domingo, 18 de marzo de 2012

LECTURA POSIBLE / 42


EL SÚBDITO, DE HEINRICH MANN: IRONÍA Y LUCIDEZ EN UN LIBRO IMPRESCINDIBLE

La reciente edición, nuevamente traducida al castellano, de El profesor Unrat (RBA, 2010), quizá la novela más difundida de Heinrich Mann, ha vuelto a poner de actualidad entre nosotros a este novelista cuya fama es hoy inferior a sus méritos, al que los lectores españoles conocen por ser el hermano mayor del autor de La montaña mágica y por la adaptación cinematográfica que Josef von Sternberg hizo de la novela mencionada más arriba, que fue protagonizada por Marlene Dietrich y que en nuestras pantallas se tituló El ángel azul.

El novelista Heinrich Mann nunca gozó del predicamento y de la admiración universal que sí disfrutó su hermano Thomas, tal vez a excepción del breve período de entreguerras, en plena República de Weimar, pero entonces su enorme popularidad no se debió a la desdichada historia del profesor Unrat, fatalmente enamorado de la cabaretera Rosa Frölich (Lola Lola en la película de Sternberg), sino a esta El súbdito que ahora comentamos. La novela, por lo demás, tuvo una gestación azarosa a la que seguirían años de silencio después de que su autor fuese declarado persona non grata por el Tercer Reich, momento en que su obra, como la de tantos otros, fue prohibida y destruida en públicos y exaltados autos de fe.

Si hay que creer los datos referidos por el propio autor en su correspondencia, las primeras anotaciones acerca del argumento de la novela corresponden a una fecha tan temprana como 1906, aunque la redacción definitiva de la obra no la emprendería hasta 1912. Dos años después, ya en vísperas de la Gran Guerra, El súbdito empieza a publicarse por entregas en la revista de Múnich Zeit im Bild, publicación que quedó inconclusa por orden de la censura. En 1916 el editor Kurt Wolff imprime una edición privada, si bien con una tirada de sólo diez ejemplares, uno de los cuales estaba destinado a ese lector exquisito e hipercrítico que fue Karl Kraus. Finalmente, la primera edición comercial de la novela en su lengua original (entretanto se había publicado otra en ruso) apareció en diciembre de 1918, vendiéndose de la misma cien mil ejemplares en mes y medio. El súbdito gozaría de gran número de ediciones hasta su prohibición en 1933, y no sería rescatada sino en 1946 por una editorial de la República Democrática Alemana. Sólo a mediados de los años 60 la divulgación de la obra de Heinrich Mann empezaría a normalizarse en la Alemania Occidental, y más tarde en el resto de Europa, gracias a una edición de bolsillo que igualmente alcanzó gran éxito.

La explicación anterior sirve para enmarcar la novela, pero también al autor. Éste, en efecto, debió padecer una existencia igualmente accidentada, cosa que su nacimiento en la conservadora Lübeck, hijo primogénito de una familia burguesa en la que se inspiraría su hermano Thomas para escribir Los Buddenbrook, no hacía presagiar. Una enfermedad pulmonar le convirtió en visitante asiduo de diversos sanatorios, lo que no le impidió dedicar varios años a viajar por Italia y, posteriormente, Francia. Su rechazo de la ideología militarista dominante hizo de él una figura pública sumamente activa, en especial durante la República de Weimar, época en la que obtuvo su mayor reconocimiento en vida, y en la que fue nombrado miembro de la Academia Prusiana de las Artes. Entre 1932 y 1933, y junto a Albert Einstein, firmó varios manifiestos a favor de una alianza entre el Partido Comunista y la Socialdemocracia, y en ese último año huyó a Francia, donde participó en el Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura. Tras la capitulación, atravesó España y Portugal, donde se embarcó con destino a Nueva York, instalándose finalmente en Los Ángeles. En la postguerra, fue considerado por la nueva RDA como su escritor nacional, e invitado a ocupar la presidencia de la Academia de las Artes de Berlín Este. Murió en Santa Mónica en 1950, mientras se realizaban los preparativos para su regreso a Alemania.

