martes, 8 de octubre de 2013

DISPARATES / 85

DE SEXOS Y GÉNEROS. DOS LIBROS DE ANNE-EMMANUELLE BERGER Y NANCY HUSTON SOBRE LA IGUALDAD Y LA DIFERENCIA

El queer, según explicó en una ocasión el periodista Éric Loret, lucha contra los determinismos, en primer lugar “contra la heteronormatividad que, además de a los maricones, a las bolleras, a los transexuales, a los bisexuales, etc., oprime a los heterosexuales; y en segundo lugar contra el homonacionalismo. El queer no consiste en deshacer el género”, escribe Loret, “sino en joderlo, en hacer proliferar los géneros”.*

En una entrevista publicada recientemente, Anne-Emmanuelle Berger, profesora universitaria y autora del ensayo Le Grand Théâtre du genre (Éditions Belin, 2013), en conversación con el propio Loret, caracteriza el queer como un “avatar de la teoría del género”, lo que explica, según ella, que el arquetipo de la drag queen sea una de las figuras representativas de cierto feminismo contemporáneo, en la medida en que se reconoce que los géneros, y la amplia variedad de comportamientos que se deducen de ellos, son construcciones sociales ajenas a las diferencias entre los sexos. Así, “la teoría del género ha sido siempre queer, ya que este término designa a todo lo que lleva en sí una confusión del orden binario y normativo de los géneros”.** Tales ideas, como se esfuerza en demostrar Berger en su libro, tratan de poner en duda la oposición hombre/mujer, y por consiguiente la creencia de que “el feminismo es esencial y conceptualmente un movimiento de mujeres para las mujeres”. Y concluye: “La deconstrucción de las lógicas sociales e intelectuales binarias es incontestablemente saludable”.

La teoría del género nació en la década de 1950 en Estados Unidos, como producto de diversos estudios médicos y sociopsicológicos y como reacción a las doctrinas raciales, naturistas y eugenésicas nazis. Las teorías del género que circulan hoy son resultado del encuentro de muchas tradiciones epistemológicas y políticas, tanto americanas como europeas, entre ellas el estructuralismo y el marxismo, así como la tradición liberal occidental, lo que nos recuerda Berger en el libro citado. No es de extrañar, pues, que esta poderosa corriente haya marcado la trayectoria del feminismo moderno.

Berger, que ha enseñado literatura francesa en la Universidad de Cornell (Nueva York), y que es en la actualidad profesora en la Universidad París VIII y directora del Institut du Genre, dedica una parte de su libro a la “visibilidad” que reivindican hoy los movimientos sociales y en particular las minorías sexuales, una visibilidad que implica el derecho a vivir dignamente la propia identidad. Esta reflexión se inserta en el tránsito de una orilla a otra del Atlántico de las ideas sobre la igualdad de los géneros y la “teoría queer”, lo que permite a la autora extenderse en el análisis de aquellos debates que durante más de treinta años han dividido el campo teórico y político feminista, por ejemplo en lo relativo a la prostitución.

Aludiendo a estas minorías sexuales y a la sensación generalizada de que en medio de sus exigencias identitarias olvidan reivindicar, poco menos que por principio, la igualdad social, Berger afirma que “atravesamos una crisis grave y profunda de la política, crisis ligada a la incapacidad de dicha política de actuar sobre una esfera económica autónoma, hipertrofiada y globalizada, por lo que es preciso distinguir entre lo ‘societario’ y lo ‘social’. La lucha contra la pobreza es también una lucha por la dignidad. Por su parte, las reivindicaciones llamadas ‘societarias’ apelan también a la justicia, la igualdad y la democracia, pero con la diferencia de que estas cuestiones son todavía susceptibles de un tratamiento político directo y eficaz surgido de los parlamentos nacionales, los cuales, si no tienen control sobre el poder económico, en cambio sí pueden hacer y deshacer las leyes y promover el avance de los derechos en este campo”.

