martes, 28 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 179

LAS MEMORIAS DE GIACOMO CASANOVA

Dos ciudades, como amantes celosas que reclamaran cada una para sí el recuerdo convertido en reliquia del amado ausente, se disputan hoy la propiedad de Giacomo Casanova: su natal Venecia, a cuyos carnavales contribuye aquél con un variado merchandising, y Duchcov, antigua Dux, en la República Checa, donde a principios de junio se celebran “las Fiestas de Casanova”, que se componen de exhibiciones de esgrima, hípica y cetrería, todo ello en torno al palacio de la ciudad, donde, ejerciendo de bibliotecario, pasó el seductor sus últimos años. No parece que al anciano Casanova le gustara mucho el clima de Bohemia, y es a esto, a sus por entonces ya perdidas facultades amatorias, y a lo mucho que se aburría en la biblioteca en la que había sido empleado por el conde de Waldstein, a lo que debemos las extensas memorias, así y todo incompletas, que nos ha dejado.

En el Carnaval veneciano, sin embargo, no es fácil encontrarse con Casanova, ya que si acaso anda por allí debe ir bajo una máscara y un dominó. El que aparece en Duchcov es un señor gordo que se apea de una carroza a la puerta del palacio. El hombre hace reverencias, besa las manos de las damas, dice cuatro cosas que nadie entiende, ya que habla en una lengua de su invención (el checo-italiano), sube las escaleras y ya no se le vuelve a ver hasta el día siguiente, cuando saluda desde el balcón. Uno habría querido no ver al maestro del amor cortés en la época de su decadencia y decrepitud, y habría sido preferible encontrársele, si no de joven, al menos ya maduro, cuando pasó por Madrid y aprendió a bailar el fandango con el que concluían los festejos en el Teatro de los Caños del Peral, si el conde de Aranda daba su permiso. Entonces, a causa de la edad, como él decía, “la fortuna había empezado a darle la espalda”, lo que no le impidió conquistar a la joven doña Ignacia, hija mayor del zapatero remendón de la calle del Desengaño.

La Historia de mi vida, el libro de memorias que escribió Casanova, es de esos libros que le hacen sentir a uno la nostalgia de una época que no ha vivido, al menos en la vida presente. El mundo que ahí queda registrado es el anterior a la Revolución Francesa. Ya se ha dicho que está inconcluso: Casanova no tuvo tiempo de acabarlo, y por eso no contó sus andanzas en los años revolucionarios y en los posteriores. Sabemos, sin embargo, que estaba triste, no por la revolución, sino porque en esos años iban muriendo sus escasos amigos. “Miradme”, escribe al conde de Waldstein en la carta que redactó para aceptar el cargo de bibliotecario en Duchcov, “he recorrido los países del mundo, las cárceles del mundo, los lechos, los jardines, los mares, los conventos… Fui abad entre los muros de Roma y era hermoso ser soldado en las noches ardientes de Corfú. A veces he tocado un poco el violín, y vos sabéis, señor, cómo tiembla Venecia con la música y arden las islas y las cúpulas… Escuchadme, señor, de Madrid a Moscú he viajado en vano, me persiguen los lobos del Santo Oficio, llevo un huracán de lenguas detrás de mi persona, de lenguas venenosas. Y yo sólo deseo salvar mi claridad, sonreír a la luz de cada nuevo día, mostrar mi firme horror a todo lo que muere. Señor, aquí me quedo, en vuestra biblioteca. Traduzco a Homero, escribo de mis días de entonces, sueño con los serrallos azules de Estambul”.

Podría intentarse resumir los centenares de páginas de esta autobiografía que su autor redactó en francés, ya que pasaba por ser la lengua más extendida del momento, con una sola palabra, la cual debería ser también el compendio de toda la época: lo galante. Como otras muchas, es palabra que hoy ha perdido la mayor parte de su significado, el cual resulta tan difícil de precisar en abstracto como fácil de comprender cuando el lector se sumerge en estas páginas. Lo galante es una combinación de la que forma parte lo que hoy todavía se llama galantería, que tiene que ver con la educación y con el flirteo; pero que incluye una desenvoltura cortesana, que no es sólo artificio, mucho más amplia. Ésta debía reflejarse en el trato con las personas, y no sólo con los ministros y diplomáticos, sino también con la gente común, ya que la vida galante es anuncio de una incipiente democracia. Casanova, que había hecho sus conquistas entre las clases sociales más elevadas, eligió a la hija de un zapatero como objeto de seducción durante su estancia en Madrid, y no porque hubieran dejado de requerirle las damas de noble cuna, de las que algunas le hicieron algo más que insinuaciones en esos mismos meses, sino porque aquella joven y bella doña Ignacia poseía de natural otra especie más saludable de nobleza. A Casanova le hacían gracia los prejuicios clasistas que conoció en España, que se referían al uso generalizado y arbitrario del “don”, y en particular le asombraban las ínfulas del padre de la joven, el cual se consideraba por encima de los zapateros vulgares e incapaz por tanto de tocar el pie a su clientela. Lo galante es un protocolo social, una etiqueta, pero también tiene un sentido más profundo que sirve para medir el valor de un ser humano, aunque sea analfabeto: es el signo de la Ilustración.

