martes, 13 de mayo de 2014

LECTURA POSIBLE / 144

PASCAL QUIGNARD: EL LENGUAJE DE LA VOZ PERDIDA

En francés hay una sola palabra para “huraño” y “zahareño”, siendo ésta última la que los expertos en cetrería aplicaban a los animales demasiado feroces para dejarse domesticar: “hagard”. Lo recuerda nuestro autor en una de sus novelas, en la que también escribe: “Desde la infancia buscaba algo bajo los matojos, algo pequeño y valioso, y tenía la sensación de que sería reprendido o tal vez condenado a muerte si no lo encontraba cuanto antes”.

La dispersión con que viene editándose entre nosotros la obra de Pascal Quignard ha convertido a este autor huraño, poco aficionado a dejarse ver y que muchos consideran el más interesante y original de las letras francesas contemporáneas, en aquello que piadosamente se llama “un autor de culto”, lo que viene a significar lo mismo que desconocido, o frecuentado, si acaso, por un pequeño grupo de iniciados. Tal desconocimiento resulta aún más injustificado si se tiene en cuenta que Quignard es el responsable, en gran parte, del guión del film Todas las mañanas del mundo, que en 1992, con música del catalán Jordi Savall, arrasó en los premios César, y que fue un éxito también en España.

Quignard nació en 1948 en el departamento de Eure, en la Alta Normandía. Vástago de una familia de lingüistas y organistas, se crió en Le Havre, y estudió filosofía en Nanterre, en los turbulentos años en que las universidades parisinas vivían el Mayo del 68. Es organista y violonchelista, y fue fundador del Festival de Ópera Barroca de Versalles, que dirigió hasta 1994. Ese año, siendo también secretario general de Gallimard, abandonó sus cargos para dedicarse íntegramente a la actividad literaria, recibiendo el Premio Goncourt en 2002 por su novela Les ombres errantes.

Lo anterior, que revela en Quignard algo más que una afición musical, así como su interés por la filosofía, cuyo estudio se malogró en 1968 a causa de los acontecimientos de ese año (lo que le hizo dejar sin terminar una tesis dirigida por su profesor Emmanuel Lévinas), sin embargo da sólo una pálida imagen de nuestro autor, cuya vida y obra están afectadas por un acontecimiento de la infancia: un período de autismo que sufrió con un año y medio de existencia y que se reprodujo más tarde, ya en la pubertad, siendo caracterizado entonces por los médicos como un “niño difícil”, pues a lo ya dicho se añadía en su caso la anorexia. A esta dolorosa experiencia personal, quizá, hay que atribuir la naturaleza singular y heterodoxa del pensamiento y la obra de Quignard.

Esta obra que consta de unos cincuenta títulos incluye libros como Butes (Sexto Piso), cuyo protagonista es uno de los marineros que acompañaba a Ulises, el único que al oír el canto de las sirenas se arrojó al mar; y La barca silenciosa (Arena Libros), sexta entrega de la serie El último reino y del que es continuación Los desarzonados (El cuenco de Plata), títulos todos ellos que se han publicado aquí en fecha reciente y que pertenecen al último tramo de la producción de nuestro autor, lo que no impide que obras suyas de los años noventa hayan aparecido mezcladas entre éstas, ni que otras permanezcan todavía inéditas en castellano.

