martes, 17 de febrero de 2015

DISPARATES / 126

MARLENE DIETRICH, VISTA POR FRANZ HESSEL. UNA HISTORIA DE LOS TIEMPOS FELICES

“Tan bellas que de solo contemplarlas ya te sientes saciado y más no pides”. Así tradujo Rafael Cansinos Assens unos versos del Diván de Oriente y Occidente de Johann Wolfgang von Goethe. Nuestro Cansinos era de origen judío, descendiente de conversos, y contaba entre sus parientes con cierta Margarita Carmen Cansino, a la que el mundo conoció como Rita Hayworth. Que “no puedo decirte más que esto: trato de permanecer en el Islam”, es algo que para mayor perplejidad y escarnio de nuestras prejuiciosas mentes actuales afirmó Goethe en una carta a su amigo el compositor Carl Friedrich Zelter. Y en el mismo Diván un poema que no fue escrito por Goethe, sino por su amada y amante Marianne von Willemer dice: “¡Ah, cómo te envidio, viento del Oeste, / por tus húmedas alas! / Ya que llevarle puedes / el mensaje de mi penosa añoranza”. ¿Qué tiene todo esto que ver con Marlene Dietrich?

1931. La Dietrich se encuentra en Berlín, de regreso de Hollywood, donde ha rodado Marruecos y Fatalidad con Josef von Sternberg. Más tarde escribiría en sus memorias: “Creo que siempre he tenido suerte. Todas las personas que conocieron a Sternberg sucumbieron a sus encantos. Yo era demasiado joven y estúpida para comprender, pero le admiraba, como toda buena alumna de la escuela de Max Reinhardt”. La actriz permanecería en Berlín hasta mayo, mes en el que volvió a Hollywood para rodar El Expreso de Shangai y La Venus rubia. A Berlín había viajado en enero para buscar a su hija, Maria, fruto de la relación que mantuvo con el productor Rudolf Sieber. “La Paramount”, escribió, “había prohibido toda alusión a mi maternidad. Yo les dije que no podía someterme a esa prohibición, y una vez más Sternberg se enfrentó a la compañía, la cual consideraba que ser madre no encajaba en el papel de ‘mujer fatal’ que me habían asignado”. Ese papel ya había ocasionado algún conflicto a la Dietrich durante el rodaje de Marruecos. Así lo explicó en sus memorias: “Me enfrenté a terribles dificultades porque debía expresarme en un correcto inglés y, a la vez, parecer misteriosa. El misterio nunca ha sido mi fuerte. Sabía lo que se esperaba de mí, pero era incapaz de crear un aura de misterio. El de El ángel azul había resultado ser un género totalmente distinto en el que mi personaje era vulgar y despierto, agresivo y petulante, situado en las antípodas de la mujer misteriosa que Sternberg quería hacerme interpretar”. En Marruecos, durante el primer día de rodaje, la actriz se encuentra en el decorado de un barco a punto de llegar a Casablanca o algo por el estilo, y cuando trata de recoger su única maleta ésta se abre, esparciéndose sobre el puente todo su contenido. Entonces un apuesto caballero –Adolphe Menjou– se acerca a ella y le dice: “¿Puedo ayudarla, mademoiselle?” “Yo debía responder: ‘No, gracias, no necesito ayuda’. Pero aquel día yo la necesité, y mucha. Pronuncié lo mejor posible, como pensaba que debía ser el acento norteamericano: Thank yo, I don’t need any hellllp, pegando la lengua contra el paladar para producir un sonido gutural. Sternberg me hizo repetir la respuesta no sé cuántas veces, hasta que pronuncié correctamente la palabra help. Hasta ahora no he comprendido que aquella primera frase y aquel primer plano eran de una importancia capital para el éxito de la película y de aquella alemana desconocida llamada Marlene Dietrich… Al final de la jornada me puse a llorar. No delante de los técnicos, sino en mi camerino, delante de mi maquilladora, Dot, las modistas, las peluqueras… Era demasiado para mí. Quería volver a Alemania. Si aquella iba a ser mi vida, no me interesaba. Había dejado en Berlín a mi marido y a mi hija, iría a reunirme con ellos abandonándolo todo”. Sternberg intervino. “En veinte minutos me levantó el ánimo”, y la persuadió para que continuase con su carrera americana, pero la aconsejó que se trajera a Maria, a la que entusiasmó California, donde se convirtió rápidamente en una norteamericana “al ciento cincuenta por ciento”. Iba a debutar en un pequeño papel, con el propio Sternberg y su madre, en 1934, en Capricho imperial. Y acabó haciendo una digna carrera con el apellido de su segundo marido. Maria Riva, además, es autora de una biografía de la Dietrich que se publicó en 1992, y en 2005 presentó el libro Nachtgedanken (Pensamiento nocturno), una colección de poemas de amor escritos por su madre que encontró en una maleta años después de su muerte y que han sido traducidos a varios idiomas (no al castellano).

