jueves, 29 de agosto de 2013

DISPARATES / 83

LA IZQUIERDA HIPÓCRITA O MANUEL VALLS 2017. ¿UN CATALÁN EN EL ELÍSEO?

Hace rato que, hablando en términos objetivos, las nociones de izquierda y derecha no tienen sentido. Otra cosa ocurre subjetivamente. Conozco a personas adultas, de orden, que se consideran a sí mismas de izquierdas, y sus razones tendrán. En lenguaje clásico, la izquierda se ha definido tradicionalmente por su empeño en transformar la realidad. No parece que tal cosa suceda hoy en Europa, donde quienes se identifican con la izquierda aspiran sobre todo a que nada cambie, a saber: a conservar los derechos y libertades, hoy gravemente amenazados, que se acuñaron en otro tiempo, cuando sí existía la izquierda.

¿A qué izquierda se refieren quienes hoy se reclaman parte de tal corriente ideológica? ¿A la de Lenin? ¿A la de Stalin? ¿A la de Mao? Personalmente no creo conocer a nadie, ni entre los más izquierdistas, que defienda hoy en día la abolición de la propiedad privada, de lo que creo correcto deducir que la izquierda a la que se refieren es la que durante medio siglo hemos llamado “socialdemocracia”.

Es cierto que la socialdemocracia era izquierda y hasta lo es que a su manera cuestionó seriamente la propiedad privada. Pues sucede que esta tendencia se presentaba aparejada a toda una doctrina económica cuyo noble objetivo no era el enriquecimiento, como ocurre con el liberalismo, sino “el bien común”. Ataques directos contra la propiedad privada eran la seguridad social, el sistema sanitario universal y gratuito, los subsidios de desempleo y otras ayudas económicas dirigidas a los más necesitados. Y es lógico que a quienes no tenían esas necesidades les resultara insoportable que el estado una y otra vez les obligara a contribuir con sus bienes a una bolsa común. Y sin embargo había que hacerlo. La Unión Soviética y sus satélites habían instaurado un modelo asistencial en el que no había libertad ni lujos, pero en el que todas las necesidades básicas estaban cubiertas por el estado. De ahí la necesidad de una corriente económica y política y de un estado que en Occidente compensaran las cosas, y que además de ofrecer las mismas garantías que en los países del socialismo real, satisficiera otra necesidad que en éstos últimos estaba vedada: la libertad política.

Artífices de ese equilibrio, en lo político, fueron Olof Palme y Willie Brandt, entre otros; y en lo económico, antes que ellos, John Maynard Keynes. El keynesianismo fue la base instrumental de la política y del estado socialdemócrata, y a la inversa. Casi nadie en Europa se atrevía a poner en duda la doctrina de Keynes (otra cosa muy diferente ocurría en Estados Unidos), y los gobiernos siempre andaban en busca de dar a sus leyes un sentido y un contenido social. Esto, a lo que se llamó “estado del bienestar”, además era lo lógico y resultaba fácil de entender, pues entraba dentro de lo razonable que los representantes políticos elegidos democráticamente gobernaran en beneficio de la mayoría. Todo eso se acabó de golpe al caer la Unión Soviética.

Margaret Tatcher y Ronald Reagan fueron los pioneros que señalaron el camino, consistente por decirlo con brevedad en un retorno a la pureza y las esencias del capitalismo. Este capitalismo lo conocemos bien por los libros de Historia y las novelas de Dickens: trabajadores sin horario fijo ni derechos y con salarios de miseria; viudas, huérfanos y enfermos entregados a la beneficencia de la Iglesia o de una asociación de damas; leyes hechas a la medida de la banca y las grandes corporaciones; el estado reducido exclusivamente a su función policíaca, a la vigilancia de las fronteras y a la guerra. En correspondencia con todo ello, la doctrina de Keynes ha desaparecido por completo de los programas de estudio de las universidades, y si se la menciona es únicamente como ejemplo de lo que en Europa fue el llamado “socio-comunismo”, en el que la agresión permanente a la propiedad privada era legal y además estaba fomentada por el estado, en forma de impuestos que todos debían pagar para contribuir al fondo común, un fondo que los más adinerados no necesitaban, pero al que debían contribuir igualmente. Por los mismos motivos, también desapareció la socialdemocracia.

Lo anterior, obviamente, es un compendio muy general que no tiene en cuenta algunos casos específicos, como el de España, donde nunca hubo verdadero keynesianismo y mucho menos verdadera socialdemocracia, lo que no impide que los medios de comunicación de Estados Unidos sigan refiriéndose a lo que queda de nuestra sanidad pública y a nuestro sistema de pensiones como ejemplos genuinos de socio-comunismo; unos ejemplos, naturalmente, a extinguir.

Pero volvamos al principio.

