen “medio-judío” y por el antisemitismo de la época, y a esa París que él creía el centro del mundo, un centro del que estuvo exiliado hasta 1949. Y París fue, en efecto, el centro del mundo para este vienés nacido como Gerhart Hirsch que tras la guerra se negó a pronunciar una sola palabra en alemán, que fue colaborador de Le Temps Modernes y fundador de Le Nouvel Observateur, y que, además del de André Gorz, utilizó el pseudónimo de Michel Bosquet, con el que firmó ensayos que habrían de ser muy influyentes en el naciente movimiento ecologista de los años ’70.

Además de Sartre, “sin el que probablemente no habría encontrado los instrumentos para pensar y superar lo que mi familia y la historia habían hecho de mí”, en la particular carrera de Gorz ocuparon un lugar relevante el filósofo austríaco Ivan Illich, Jean-Marie Vincent (creador con Toni Negri de Futur Antérieur) y Stefen Meretz, hacker cofundador de Öekonux (contracción de Ökonomie y de Linux), de quien Gorz escribió que “explora con honestidad admirable la dificultad que existe para salir del capitalismo por la práctica, la manera de vivir, de desear, de pensar”. A ellos habría que añadir, desde 1947, a Dorine, su compañera, “sin la cual nada sería posible”, y con la que, ya gravemente aquejada de una enfermedad degenerativa, se suicidó en 2007, pues, como alguna vez dijo, “nos gustaría no sobrevivir a la muerte del otro”. De André Gorz se ha publicado en español este volumen, Ecológica (Clave Intelectual, 2012), que reúne siete textos escritos entre 1973 y 2007 y que componen un interesante muestrario del pensamiento del autor, un pensamiento centrado en la crisis del capitalismo, en sus límites y sus previsibles salidas.

El primero de los textos, que sirve de introducción a otros trabajos de Gorz, reproduce una entrevista concedida a EcoRev en 2005. En ella nuestro autor define la ecología política como “una ética de la liberación” enfrentada a los papeles y funciones que la sociedad capitalista nos ordena cumplir. En efecto, “nos dispensan o incluso nos prohíben existir por nosotros mismos, plantearnos preguntas acerca del sentido de nuestros actos y asumirlos. Quien actúa así no es yo, sino la lógica automatizada de las disposiciones sociales que actúa a través de mí en tanto que Otro, que me obliga a contribuir a la producción y a la reproducción de la megamáquina social”. Gorz propone la ecología política como instrumento abarcador más allá de la crítica marxista del orden impuesto por el capital, pues “el hecho de que estemos dominados en nuestro trabajo es una evidencia desde hace ciento setenta años, pero no lo es todavía que estemos igualmente dominados en nuestras necesidades y nuestros deseos, nuestros pensamientos y en la imagen que tenemos de nosotros mismos”. Tema éste que constituye una de las raíces de su heterodoxia con respecto al marxismo clásico y al que ya se refirió en Adiós al proletariado (1980) y Miserias del presente, riqueza de lo posible (1997). Pero Gorz ya había aludido a esa dictadura de las necesidades, o “socialización antisocial”, en el lejano 1954, cuando se constató que la valorización de las capacidades productivas del capitalismo americano, y por tanto de sus beneficios, exigía que el consumo creciera por lo menos un 50% en los siguientes ocho años, sin que la gente “tuviera ningún modo de definir de qué estaría hecho su 50% de consumo adicional”. Así, “a los expertos en publicidad y en marketing les correspondía generar nuevas necesidades, y cargar las mercancías, hasta las más triviales, con símbolos que harían aumentar la demanda”.

De lo anterior es buen ejemplo el automóvil, bien de lujo convertido en necesidad obligatoria sin la cual parece imposible que pueda pensarse la vida y que de hecho representa una violenta injerencia en nuestra intimidad a la vez que una drástica reducción de nuestra autonomía. A ello se refiere en un artículo recogido en este libro, originariamente publicado en 1973 y que lleva por título La ideología social del automóvil. Según Gorz, “el capitalismo necesita que la gente tenga necesidades mayores. Mejor todavía: debe poder moldear y desarrollar esas necesidades del modo más rentable para él, incorporando un máximo de superfluo en lo necesario, reduciendo la durabilidad de los productos, obligando a satisfacer las más pequeñas necesidades con el mayor consumo posible, eliminando los consumos y los servicios colectivos para sustituirlos por consumos individuales. Para poder seguir sometido a los intereses del capital, es necesario que el consumo esté individualizado y sea privado”.

Gorz explica que una parte del consumo está escapándose ya de hecho de las manos del capital, el cual tiene dos limitaciones insuperables. Por una parte “el sistema evoluciona hacia un límite interno en el que la producción y la inversión en la producción dejan de ser suficientemente rentables”, lo que da lugar a una industria financiera que acumula el capital que ya no está destinado a ser invertido, y que en cambio se dedica a transacciones azarosas e improductivas llamadas a hacer, incluso por medio de la deuda, más capital. De este modo, “el dinero mismo es la única mercancía que la industria financiera produce”, un valor puramente ficticio que durante años ha permitido a Estados Unidos un “crecimiento económico que, fundado en el endeudamiento interno y externo, constituye de lejos el motor principal del crecimiento mundial”. A lo que Gorz, de un modo que nos resulta familiar en estos tiempos, añade: “La economía real se convierte así en un apéndice de las burbujas especulativas sostenidas por la industria financiera. Hasta que llega el momento, inevitable, en que las burbujas estallan, acarreando quiebras en cadena de los bancos, amenazando con el desplome del sistema mundial de crédito y con una depresión severa y prolongada de la economía real”.