Fue en ese período entre enero y mayo de 1931 cuando tuvo noticia de que un escritor llamado Franz Hessel estaba redactando su biografía, la de Marlene Dietrich, una actriz de treinta años. Y enseguida quiso conocerle. Hessel era un delgado cincuentón enamorado de París. Ya hemos hablado aquí de él a propósito de sus obras Romance en París y Berlín secreto, que, como la que ahora comentamos, han sido publicadas por Errata Naturae. Por entonces andaba enfrascado en la traducción, junto a Walter Benjamin, de la Recherche proustiana, proyecto que quedaría inconcluso, y en esta pequeña y primeriza biografía que le había encargado la editorial berlinesa Kindt & Bucher. “Una joven alemana”, escribe Hessel, “se ha convertido en la estrella de Hollywood y Nueva York. En Estados Unidos, aviones que llevan su nombre en letras gigantescas sobrevuelan las cabezas de la gente”. Se encontraron, tal vez, en febrero: “La visité en el cuarto de juegos de su hijita, entre una casa de muñecas y una tienda de juguete, una cama de niña y un cochecito de muñecas. Pude ver una encantadora secuencia cinematográfica: una joven madre que le abre y desabrocha los ropajes de lana a su pequeña criatura –quien vuelve a casa después del patinaje sobre hielo– y que le da besitos rápidos en los lugares donde va quedando a la vista un trocito de piel… ¿Qué sabemos de esta mujer? ¿Qué puede, qué sabe decir de sí misma?”

Al pobre Hessel le cuesta encontrar en ella a la mujer fatal y misteriosa de la que esperan tener noticia sus lectores. Mientras la niña recogía sus juguetes, dijo: “Si considera oportuno relatar a la gente cosas de mi vida privada, entonces, por favor, dígale que ella”, señaló a su hija, “es lo más importante, es la razón de mi vida”. Después, Hessel le pregunta por una única experiencia, la de la fama. “En realidad, ni siquiera vivo la fama como es debido”, dijo. “Cuando se estrenó El ángel azul en Berlín emprendí mi viaje a América. El día que salí de Nueva York, nuevamente fue el día del estreno de El ángel azul allí. En el estreno de Marruecos sí participé, agradecida y asustada. Pero cuando estrenen la película aquí puede que me encuentre de nuevo viajando hacia Hollywood. Cuando los aviones con mi nombre en letras gigantescas volaban por encima de mí me sentía angustiada. Bueno, he de estar contenta, el trabajo siempre era interesante y a veces me hacía feliz, pero la fama no tendrá que ver mucho con la felicidad y… la nostalgia nunca desaparece”.

Marlene Dietrich hace escuchar a Hessel un disco con la canción que ha escrito para ella Friedrich Hollaender, el pequeño judío autor de canciones para el cabaret que años más tarde, ya en el exilio, escribirá otra canción célebre, Los judíos tienen la culpa de todo: “Si tuviera que pedir un deseo / me encontraría en apuros”. Y Hessel escribe: “Así continuaba la canción de la nostalgia, de la tristeza en medio de la felicidad. La gran cumplidora de deseos, el sueño de millares, estaba allí de pie, la cabeza ladeada y ligeramente inclinada hacia el eco del gramófono, y una expresión de melancolía y de soledad en el rostro que aún dará mucho nuevo que pensar, que aprender y que crear a los poetas, a los músicos y a los directores de cine”.