El súbdito es un impresionante retrato psicológico, el de un hombre, el de una generación y el de una forma de barbarie que todavía, por desgracia, existe entre nosotros, y que además goza de excelente salud. Su protagonista, el empresario papelero y concejal Diederich Hessling, es el modelo en el que durante cien años se han mirado (y lo siguen haciendo) quienes rigen nuestra civilización. El acomplejado y mediocre Hessling presenta la rareza de reunir en un solo espíritu casi todos los defectos y ninguna virtud: es envidioso, marrullero, hipócrita, en una palabra, está completamente desprovisto de conciencia, lo que le convierte en el candidato perfecto para el ascenso social, objetivo que logrará sin privarse de perpetrar las mayores vilezas. Su éxito es inseparable de su discurso, el cual no pasa de ser una aberrante colección de consignas, todas ellas completamente vacías pero todas también completamente ultras: ultranacionalistas, ultrareligiosas, ultraconservadoras. Y es que Hessling es en efecto, y ante todo, un súbdito, alguien que no conoce otra forma de relación humana que la que puede establecerse con un amo, sea el amo uno mismo o sea otro.
  
Para describir a este personaje, uno de los más villanos de la literatura occidental, Heinrich Mann se sirve de la parodia. Como él mismo escribió en el prólogo a una edición de El súbdito de 1929, “[el personaje] parodiaba la fuerza temible del poder, la máscara amenazadora que revestía en la vida de la política y de los negocios, por todas partes; parodiaba el ansia de poderío mundial. Careciendo como carecía de propia responsabilidad y de iniciativa en los asuntos de su país, el tipo del súbdito parodiaba, aunque parezca mentira, el Poder”.

La maestría narrativa de Heinrich Mann, la complejidad del argumento en el que aparecen oportunamente diversas historias secundarias hábilmente hilvanadas con la principal, y la riqueza de matices del trasfondo social y político, acertadamente encarnados en una amplia nómina de personajes secundarios, todo ello hace posible que el relato alce el vuelo desde las primeras páginas, sin que exista en todo el libro el más leve atisbo de superficialidad o de simplismo caricaturesco. Sobre el fondo abigarrado de una sociedad de provincias, con su viejo orden del que participan los últimos residuos del liberalismo decimonónico y una naciente y ya corrupta socialdemocracia, asistimos al vertiginoso ascenso de este Diederich Hessling que fundará el partido del emperador y que unirá su suerte y la de su negocio a la fraudulenta construcción de un monumento dedicado a éste último. En el camino mentirá a todo el mundo, y se servirá en su propio beneficio de la prensa local y de sus adversarios políticos, todo ello a fin de satisfacer sus insaciables ansias de dominio. Pero también le veremos en la intimidad, entregado con su millonaria esposa a sus placeres sadomasoquistas. “He aquí”, escribió el satírico Kurt Tucholsky, “a uno de esos cientos, miles de pequeños reyezuelos que vivieron y viven en Alemania, leales al ejemplo del emperador, señores completos y completos súbditos”. Y bastaría poner la frase en presente y ampliar el ámbito de acción de esos reyezuelos para entender mejor el mundo en el que vivimos.

Confesaba Heinrich Mann en el prólogo citado que su propósito al escribir El súbdito era, ya que no transformar a la vieja generación, ilustrar al menos a una generación nueva. Y escribió estas palabras en los últimos años de la República de Weimar, cuando faltaba menos de un lustro para el ascenso de Hitler al poder. La cuestión de cuánto en común tiene el personaje Hessling con el líder del nacionalsocialismo y con quienes le auparon es algo que queda a criterio del lector. Como también queda a su libre criterio la cuestión, más urgente para nosotros, de cuánto de ellos subsiste entre nuestros líderes y prohombres de hoy. Ya entonces Heinrich Mann advirtió: “También en una República se puede ser verdadero súbdito. Para serlo, no hace falta precisamente venerar ni remedar a un soberano. Basta con reverenciar y dejar que obre por uno otro Poder, cualquiera que sea, acaso el del dinero. El súbdito sigue ostentando la marca de siempre: su renuncia a la propia responsabilidad. No le importa hacer intervenir a su conciencia en la marcha de los sucesos. Los deja desarrollarse con un griterío de júbilo, como el súbdito de otros tiempos, o indiferente y sumiso, como la mayor parte de los súbditos de hoy. Mala señal; tenemos todavía mucho que aprender”.

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