El género “a la carta” estudiado por Berger se inscribe en esa tendencia predominante en el feminismo de los últimos cincuenta años, la cual fue formulada por Simone de Beauvoir en su célebre frase: “La mujer no nace; se hace”. Asimismo “se hacen” el bisexual y el transexual, como multiplicaciones de un género que aspira a ser reconocido legal y socialmente. Si la teoría del género elaborada en la postguerra mundial resolvió el conflicto entre los sexos, superados felizmente en virtud de un género igualitario que ha traído abundantes logros, entre ellos la igualdad de derechos o la paridad de hombres y mujeres (todavía más pretendida que real) en los puestos del poder político y económico, existen sin embargo razones para sospechar que las construcciones sociales en torno a lo masculino y lo femenino se resisten a aceptar dicha igualdad, que en muchos aspectos, aún hoy, no pasa de ser un deseo, cuando no una nueva construcción (abstracta) de nuestra cultura. El feminismo de la igualdad que se ha desarrollado a partir de la teoría del género, en su forma clásica, afirma que hombres y mujeres nacen iguales, y que lo masculino y lo femenino no son más que papeles repartidos por la sociedad en el gran teatro del género. “El énfasis puesto en las diferencias frente a las semejanzas entre los sexos puede conducir a un nuevo sistema de segregación sexual”, se escribía en España hace ya unos cuantos años.*** Qué se debe hacer con esas construcciones y con la cultura, la política y la economía que la sustentan es el tema principal del que trata el feminismo de hoy.

En este contexto los argumentos de la escritora canadiense Nancy Huston resultan perturbadores y suenan a heterodoxia y anatema. Ella ha tenido a bien recordarnos en sus obras de teatro y en sus ensayos algo que la teoría del género soslaya por su propia definición, a saber: que los hombres nacen con pene; y las mujeres, con vagina; lo que más allá del puro hecho biológico condiciona en gran parte la vida de los individuos. La obviedad en sí parece difícilmente discutible, y sin embargo “constituye una aberración cuando se formula desde una perspectiva feminista”, según afirma esta autora que tiene por lengua materna el inglés, que escribe en francés y de la que se han publicado entre nosotros diversas obras, la última de ellas Reflejos en el ojo de un hombre (Galaxia Gutenberg, 2013).

El libro de Huston desarrolla la tesis de que una mirada dominante, masculina, es asumida inconscientemente por la mayoría de las mujeres, incluso las de nuestro primer mundo, lo que las somete a un determinismo de orden patriarcal que termina por conformar la imagen que ellas tienen de sí mismas. Para ilustrar esta afirmación Huston se sirve de la antropología, la genética, la literatura, el cine, la publicidad y la experiencia de las mujeres, tanto la propia como la de otras cuyo testimonio desgrana en estas páginas, desde Anaïs Nin hasta Jean Seberg y Marilyn Monroe, pasando por Nelly Arcan, prostituta y autora de la novela Puta, que se publicó con gran éxito en 2001.

“El hombre mira, y la mujer es mirada. El hombre aprehende el misterio del mundo, y la mujer es ese misterio. El hombre pinta, esculpe y dibuja el cuerpo fecundo, y la mujer es ese cuerpo”, escribe Huston, según la cual la genética se basta y se sobra, prescindiendo de construcciones sociales, para imponer el papel fecundador al hombre y el seductor a la mujer. Esta mirada es la misma del resto de los primates superiores y de nuestros antepasados del paleolítico, en cuyos genes cincuenta años de feminismo (o cincuenta mil) son lo mismo que un suspiro. Según la autora, esta persistencia del material genético constituye un campo deliberadamente olvidado por la teoría del género, lo que ha dado lugar a que el feminismo acabe negando el cuerpo recibido por la mujer para poner en su lugar uno “construido”. Se fortalece así una disociación entre el cuerpo biológico femenino y su espíritu abstracto, una disociación en la que éste triunfa sobre aquél, a la manera en que sucede con las religiones monoteístas: “La coquetería era casi un ‘pecado’. Ten cuidado, hija mía, decían las madres tanto feministas como católicas. Cuando un chico intente conquistarte, tienes que preguntarle: ‘¿Te intereso yo o sólo mi cuerpo?’ Como si pudiera haber un yo sin cuerpo. Como si el espíritu fuera más ‘yo’ que el cuerpo. Como si el cuerpo (…) en ningún caso llevara la marca de nuestro espíritu…”