El escritor que había ido en busca de la estrella, encontró algo mejor. En California, madre e hija iban a bañarse al Pacífico, donde contemplaban las puestas de sol, montaban en la montaña rusa y comían gambas en la playa. En 1932, durante el rodaje de La Venus rubia, la célebre actriz recibe una carta anónima escrita con recortes de periódico. Se trata de un chantaje. Debe entregar una cantidad o secuestrarán a Maria. “Los barrotes colocados entonces en las ventanas de la casa que hace esquina entre Roxbury Drive y Sunset Boulevard todavía están allí. Su instalación quebró nuestros sueños de sol, de libertad, de alegría, de vida indolente. Las vacaciones se habían acabado. En lo sucesivo mi obligación sería hacer que todo pareciera normal, que las personas que rodeaban a mi hija no tuvieran miedo. En mi interior la angustia era como un cuervo negro o como una serpiente que se había enroscado en nuestros corazones… Pero yo era joven y estaba llena de energía. Sobrevivimos”.

Poco después la Dietrich recibió una invitación formal para volver a Berlín y convertirse en la reina de la industria cinematográfica de la nueva Alemania. Por esas fechas se hallaba en París, a la espera de obtener la nacionalidad norteamericana. Conocedoras de estos trámites, las autoridades nazis le prometieron “una entrada triunfal en Berlín, por la Puerta de Brandeburgo”, si renunciaba a su naturalización. Se presentó sola en la embajada nazi en París, y comunicó al embajador, el barón von Welczek, que estaría encantada de rodar una película en Alemania si se lo proponían a Sternberg, al que estaba ligada por contrato. “Siguió un helado silencio. Y luego añadí: ¿Debo entender que se niegan a que el señor Sternberg ruede una película en el país de ustedes –así lo dije– porque es judío?” La actriz estaba contaminada por la propaganda extranjera; en Alemania no había ni sombra de antisemitismo, le dijeron. A la mañana siguiente, Marlene Dietrich recibió el pasaporte americano, y durante muchos años sus películas serían prohibidas en Alemania, su nombre estaría censurado, e incluso a su regreso, tras la guerra, la Dietrich tuvo que soportar la animadversión de la mayoría de los alemanes.

Y Hessel, a quien no se permitió publicar desde 1933, dice: “Sentada de través, mira al público con su sombrero de copa ladeado, enseñándole bajo la falda levantada ligas y carne desnuda. La estrechez de su camerino, que está lleno de botes, utensilios de maquillaje y trapitos tirados; los trajes, fantásticos y baratos, que desnudan más de lo que cubren: extendidas crinolinas, faldones brillantes y demasiado cortos, ropa interior de niña pequeña, todo esto se acumula y cuelga atrevida y tristemente alrededor de su belleza, exhibida de manera desvergonzada e inocente. Haga lo que haga, cada día se vuelve más guapa… Es como en el poema del paraíso del Diván de Oriente y Occidente: ‘Tan bellas que de solo contemplarlas ya te sientes saciado y más no pides’. Y canta con la lengua de los hombres y con la de los ángeles, y con un ligero deje berlinés: ‘Yo soy la guapa Lola, / la favorita de la temporada. / Tengo una pianola en casa, / en mi salón”.

Los poemas de amor de Marlene Dietrich, todavía no escritos entonces, evocan también ese vivir y morir del que hablaba Goethe, poemas del tránsito que ella dedicó a Orson Welles, el cual prefirió a Rita Hayworth; a Henry Fonda y a Ernst Hemingway. En uno de ellos, dirigido a Noel Coward, escribió: “El mío es un mundo silencioso, / sin amigos, / que murieron antes que yo, / como predijeron”. Mundo silencioso, de mujer demasiado joven que debió darse prisa en comprender, por el que acertó a pasar también fugazmente Franz Hessel, quien en aquel inicio del feliz 1931 pudo ver en él la tristeza del futuro.

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