martes, 11 de marzo de 2014

LECTURA POSIBLE / 138

LAFCADIO HEARN EN EL JAPÓN FANTÁSTICO: UN VIAJE SIN BILLETE DE VUELTA

La historia es bien conocida: Pinkerton, oficial de la Armada estadounidense, llega a Nagasaki para casarse con la joven e ingenua Cio-Cio-San. Lo que para ella es un amor de los de toda la vida no es para él más que una aventura exótica. Tras la noche de bodas él regresa a su país y la joven oculta a todo el mundo el producto de aquella única noche: un niño al que ha puesto el nombre de “Dolor”. Los años siguientes son de espera, ya que él prometió que volvería cuando florecieran las rosas. Enterado de la existencia de su hijo, él regresa, en efecto, en compañía de su flamante esposa americana, y decidido a llevarse al niño consigo. Burlada, desengañada de todas sus ilusiones, Cio-Cio-San se retira a su cuarto, se despide de su hijo y se suicida. El cuento, que tiene más de cien años, y cuyo autor, John Luther Long, nunca estuvo en Japón, fue un éxito, y todavía hoy el redomado Pinkerton sigue haciendo su abominable papel en los teatros de todo el mundo.

La historia de Madama Butterfly pertenece al género universal que es propio de las islas y las ciudades portuarias: el marinero que tiene una amante en cada puerto y la mujer que espera. Los pensamientos y los anhelos de la joven burlada muy bien pudieran ser los mismos que expresaba cualquier mujer de cualquier siglo. Y no sólo ocurre cuando el otro es un desalmado, sino también cuando el mar, o el cielo, se convierten en espacio inabarcable que separa a los amantes, a veces a causa de una maldición dictada por los dioses. “Mi alegría entonces, cuando atravesaba el pequeño puente de tablas de la puerta trasera de la casa de mi patrón, era comparable a la de Tanabata cuando una vez al año podía reunirse con su amado”, escribió Ihara Saikaku en su novela Vida de una mujer amorosa, de la que hemos hablado aquí no hace mucho. Esta leyenda a la que se refiere Saikaku cuenta la historia de los amores de Tanabata, la tejedora del cielo, y Jikoboshi, quienes, absorbidos por su pasión, descuidaron sus deberes con los Kami, los espíritus que representan las fuerzas de la naturaleza en la religión sintoísta. En castigo, los espíritus decidieron separarlos, concediéndoles encontrarse una vez al año: la séptima noche del séptimo mes. Entonces las aves crean un puente por el que Jikoboshi cruza en barca el Gran Río de los Cielos (la Vía Láctea) para reunirse con su amada. Todavía hoy los japoneses acuden esa noche a la orilla de los ríos para desear suerte a los amantes por medio de poemas que arrojan al agua.

La leyenda anterior fue dada a conocer en Occidente por Lafcadio Hearn, quien la incluyó en una de sus colecciones de kwaidan, cuentos fantásticos japoneses tomados de la tradición y la cultura popular. En su tiempo, Hearn contribuyó más que nadie a disipar las nieblas que cubrían el archipiélago nipón, lo que no significa que ahuyentara la atmósfera de romanticismo que adornaba al lejano Oriente. De hecho, su divulgación de la mitología, las costumbres y las creencias del Japón no se contradecía con el íntimo deseo que él albergaba de preservar dichas tradiciones del amenazador industrialismo occidental. Como predestinado por alguna de las artes mágicas acerca de las que escribió, Hearn, que había nacido en Grecia en 1850, falleció en Tokio en 1904, el mismo año en que Madama Butterfly, la ópera de Puccini, se estrenó en la Scala.

Hearn es de esos raros privilegiados a los que la vida ha dado una segunda oportunidad, de lo que se desprende que haya en él dos existencias. La biografía de la primera de ellas empieza en la isla griega de Santa Maura, antiguamente llamada Leucas o Lefcada (de ahí el nombre de nuestro autor), hijo de un médico del ejército británico y de una campesina griega de ascendencia maltesa. Se educó en Dublín y en Francia. Enviado su padre a las Indias Occidentales, y retornada su madre a su país de origen, el niño quedó a cargo de una tía paterna. Tuvo la infancia de un niño abandonado, a lo que se sumó un accidente que le privó del ojo izquierdo. En 1869 se trasladó a Estados Unidos, ejerciendo de pinche de cocina en Nueva York y de corrector de pruebas en Cincinnati, de cuyo periódico The Cincinnati Enquirer llegó a ser redactor. Su convivencia extraconyugal con una mulata originó un escándalo por el que fue expulsado del periódico, a lo que sucedieron dos años de privaciones y de hambre, hasta que Hearn se trasladó a Nueva Orleans. Aquí emprendió una estimable carrera periodística y como traductor del francés y el español, y publicó sus primeros libros, entre ellos Dos años en las Antillas francesas, producto del tiempo que pasó en Martinica como corresponsal de The Harper's Magazine, así como Youma, historia de una joven sierva en época de las rebeliones antiesclavistas. En 1889 la misma revista le envía una temporada a Japón. Ya nunca volvería.