Un paso decisivo en la configuración de esta mirada sobre el cuerpo de la mujer vino de la mano de una invención, la fotografía, que cronológicamente, nos recuerda la autora, coincide con el surgimiento del feminismo: “Los efectos existenciales de estos dos factores sobre nuestra vida son unas veces graciosos y otras sórdidos, incluso trágicos. Seguramente ninguna sociedad humana se ha visto enzarzada en una contradicción tan inextricable como la nuestra, que niega tranquilamente la diferencia de los sexos y a la vez la exacerba hasta la locura a través de las industrias de la belleza y de la pornografía”.

La mirada exterior, masculina, termina por crear un desdoblamiento, un personaje que mira, vigila, corrige y embellece a la mujer desde dentro. Esta especie de parásito, a la manera de un “burka de carne”,**** oculta muchas veces a la mujer bajo capas de cremas, lociones, maquillajes y vestidos a la moda. Así, la mujer llega a ser sustituida completamente por el personaje (la imagen) que la mirada ha creado.

¿Cuántos hombres han sido violados en nuestro país este año? ¿Cuántos han muerto víctimas de la violencia de género? ¿Qué porcentaje de “ellos” forma parte del ejército de prostitución de nuestras ciudades? Y, ¿cuántos se han quedado embarazados contra su voluntad? Sometida a la lógica de la realidad, afirma la autora, la teoría del género es fácilmente llevada al absurdo.

“Todo tu yo se ha convertido en cuerpo”, escribe Huston. E ilustra su afirmación con datos que se extienden desde los años de mayor auge del feminismo (impulsado entonces por un avance de la industria farmacéutica: la píldora) hasta nuestros días: “A principios de la década de 1960 el 80% de las chicas estadounidenses utiliza pintalabios, el 36 % rímel y el 28 % polvos (…) En Francia el volumen de ventas de la industria de perfumería y productos de belleza se multiplicó por 2,5 entre 1958 y 1968; de 1973 a 1993 pasa de 3.500 millones a 28.700 millones (…) En la actualidad, entre 30 y 40 millones de adolescentes de Estados Unidos gastan de 8.000 a 9.000 millones de dólares anuales en cosméticos (…) Por un lado, el cuerpo femenino se ha emancipado en buena medida de sus antiguas servidumbres, tanto las sexuales como las reproductivas y de indumentaria; pero, por otro, está sometido a obligaciones estéticas más frecuentes, más imperativas y más angustiosas que antes”. Y añade: “En efecto, una mujer que es más sujeto puede convertirse ella sola en más objeto”.

En medio de este proceso en virtud del cual la mujer ha sido convertida en espectáculo existe sólo un momento de su trayectoria en que deja de ser imagen y se sustrae a la mirada exterior, precisamente el momento que tradicionalmente ha sido la culminación de su feminidad: aquél en el que es madre, el cual sucede a escondidas, casi clandestinamente. Pues se trata de un episodio que constituye un paréntesis que es preciso cerrar cuanto antes, a fin de que la mujer vuelva a ser ella misma: guapa, seductora, dueña de sí, competente y competitiva, es decir, “una imagen”.

El libro de Anne-Emmanuelle Berger, que esperamos que se traduzca pronto al castellano, y el de Nancy Huston constituyen por sí mismos un interesante y representativo muestrario del estado del feminismo en nuestros días, un estado abierto a distintas y aun opuestas interpretaciones, divididas ellas entre la igualdad y la diferencia. Más que a aportar conclusiones, estos libros pueden contribuir a cuestionar en la lectora, en el lector, el sentido (y las razones e incoherencias) de nuestra cotidianidad.
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*** Raquel Osborne, El discurso de la diferencia. Implicaciones y problemas para el análisis feminista. (Desde el feminismo, Nº 0, diciembre de 1985).
**** Burka de chair, título de la última novela de Nelly Arcan, escrita poco antes de su suicidio (Seuil, 2011).

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