martes, 19 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 63


CELEBRACIONES Y LECTURAS DE JUVENTUD, DOS LIBROS DE MICHEL TOURNIER

En algún lugar contaba Michel Tournier que sus alumnos de literatura le regalaron un atril para escribir de pie. Tal cosa dice mucho acerca de una relación entre maestro y discípulos, en especial en una época en la que lo corriente es escribir en un cómodo asiento, quizá subvencionado, por no hablar de quienes han hecho la elección de escribir directamente de rodillas, sometiéndose amargamente a lo que dicta la industria o el partido gobernante. Escribir de pie es molesto, y en el fondo implica una decisión de tipo moral. El que escribe de pie difícilmente será llamado a la próxima y glamurosa fiesta literaria, por la sencilla razón de que su manera de razonar, de opinar y de pensar no se ajusta a la exigencia de los tiempos, y porque de alguien así sólo puede esperarse, en el mejor de los casos, ironía y provocación; en el peor, cualquier disparate. Así es Michel Tournier, dinosaurio de las letras francesas, heredero de Sartre y, como él mismo dice, próximo ya a los noventa años de vida, hombre que desde la juventud fue reclamado por “la curiosidad, el apetito de descubrir, de ver y de saber”.

Las afrentas de Tournier a la sociedad bien pensante son tanto más graves cuanto que su obra ha huido siempre, por instinto, de la grandilocuencia. En efecto, ninguna palabra altisonante sobresale en esos textos suyos que son a la fuerza monólogos a la espera de réplica, reflexiones en apariencia caprichosas, a menudo llenas de ingenio, que parecen concebidas para estimular la reflexión del lector y para suscitar un imaginario diálogo, frecuentemente polémico, ya que Tournier dice lo que quiere y junto a su inagotable arsenal de erudición no tiene inconveniente en soltar aquí y allá alguna idea en forma de esbozo o de sugerencia, la cual casi siempre tiene un sentido más profundo de lo que parece.

A Tournier, maestro él, le gusta hablar de sus maestros y del modo, seguramente hoy inaceptable, en el que aquellos dejaron huella en él. De su profesor de filosofía Gaston Bachelard nos cuenta por ejemplo una clase que habría podido llamarse “elogio de la peonza” y de la que fue protagonista un ejemplar de ese humilde juguete, en ventajosa comparación con un moderno y esplendoroso objeto de celuloide, predecesor de los que hoy se utilizan para encandilar y distraer la curiosidad de la infancia, o quizá para anularla: “Exhibía con desprecio la indigencia del juguete de celuloide, y nos hacía admirar, en cambio, la textura compleja e inteligente de la peonza de madera. El grano, las líneas y los nudos contenían una lógica e incluso una moral muy provechosas para el niño, nos decía.” Y añade: “Es que el niño toca (incluso chupa) tanto como mira. Y sólo la madera se puede tocar. El juguete exige caricias, incluso caricias en la cama y en el sueño”. Porque una caricia “es un roce que toma posesión de la materia profunda”, y por tanto sólo es posible cuando la materia posee profundidad, lo que sucede con las materias vivas, por ejemplo la madera, pero no con los materiales sintéticos, que únicamente pueden dar lugar a objetos desechables, reacios a toda caricia, e igualmente inútiles para la moral y la memoria. En otro lugar Tournier nos habla de las raras habilidades de las vacas, los caballos y los erizos, seres que, como las malas hierbas, atesoran una persistencia biológica y una sabiduría a las que los humanos renunciaron hace siglos. Él, hombre de talante oceánico, ha escrito que si la metempsicosis le diera a elegir una probable reencarnación, quisiera ser un ánade real.

Creo que Tournier ha escrito cuatro novelas, de las que las más conocidas y traducidas son las primeras: Viernes o los limbos del Pacífico y El Rey de los alisos. Novelas que son como pájaros exóticos en las letras francesas del siglo XX, y que unidas a las otras dos, Los meteoros y Gaspar, Melchor y Baltasar, abarcan un período creativo que se abre en 1967 y se cierra en 1980. El resto de su amplia obra, que llega hasta hoy mismo, está compuesto por relatos, ensayos y un género novedoso, el de los “textículos”, al que corresponden los dos libros que comentamos aquí, y que han sido los últimos en traducirse al castellano.

Celebraciones está compuesta por ochenta y dos textículos, de los que el mayor no se extiende más de dos páginas y que, por decir algo, versan sobre los temas más diversos, de lo que dan fe los títulos de las secciones en que han sido agrupados: Naturalia, Cuerpos y bienes, Lugares, Las estaciones y los santos, Imágenes y Personalia. Sería inútil pretender explicar de qué tratan estos textículos en los que se mezcla el ya aludido elogio de la peonza con la narración del encuentro del autor con una “reina en el exilio, rubia sombría de una belleza extraordinaria, de una elegancia suprema, pero que está triste, alargada y silenciosa como un cirio”. A esta mujer, que es Lady Diana, le recita el autor las célebres palabras de Madame de Staël: “La gloria es el luto resplandeciente de la felicidad”. A lo que ella responde: “No sé, yo nunca he conocido la gloria”. Unas páginas antes nos hemos encontrado con una “coronación de la rodilla”, y otras más tarde con Marguerite Duras, así como con Charles Trenet, Georges Brassens y Léo Ferré, y hasta con un descolorido Michael Jackson, ese “muerto por la imagen, fenómeno semejante al disecado de un animal”. Conjunto indescriptible al que alude el autor con estas palabras: “curiosidad, apetito, admiración… Quien no es capaz de admiración es un miserable”. Y es que la admiración, sin la que no pueden existir ni la amistad ni el amor, es también la razón de ser de todo aprendizaje.

A esto último se refieren los textículos que componen Lecturas de juventud (o Las verdes lecturas, es decir, lecciones para los que aún están verdes) libro que reúne variedad de jugosas reflexiones acerca de Cervantes, Chamisso, Verne, London, Kipling y muchos otros, y que constituyen tal vez la más edificante, creativa y genial invitación a la lectura escrita en el último siglo. Pues no en balde Tournier sabe captar de estos autores y sus obras la imagen más evidente y a la vez menos visible. En sus manos, las obras de las que escribe parecen reescribirse de nuevo; éstas, iluminadas desde ángulos desconocidos, parecen haber sido leídas ahora por vez primera, o más bien transmitidas para que encuentren a su primer lector, el cual descubrirá en ellas una historia nunca antes leída. Concebidos para iniciar a los jóvenes en la lectura, estos textos tienen igualmente la virtud de devolver al lector adulto algo así como la mirada primigenia y fascinada que es propia de ese juvenil deslumbramiento de la literatura.

Tournier es creador de una prosa cargada de precisión y claridad. Sus textos, por absurdos que sean en apariencia los temas a los que se refieren, suscitan siempre interés y algo que hoy es ya una rareza: pasión, y una pasión contagiosa que cada pocas páginas nos invita a cerrar el libro para escuchar, para dialogar o soñar. Es que Tournier, finalmente, viene a hablarnos de las cosas que de verdad importan, y a las que el ruido del entorno nos ha hecho sordos. Pues no es poco lo que de admirable hay en el mundo, cuya riqueza inagotable celebra de manera exultante este autor, redescubierto por él mismo como niño sediento de siempre renovadas perplejidades.

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