La segunda vida de Hearn se inicia en Yokohama, donde renuncia a su puesto de corresponsal, dedicándose primero a la enseñanza del inglés y más tarde al periodismo, esta vez en el periódico anglófono The Cronicle, que se editaba en Kōbe. Casado con la hija de un samurai, empieza a familiarizarse con los relatos fantásticos de la tradición oral, transmitidos por su esposa, descubriendo así un universo narrativo ignorado en Occidente, y a cuya divulgación en su propia lengua dedicaría el resto de su vida.

Hearn, convertido al budismo y naturalizado japonés, adoptaría el nombre de Koizumi Yakumo y redactaría un total de doce volúmenes acerca de su país de adopción, un conjunto de obras que en su época constituyó la principal fuente de información acerca del lejano Oriente y que hoy nos sirve de excepcional documento de una cultura y una tradición milenaria que en su mayor parte han pasado a mejor vida. La obra japonesa de Hearn podría dividirse en dos partes no siempre bien diferenciadas: una primera consistente en la transcripción fiel, en un lenguaje sencillo, de los relatos míticos del Japón; y otra dedicada a un intento racional de interpretar las peculiaridades, a primera vista incomprensibles para una mente occidental, de la cultura japonesa. Y si decimos que ambas tendencias a menudo no pueden separarse una de otra es precisamente por lo que acaso viene a ser el rasgo característico de esa cultura hoy casi extinta: su inevitable y recurrente condición mágica, la presencia constante en ella de lo fantástico, de modo que los relatos míticos y legendarios formaban naturalmente parte, y parte sustancial, de aquella visión del mundo y de su estilo de vida.

Representativa de la primera de esas formas de acceder a los misterios del Japón es Kwaidan, colección de relatos que ha conocido varias ediciones entre nosotros y que constituye una buena iniciación a la obra de Hearn y al mundo mágico por él recreado. Compuesto por narraciones de distinta procedencia, algunas transcritas de libros japoneses, otras recogidas verbalmente, el volumen incluye algún relato que es obra del propio autor en el que narra experiencias personales como lo haría un biwa hōshi, es decir, uno de aquellos trovadores itinerantes que recitaba sus poemas fantásticos sirviéndose del biwa (especie de laúd de cuatro cuerdas). En estos relatos se hace presente esa confraternización ya aludida entre la magia y la vida cotidiana. Muchos son historias de amor imposible, amor dirigido a personas y a otros fenómenos naturales. En uno de ellos es protagonista el resplandor de la nieve, metamorfoseada en la persona de O-Yuki, cuya identidad, “La Mujer de la Nieve”, debe guardarse en secreto; en otro, un samurai se sacrifica por medio del harakiri para ceder su espíritu a un árbol muerto. El volumen incluye dos relatos que pertenecen a un género particular y del que hay muestras en otros títulos de nuestro autor: se trata de La historia de Kogi el sacerdote y La historia de Kwashin Koji. Son relatos en los que el arte de la pintura cobra vida propia, permitiendo que el artista se convierta en la figura que él mismo ha creado (un pez), o que una apacible escena fluvial representada en un biombo inunde literalmente la estancia en la que éste se encuentra.

La creencia budista en la reencarnación es con frecuencia el vehículo que da lugar a este incesante transformismo en el que los seres vivos, e incluso los objetos inanimados, se vinculan entre sí, resultando ser todos ellos parte de un solo y único orden supremo, cuyo sentido podría conocerse solamente elevándose sobre él y rompiendo el encadenamiento de sucesivas reencarnaciones, es decir, por medio del nirvana. No es extraño que Hearn, quien de hecho había iniciado en Japón una nueva vida, dedicara muchas páginas de su obra a intentar comprender y explicar el significado de éste. Así, junto a sus impresiones de la vida doméstica japonesa, sus ensayos recogen gran variedad de observaciones acerca de la filosofía y las creencias del país, pobladas por gran variedad de espíritus y de personajes míticos. Este Japón, descrito social y moralmente en obras como Japón, un intento de interpretación, se nos aparece como un utópico “mundo de Elfos”, el cual quizá recordará “con más amabilidad a sus maestros extranjeros en el siglo XX, pero que jamás sentirá hacia Occidente, como sintió hacia China, el respeto reverencial que el hábito instaura hacia un guía”. Y es que, como el autor reconoce, la sabiduría occidental “le ha sido impuesta por la violencia, porque no les hemos ofrecido ninguna lección de belleza, no hemos sabido apelar a sus emociones”. Ello se condensa en una imagen que aparece en Chin-Chin Kobakama, uno de sus kwaidan más logrados, en el que las viejas hadas guardianas del orden natural son espantadas por el ferrocarril y los postes del teléfono.

El trayecto de Lafcadio Hearn, de una vida a otra, evoca en el lector el tiempo en que al ser humano aún le resultaba posible “ir a otra parte”, a uno de esos otros mundos que estaban en éste, según la expresión del surrealista Paul Éluard. Como evoca también las peripecias de otros tantos viajeros que como Pinkerton, si hubiera sido más generoso, habrían podido descubrir en sí mismos el hastío de la vida occidental. Uno de ellos fue Townsend Harris, el primer embajador de Estados Unidos en Japón, que a mediados del siglo XIX amó a su Madama Butterfly particular, la geisha Okichi, relación que dio lugar a un bestseller de Robert Payne, El bárbaro y la geisha, y a un film que dirigió John Huston. Otro fue este Lafcadio Hearn que encontró su lugar en el otro extremo del mundo y que en agradecimiento nos dejó estas bellas y sugestivas páginas.

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