De esa cincuentena de títulos sólo doce merecen a juicio de su autor el nombre de novelas. Algunas son fácilmente reconocibles como tales, por ejemplo Las solidaridades misteriosas y Las escaleras de Chambord, que han sido publicadas en España por Galaxia Gutenberg; el resto, y también algunas de estas obras que parecen haber sido arbitrariamente admitidas en el género de la novela, pertenece a una nebulosa literaria que constituye propiamente el universo de Quignard, un universo en el que se combinan la narración y el ensayo, a veces la poesía y el aforismo, y que viene a constituir una reflexión compuesta con materiales diversos, magistralmente hilvanados para alimentar en cada volumen una estrategia discursiva, la cual siempre es coherente con el conjunto de la obra, tanto por el estilo como por el contenido. Sucede que Quignard se rebeló hace tiempo, ya desde su primer libro, escrito allá por 1969, contra los géneros y contra la literatura establecida. Precisamente de ese primer libro, L’être du balbutiement, que es un ensayo sobre el pensamiento y la lengua de Sacher-Masoch, se ha editado hace unos meses en Francia una revisión corregida y aumentada, que ha publicado Gallimard y que es muestra sorprendente de esa coherencia de la que hablábamos, la cual abarca nada menos que cuarenta y cinco años de escritura. De escritura, y, paradójicamente, de silencio.

Si para el lector español es aventurado intentar orientarse en la obra de Quignard, a causa del desorden en que ésta nos va llegando, más lo es pretender resumir en tan corto espacio aunque sean los rasgos generales de su pensamiento, el cual aborda disciplinas tan dispares como la música barroca, la filosofía oriental, la religión, el ateísmo, el lenguaje, el tiempo y la separación entre los sexos, por citar sólo algunos de los temas que encontraremos en sus páginas. Él mismo, a la vez que nos desaconseja leer sus obras como si fueran “novelas” o “ensayos”, previene al lector del afán de dar a sus textos una interpretación, invitándonos más bien a desatar lo que unos cientos de años de razón han contribuido a (mal) atar, y ello con la intención de (des) comprender las verdades heredadas para devolvernos, en su condición más luminosa, al ejercicio del pensamiento riguroso, de la lengua y de la vida. Pues así es la prosa de Quignard: clara, transparente y cargada de sugerencias.

L’être du balbutiement es claro ejemplo de esto último, así como de esa dedicación de nuestro autor a desatar los nudos, los equívocos y las ambigüedades que el tiempo ha acumulado sobre sus materias de estudio, en este caso la obra de Leopold von Sacher-Masoch, que es mucho más que el autor del que se deriva la palabra “masoquismo”. Deshacernos de esta palabra es condición previa al entendimiento de la obra del pensador austríaco, nos dice Quignard, cuya exploración nos traslada aquí a una restauración lingüística cuyo sentido no es una afirmación, ni una nominación clara y consciente, sino sólo un balbuceo.

Tal vez la idea central del universo de Quignard alude al cambio de voz, a la “muda” que se produce en la voz masculina en el momento de la pubertad. Podría parecer irrisorio desprender de dicho acontecimiento toda una filosofía y una densa obra literaria, y sin embargo ocurre lo contrario cuando nos dejamos guiar por el vuelo de la ciencia y la fantasía de nuestro autor. “El amor a las letras y los libros, o a la literatura, tienen que ver con la voz desaparecida”, escribe en uno de los tres textos que componen La lección de música (Editorial Funambulista, 2005), libro que apareció en 1987 y que constituye el primer acercamiento de Quignard a la persona y la obra de Marin Marais, el compositor y violagambista que iba a protagonizar Todas las mañanas del mundo. En el mismo texto, el autor nos propone que el ensombrecimiento de la voz de los jóvenes “es lo que los define y lo que les hace pasar del estadio de muchacho al de hombre”. Y añade: “Los hombres son los ensombrecidos, esos seres de voz oscura que, hasta la muerte, vagan errantes en busca de una vocecita aguda de niño que abandonó su garganta”. Esa voz perdida supone una ruptura con la naturaleza conocida anteriormente, ya presente en la vida amniótica, pero también con la propia naturaleza. Para el hombre el cambio de voz y la entrada en la vida adulta representan un dejar de ser y un empezar a buscar lo perdido, una enajenación: la desposesión, acaso definitiva, de sí mismo.