¿Por qué todavía hay personas, una vez muerta la socialdemocracia, que continúan reclamándose a sí mismas de izquierda, siendo así que la izquierda es transformadora y que ellas no quieren transformar nada, sino sólo conservar, si se puede, lo poco que les va quedando?

La respuesta solamente es posible encontrarla en causas muy subjetivas, sin conexión con la política ni, en el fondo, con la realidad. Causas culturales, sociales y, en último extremo, puramente personales, lo que a menudo (como ocurre con casi todo lo que es dominio de la psique) es lo mismo que decir absurdas. Aquí y allá hay un eficiente funcionario cuyo estilo de vida no se diferencia en nada del de su vecino, el cual lleva todas las mañanas La Razón debajo del brazo. Bajo el suyo, nuestro funcionario lleva siempre El País, un poco por la misma razón por la que uno es del Real Madrid y el otro del Atlético. En otro lugar vemos al pequeño empresario, siempre agobiado por las facturas y con la lengua fuera, intentando desesperadamente mantener su nivel de vida, lo que implica dos coches, los estudios de los hijos, la segunda residencia y las vacaciones. Nuestro autónomo, alarmado por lo que sucede en la sanidad pública, ha contratado ya un seguro médico privado, y también él, aunque no lo manifieste porque continúa siendo de izquierdas, empieza a preguntarse por qué demonios debe seguir contribuyendo a la caja común. Y he ahí a mi preferido: otro izquierdista que se hace la misma pregunta, un asalariado que como ve cerca la jubilación (aunque nunca se sabe, porque ésta puede volver a alejarse) ha firmado con su banco un fondo de pensiones, si bien todavía, por si acaso, no se lo ha dicho a nadie.

Estos son nuestros izquierdistas.

Es posible que a otros les atraiga el glamour que con frecuencia se ha asociado a la izquierda, y puede que muchos sigan haciendo honor a su progresismo por simple inercia, o por desidia, o porque su cabeza ya no da para más. Al fin y al cabo, su izquierdismo no ha pasado de ser nunca una elección fácil que les comprometía a muy poco: a leer cierto periódico, a pronunciar una charla semanal en el bar y a votar una vez cada cuatro años. Si es tan cómodo y está tan bien visto socialmente, ¿por qué no seguir siendo todavía de izquierdas?

El gran Molière podría escribir hoy una comedia desternillante acerca del “izquierdista imaginario”. A mi modesto entender, si hoy algunas personas tienen motivos sobrados para ser de izquierdas (y creo que algunos lo son) no puede tratarse sino de los jóvenes. Unos jóvenes desorientados y terriblemente confusos, como es propio de sus pocos años, rebeldes y poseídos por el deseo de cambiarlo todo, y además enfrentados a sus padres y al hipócrita izquierdismo de estos. En ellos, los jóvenes, resulta envidiable, hoy como siempre, la ilusión de su tierna edad. Lo demás, y especialmente su futuro, no.

¿A quién deben agradecer ese futuro?

Estos padres divididos entre su fe de otros tiempos y sus verdaderos intereses materiales, algunos de ellos ya abuelos, se presentan ante el futuro con sus coches, sus electrodomésticos, sus segundas residencias, sus vacaciones pagadas, sus fondos de pensiones, sus seguros médicos privados y sus nuevos y una y otra vez renovados aparatos electrónicos, los cuales les permiten estar en contacto permanente con diversos satélites y enviar sus comentarios a Twitter y a Facebook desde la Conchinchina. Porque son de izquierdas.

Ellos, que por lo menos quieren conservar el derecho al voto, reclaman con toda razón un producto de consumo ad hoc que satisfaga sus hedonistas necesidades, y como era de esperar, puesto que hay una demanda, ya se anuncian en Europa (no de momento en España) diversos candidatos a lanzar tal novedoso producto, al que provisionalmente podríamos llamar, en un nuevo giro de tuerca del lenguaje, necesario en este mundo en el que todo gira tan deprisa, la “izquierda-ultraderechista”.

Y ya es casualidad que el máximo representante de esta nueva izquierda sea un catalán. Pero un catalán desnaturalizado que se nos ha vuelto gabacho, que ya es ministro del interior y que según las malas lenguas que también corren por el país vecino podría estar en estos mismos momentos preparando su campaña presidencial de 2017.

Echémosle un vistazo.