Al otro límite observado por Gorz en el desarrollo del capitalismo dedicó su último libro, L’immatériel (2003), que está pendiente de traducción y cuyas líneas maestras resume en el que ahora comentamos: “Para evitar que esta reducción de los costos en la economía capitalista [causada por la robotización y la informática] provocara una baja correspondiente en los precios de las mercancías, era necesario a toda costa sustraer a éstas últimas de las leyes del mercado”, sustracción que consiste en atribuir a las mercancías “cualidades incomparables e inmateriales” relativas a la marca, el diseño, el marketing, etc., subterfugios que no añaden valor objetivo a la mercancía y que están destinados exclusivamente a obtener un sobreprecio, un aumento de la renta. “Ahora bien”, escribe Gorz, “la renta no posee la misma naturaleza que el beneficio: no corresponde a la creación de un incremento del valor, de una plusvalía. La renta redistribuye la masa total del valor en provecho de las empresas rentistas y en detrimento de las demás”. El producto cuyo atractivo se basa en lo inmaterial no crea riqueza, sino que se limita a redistribuir (e incluso a reducir) la ya existente. De este modo las grandes corporaciones que pueden ofrecer mercancía inmaterial terminan por eliminar a las empresas de la competencia que no están en condiciones de ofrecer más atractivo que el propio producto, por lo que su actividad destruye empleos y riqueza. “La renta del monopolio”, afirma, “consume valor creado en otra parte y se lo apropia”.

André Gorz, en los últimos años de su vida, consideraba que el fin del capitalismo ya había comenzado. “La dictadura de las necesidades pierde fuerza. La influencia que las empresas ejercen sobre los consumidores se vuelve más frágil a pesar de los gastos en marketing y publicidad. La tendencia a la autoproducción vuelve a ganar terreno. Poco a poco, el monopolio de la oferta escapa al capital”. Por ejemplo la llamada economía del conocimiento tiene una aptitud para ser una economía de la puesta en común y de la gratuidad, es decir, lo contrario de una economía. Los conocimientos compartidos en el ámbito científico constituyen una forma de protocomunismo que también se encuentra en la informática, donde, como anticipó Marx, “el trabajo ya no aparece como trabajo, sino como pleno desarrollo de la actividad personal misma”. Esta antieconomía es perceptible en el uso de los softwares libres, en la capacidad de las redes para compartir información y en lo que el autor llama “la ética del hacker”, es decir, en la apropiación de tecnologías que en no pocos lugares del mundo hoy son aprovechadas en actividades productivas no capitalistas, a veces por medio de talleres comunales de autoproducción que pueden interconectarse a escala global. Buena prueba de ello son los programas del gobierno brasileño dirigidos a la autoproducción en las favelas mediante componentes y materiales de desecho. En 2004, tres cuartas partes de los ordenadores producidos en Brasil tenían ese origen. Esta actividad no se refleja en la tasa de crecimiento ni en el PIB, pero es probable, concluye Gorz, que aquellos que marquen hoy la pauta de la producción futura, y de la salida del capitalismo, sean “quienes recrean los talleres de autoproducción de su favela o de su township en los suburbios desheredados de las ciudades europeas”.

El decrecimiento es para Gorz “un imperativo de supervivencia”, y esto por razones obvias, pues el crecimiento de la productividad sólo puede subsistir con un crecimiento paralelo del consumo, y por tanto de la creación artificial de necesidades nuevas. Así, crecimiento y pleno empleo son mistificaciones del capitalismo, “y el socialismo no valdría más que éste si no es capaz de concebir nuevas herramientas”. Esto lo expresaba ya el autor en Adiós al proletariado, obra en la que empezó a reclamar una desvalorización de la noción de empleo tal como la entiende el capital. Pero este decrecimiento que traerá el fin del capitalismo supone “otra economía, otro estilo de vida, otra civilización, otras relaciones sociales. En su ausencia, el desplome sólo podrá evitarse a fuerza de restricciones, racionamientos y subsidios autoritarios de recursos característicos de una economía de guerra”. 

Civilizada o bárbara, afirma Gorz, la salida del capitalismo ocurrirá de una u otra manera, y a día de hoy tenemos señales suficientes de que ambas están en curso. La primera mediante una economía arraigada en la cultura de lo cotidiano y en una defensa del “mundo vivido”, en el que el resultado de las actividades humanas es consecuencia de que los individuos sociales ven, comprenden y dominan el cumplimiento de sus actos. La segunda mediante masacres y tráficos de seres humanos, sobre un trasfondo de hambre en numerosas regiones, dominadas por señores de la guerra y por el asalto a las ruinas de la modernidad. A todo ello se refería concisamente también Sartre, ya en 1957, en el prólogo a la novela de Gorz que comentábamos más arriba: “O reventamos, o reinventamos al hombre”.

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