La dolorosa ruptura y la búsqueda despiertan las nociones de “masculino” y “femenino”, la de arte, la de ciencia, la de tiempo, la de lenguaje, la de poder y también la de Dios. Así el hombre puede afirmar: “Me he dispersado en un mundo cuyo ordenamiento ignoro”, a cuya despiadada e inútil ordenación corresponde la existencia adulta. Esta ruptura masculina, que implica sumirse en la definitiva incomprensión del otro sexo, es acaso la misma que evocaba Karlheinz Stockhausen en su Canto de los adolescentes, obra que tiene mucho en común con las de Quignard y en la que el grito, y los silencios, se nos aparecen al borde de esa vana formulación de la realidad que es el lenguaje. En adelante, el hombre está solo. De este modo, lo enunciado por Quignard en sus textos de carácter más ensayístico, y que desde su perspectiva pueden ser leídos como otros tantos “silencios” del narrador, se transmite a sus libros cuando éste se nos aparece abiertamente.

Las escaleras de Chambord alude a la búsqueda y al proverbio que reza: “el que encuentra ha buscado mal”. Su protagonista, un moderno hombre de negocios dedicado a la compra y venta de juguetes antiguos, descubre en su memoria un recuerdo que le retrotraerá al origen de su existencia actual, un origen que se remonta a un episodio vivido cuando contaba apenas cinco años, es decir, cuando aún estaba unido al mundo y al sentido del mismo, un sentido extraviado tras el desgarro de su ingreso en la vida adulta. “Creía que existía una especie de vínculo entre las almas de los niños muy pequeños que lloran y las de los hombres en los que el temor a la muerte y el silencio ya han empezado a fijar los rasgos”, escribe. “Y ese exiguo puente entre esas edades y esas necesidades tan alejadas era el objeto de todas sus preocupaciones”. En la novela la imagen de la búsqueda está simbolizada por la doble espiral de las escaleras del castillo de Chambord, las cuales fueron diseñadas por Leonardo da Vinci: “dos cadenas helicoidales y paralelas con la estructura del ADN” por las que dos personas pueden subir sin encontrarse.

La zozobra de la búsqueda en la dispersión de ese mundo “cuyo ordenamiento” se ignora procede, según Quignard, del hecho de que “llevamos en nosotros el desconocimiento de haber sido concebidos… Venimos de una escena en la que no estábamos. El hombre es aquel al que le falta una imagen, es una mirada deseante que busca una imagen detrás de todo lo que ve”, escribe en la que acaso sea su obra maestra, El sexo y el espanto, un tratado sobre el erotismo en la Roma clásica.

A ese enigma de estar en el mundo responden polifónicamente los personajes de Las solidaridades misteriosas, reunidos azarosamente en un pueblo de la costa bretona, adonde ha ido a recluirse Claire, mujer de éxito que tras abandonarlo todo se reencuentra con su profesora de piano, su hermano y su hija. El desprendimiento de las pesadas cargas del mundo lleva a la protagonista a encontrarse con la extremada sencillez, lo que permite a esta lingüista que domina quince idiomas comunicarse casi exclusivamente por medio del silencio: “Cuando el hermano y la hermana caminaban juntos, llamaba la atención la armonía que había entre ellos… No hablaban mucho. Se detenían, miraban, proseguían, se mostraban cosas con el dedo. Nunca se impacientaban el uno con el otro. Esto no lo he visto nunca en otros seres humanos”.

Lo que estas obras ofrecen, en fin, es un reencuentro con la voz perdida y una reconciliación con la propia búsqueda, que aquí se expresa a través de frases cortas, telegráficas, las cuales incorporan la gestualidad de los personajes, y que constituyen el tranquilo silencio que anida en Quignard, este hombre “hagard”, este rastreador de la infancia, la pureza y la ausencia de lenguaje.*
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* A la obra de Pascal Quignard se dedicará un ciclo de coloquios, Pascal Quignard, Translations et métamorphoses, en el Centre Culturel International de Cerisy-la-Salle (Baja Normandía, departamento de la Manche), entre el 9 y el 16 de julio.

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