En tiempos de Casanova la vida galante tropezaba ya con dificultades casi insuperables que a menudo a él le hicieron pasar como por arte de magia del palacio a la cárcel. Esos obstáculos eran de diferente índole, e incluían la Inquisición, la burocracia y las deudas. Había otros: las enfermedades sexuales, las intrigas, las envidias, las malas lenguas. El hombre galante es además por naturaleza hombre de letras, lo que añade a todo lo anterior los reveses propios del oficio. El don de gentes del que presume el galán no le exime de los accidentes que son propios de quien socialmente se encuentra en terreno de nadie, que carece de profesión y de domicilio y vive al día, al albur de su ingenio y de sus relaciones mundanas. Casanova, siendo por naturaleza el hombre de su tiempo, es un adelantado, ya que precisamente el suyo era un tiempo que auguraba cambios. La libertad de su existencia es de las que deben esquivar de continuo toda clase de amenazas, empezando por el rigor kafkiano y la obstinación de los inquisidores, y siguiendo por el papeleo indispensable (el cúmulo de pasaportes, salvoconductos y otros documentos) que ya entonces era indispensable para moverse por el mundo. La variable fortuna, para Casanova, es como el capricho de un niño que juega con una bola de billar, empujándola de un lado a otro para procurarse diversión. Se comprende que la suerte no juegue con la bola de marfil como lo haría un jugador experto, el cual calcula la fuerza, la velocidad y la distancia, pero a pesar de este razonamiento, confiesa, “lo que observo me asombra”.

La pasión sexual en la que es diestro Casanova y que literalmente, con perdón, pone patas arriba a las mujeres de los nobles, adornando las frentes de éstos con respetables cornamentas, es indicio del antagonismo social que, al mismo tiempo que él, estaban señalando Goldoni, Beaumarchais y Lorenzo da Ponte. A la aristocracia le dice nuestro autor: “Desgraciados condes y marqueses, que os complacéis en rebajar el amor propio de un hombre que mediante hermosas acciones quiere convencernos de que es tan noble como vosotros. Guardaos frente a él si es que conseguís rebajar su pretensión y degradarle: embargado por un justo desdén, os desgarrará a dentelladas, y con razón”. Pues sucede que la nobleza ha sido definida de un modo nuevo, según el cual “el hidalgo es un hombre que quiere ser respetado, y que cree que para serlo no hay otra manera que la de respetar a los demás, vivir decentemente, no engañar a nadie, y no mentir nunca cuando quien le escucha debe creer que dice la verdad”. Este programa burgués y revolucionario, proclamado por un hombre que se sentía menospreciado por la fortuna, juguete de los antojos de un viejo régimen que no terminaba de morir, es en última instancia el que le enfrentó a las instituciones allá donde fue: en su Venecia natal, que le condenó a la prisión de Los Plomos, en París y más tarde en Madrid, capital de un reino asfixiado por la Inquisición, “con la cual España nunca será feliz”.

El anciano Casanova que escribe sus memorias lo hace con la conciencia de que la suya ha sido una existencia que merece quedar registrada, para lo cual a veces debe desfigurar la realidad a fin de presentarse a sí mismo de un modo favorable; pero también escribe llevado por el afán de revivir idealmente las aventuras, no sólo amorosas, de las que ahora está privado. Al someterlas a examen, sin embargo, hace el melancólico descubrimiento de que “el dolor parece infinitamente mayor que el placer que ya se ha experimentado. El placer ya no existe, sólo se es sensible al dolor”.

Capítulo importante entre nosotros, como es natural, es el que el autor dedica a su viaje por España, de la que conoció muy bien Madrid, y de su paso por Toledo, Zaragoza, Sagunto, Valencia, y Barcelona. El libertino se relacionó en ésta última con la amante del capitán general de Cataluña, bailarina de veintidós años que a él le hizo tomar conciencia de sus canas, ya que resultó ser una buena pieza mucho más disoluta que él mismo. “Me contó”, escribe, “gran cantidad de historias de jodienda, de las que ella era el principal personaje, que le habían sucedido en su vida”. Y no deja de ser curioso que su juicio al respecto de España sea semejante al que todavía hoy muchos foráneos tienen del país: “¡Pobres españoles! La belleza de su tierra, la fertilidad y la riqueza son la causa de su pereza, y las minas del Perú y del Potosí lo son de su pobreza, de su orgullo y de todos sus prejuicios. Es paradójico, pero el lector sabe que lo que digo es verdad. Para convertirse en el más floreciente de todos los reinos, España tendría necesidad de ser conquistada, cambiada de arriba abajo y casi destruida; renacería apta para ser la morada de los dichosos”.

Puede consignarse aquí, por si acaso no se ha deducido de todo lo anterior, que las memorias de Casanova son una fuente inagotable de bellezas, de celebración de la vida y de noticias acerca de la Europa de su siglo, desde la aristocracia hasta los bajos fondos, de las artes, de la política, de las costumbres y de aquel general conflicto dieciochesco que afectó a todos los estamentos, que está lejos de haberse resuelto y del que somos hijos. El manuscrito fue vendido a un editor alemán en 1820, más de dos décadas después de la muerte de su autor. Revisado entonces por Jean Laforgue, apareció corregido y censurado, y sólo en 1960 las editoriales Brockhaus y Plon rescataron y publicaron el manuscrito original, habiendo permanecido éste inédito en castellano hasta que recientemente lo publicó la editorial Atalanta. El año pasado la misma editorial reunió en un estuche los dos volúmenes de las memorias junto al ensayo Los últimos años de Casanova, que nos informa de la parte de su vida que el autor no tuvo tiempo de describir y del que son autores Joseph Le Gras y Raoul Vèze. Un libro que hace realidad el ideal ilustrado: aprender y disfrutar.

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