Le describen como “políticamente insignificante”. Y añaden que “nada en su pasado o en su carrera política justifica la posición que actualmente ocupa en el corazón del gobierno”. Desde la perspectiva mediática, su éxito obedece a su “perfil de socialdemócrata moderno”, figura metonímica usada para ocultar lo que alguien llamaría su talante y el detalle de que las propuestas políticas que defendió en su momento no obtuvieron más que el 5,7 por ciento del respaldo de los simpatizantes de su propio partido, el PSF. “El ministro no es un intelectual ni un vanguardista de la política. Al contrario, Valls se ha aplicado durante veinte años a armonizarse laboriosamente con las ideas de la época. En resumen, Manuel Valls es un conformista, un hombre de la normalidad; el portavoz del discurso de los dominantes”.*

Manuel Valls nació en Barcelona en 1962, hijo del pintor Xavier Valls. Su madre, originaria de la Suiza italiana, es hermana del arquitecto Aurelio Galfetti, y un primo de su padre es el autor del himno del FC Barcelona. Adoptó la nacionalidad francesa en 1982, e hizo el servicio militar cuatro años más tarde en el regimiento 120 de Fontainebleau, en el ejército de tierra. Ha estudiado Historia en la Universidad de París 1 y tiene cuatro hijos. Divorciado de la madre de éstos, volvió a casarse, con una violinista, en 2010.

Valls ha hecho su carrera en el Partido Socialista Francés a la sombra primero de Michel Rocard y luego de Lionel Jospin. Por dos veces fue elegido alcalde de Évry, al sudeste de París. La vertiginosa ascensión de Valls en el seno de su partido no ha sido fácil ni ha estado exenta de agrios conflictos, en uno de los cuales se enfrentó a los adversarios de Ségolène Royal con motivo de los resultados de unas primarias en 2008. En esa ocasión reclamó el arbitraje de los tribunales ante las sospechas de fraude. Más tarde, la primera secretaria del Partido, Martine Aubry, le dirigió una carta abierta que fue publicada en el diario Le Parisien: “Si las propuestas que haces reflejan profundamente tu pensamiento, entonces debes extraer plenamente las consecuencias y dejar el Partido Socialista”.** François Hollande le nombró director de su campaña presidencial en 2012. En este puesto clave, se caracterizó por mantener a los periodistas a distancia del candidato, lo que hizo que se ganara entre estos el apodo de “el Kommandantur”.

Valls se ha declarado partidario de acabar con el tope de 35 horas de trabajo a la semana, de reducir drásticamente el cupo anual de naturalizaciones, de que los gitanos vuelvan a Rumanía y de prohibir el pañuelo de las musulmanas. Por su parte, él luce con orgullo la kipá en el Parlamento, y anima a los judíos franceses a que le secunden como signo de “libertad religiosa”. Para Valls, la piedra angular de la buena sociedad es “la seguridad de las personas y de los bienes”, a la cual deben someterse los “intereses sectoriales”, es decir, los sindicatos y las minorías étnicas. Según su receta, la economía en crisis requiere la moderación de los salarios, un incremento de la productividad y un aumento del período de cotización, así como, de manera general, la promoción y el sostenimiento “sin complejos” de las iniciativas empresariales llamadas a “crear riqueza”.

Presentado por la prensa conservadora como un “Sarkozy de izquierdas”, Valls se declara indistintamente seguidor leal de los idearios de Tony Blair y de Margaret Tatcher, y a veces también del de Bill Clinton. Su discurso político, según él, es “económicamente realista y carente de demagogia”. El concepto de la así llamada “responsabilidad individual” le ha enfrentado a muchos de sus compañeros de partido y constituye su gran contribución personal al debate acerca del futuro de la economía y de la sociedad. Según dicho concepto, “la nueva esperanza que debe traer la izquierda es la de la autorrealización individual, la cual permite a cada uno convertirse en lo que es”. Lo que no significa otra cosa sino “el fin de l’assistanat”, bien entendido que assistanat es el término peyorativo con que la derecha francesa alude a la redistribución de la riqueza mediante la solidaridad. El ministro sabe que la caja común ya no servirá en adelante para cubrir las necesidades básicas de la gente humilde, sino para incrementar la renta de los grupos financieros y las empresas. Con propuestas como ésta, Valls espera “conciliar la izquierda con el pensamiento liberal”.

En resumen, las ideas de Valls son las de la derecha de siempre, más algunas tomadas directamente de las del Frente Nacional.

Valls ha asistido como invitado en Washington a las reuniones del Grupo Bidelberg, que congrega periódicamente a los más altos representantes del mundo de las finanzas, la industria y los medios de comunicación. Su falta de carisma, dicen, la compensa sobradamente con el peso y la enjundia de las fuerzas que lo respaldan, lo que puede convertirle en serio contendiente en las elecciones presidenciales de 2017.

Sobre todo, sin embargo, lo que ofrece este hombre a Francia, y lo que sus epígonos nos ofrecerán en un futuro próximo, es el atractivo e indispensable producto que le falta a la política europea tras la defunción de la socialdemocracia: una izquierda que satisfaga a quienes son hoy sus legítimos consumidores, o sea, una izquierda que no lo es.
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* Le Gran Soir, 25 de agosto de 2013.
** Le Parisien, 14 de julio de 2009.

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