martes, 16 de diciembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 170

GUSTAV MEYRINK EN PRAGA: CIEN AÑOS DE EL GÓLEM

Escribió Borges que los discípulos de Paracelso acometieron la creación de un homúnculo por medio de la alquimia, obra que por distinto procedimiento emprendieron los cabalistas: “Ese hijo de una palabra recibió el apodo de Gólem, que vale por el polvo, que es la materia de que Adán fue creado”. La leyenda, que conocieron en el siglo XIX Achim von Arnim y E.T.A. Hoffmann, fue actualizada en 1909 por Yudl Rosenberg, quien publicó una colección de relatos acerca del personaje. Y fue de esta recreación, basada en el folclore de los judíos de Praga, de la que se sirvió el austríaco Gustav Meyrink en la redacción de su novela El Gólem, de cuya publicación se cumplirá el centenario el año próximo.

Se cuenta que Judah Loew, el gran rabino de Praga, confeccionó el Gólem con arcilla de la ribera del río Moldava y escribió sobre su frente la palabra hebrea Emet (“verdad”). Cuando el artefacto escapó a su control, se desató una ola de violencia que causó muchas víctimas, lo que aconsejó la destrucción del Gólem. Entonces el rabino suprimió la primera letra escrita en su frente (la letra aleph, en hebreo), con lo que quedó Met (“muerte”), devolviéndole así a su estado original de estatua de barro. El “Maharal” había traído al gólem Yossele a la vida para ayudar a los judíos a combatir las falsas acusaciones de asesinato ritual (el infame “libelo de sangre”). Yossele era más humano, más capaz y más leal que cualquier gólem anterior. Es éste el que, según escribió Gershom Scholem en su libro La cábala y su simbolismo, aparece cada treinta y tres años en la inaccesible ventana de un cuarto circular y sin puertas de la judería de Praga. Todavía hoy el homúnculo se halla en la Staranová, la Sinagoga Vieja-Nueva del barrio de Josefov, listo, según dicen las guías de viaje, para volver a la vida.

Hay dos parientes próximos en la literatura fantástica: uno es el Gólem; el otro, Drácula. Los dos tienen su origen simbólico en el centro de Europa, el cual en la imaginación de muchos viene a ser algo así como un Oriente europeo; los dos son hijos del Romanticismo. Ambos sirven hoy de reclamo turístico y participan en calidad de víctimas del gran malentendido que pesa sobre la literatura fantástica: el de que dicha literatura ha sido escrita para sorprender, para aterrorizar y entretener. El Gólem, la novela, igual que Drácula, es una original reflexión sobre la condición humana, reflexión filtrada a través del tamiz de lo fantástico y expresada con el recurso de la leyenda, que no es otra cosa sino un compendio de tradición y conocimiento popular. Sin embargo, como sucede en toda buena familia, estos parientes literarios tienen también sus acusadas diferencias. En primer lugar, Bram Stoker nunca estuvo en Transilvania, y todo el material legendario del que se sirvió en la creación de Drácula procedía de una edición inglesa. Muy al contrario, Meyrink pasó veinte años en Praga. En segundo lugar, la suerte presente de ambos personajes es bien diversa, y si Drácula (después de los excesos cometidos en su nombre por el cine) parece encontrarse en franco declive, el Gólem goza en cambio de envidiable salud. Visitada también por el cine en 1920, la historia del homúnculo de Meyrink se ha convertido ahora en un espectáculo dramático que se estrenó en el Festival de Salzburgo el pasado agosto, y que podrá verse en enero en el Young Vic Theatre de Londres y, en mayo y junio, en el Théâtre de la Ville de París.

El Gólem es de esos libros en los que los árboles no dejan ver el bosque, en los que el texto mismo se ve superado y ensombrecido por la predisposición con la que los lectores se acercan a él. Su contenido, en efecto, lo aprecia mejor el lector avisado que sabe que el Gólem, la figura ancestral de barro sobre la que se ha dirigido el soplo de la vida, no se nos aparece en sus páginas. Se cuenta aquí una búsqueda interior, una excursión metafísica. Toda la historia es producto del error que comete el parroquiano de un café al llevarse a casa un sombrero que no es el suyo. El Gólem no está afuera aunque sí nos resulte totalmente extraño. Es nuestro doble, está dentro de nosotros.

Meyrink, hijo ilegítimo de un aristócrata y de una actriz de segunda fila, se crió en Munich, y a la edad de quince años se fue con su madre a Praga. El 14 de agosto de 1892, según escribió en su relato autobiográfico El piloto, ocurrió el acontecimiento que marcó su vida posterior y toda su obra. Meyrink tenía veinticuatro años y ese día se encontraba solo en su habitación, sentado junto a una mesa en la que había puesto su pistola, dispuesto a suicidarse. En ese momento oyó un sonido en el exterior, y alguien deslizó bajo su puerta un pequeño folleto titulado La vida futura. A partir de ese momento se dedicó al estudio del ocultismo y de la Cábala, llegando con el tiempo a ser miembro de la Orden Hermética de la Aurora Dorada, institución londinense de la que también formaron parte Stoker, el padre de Drácula, H.G. Wells y W.B. Yeats. Su consagración a las ciencias ocultas no le impidió ser banquero ni pasar dos meses en la cárcel condenado por fraude. Las estrecheces económicas por las que pasó casi toda su vida le encaminaron a la traducción al alemán de las obras de Dickens y de otros autores ingleses, e igualmente tradujo El Libro de los Muertos egipcio y otras obras sobre la vida ultraterrena.

Los primeros esbozos de El Gólem se remontan a 1908, y su publicación, primero en forma de folletín en una revista y luego, siete años más tarde, ya como libro, constituyó un gran éxito. Durante la Gran Guerra nuestro autor publicó una antología de relatos fantásticos y una segunda novela, La noche de Walpurga. Antimilitarista y convertido al budismo, Meyrink fue difamado por los nacionalistas austríacos, y un periodista le describió como “uno de los opositores más inteligentes y peligrosos de nuestro ideal alemán. Él influye, y corrompe, a miles y miles de personas, igual que hizo Heine”. Por aquel entonces sus libros fueron prohibidos, cosa que se repetiría unos años más tarde, bajo el dominio del nacional-socialismo. Hacia el final de su vida pudo adquirir una villa en Starnberg, en Baviera, a la que llamó “La casa de la última luz”.

De El Gólem existe en castellano una moderna traducción aparecida en Cátedra el año pasado, y de La noche de Walpurga hay una igualmente reciente traducción de la editorial El Nadir.

“Gólem”, según su etimología hebrea, es “algo sin forma”. La palabra alude a la arcilla o al polvo, pero también al embrión que habita en el vientre. La cosa sin forma es aquí una proyección psicológica del inconsciente, un “doble”. El protagonista de la novela es Athanasius Pernath, un tallador de piedras preciosas para quien una parte de su biografía permanece fuera de su alcance, ya que no guarda memoria de ella. Esa separación de sus recuerdos de infancia y juventud la describe como “una casa en la que hay una serie de habitaciones cerradas inaccesibles para mí”. La aclaración de dicha desmemoria le llega a Pernath mediante la indiscreta escucha de una conversación que mantienen sus amigos y en la que él es retratado como “un loco sobre el que se había experimentado la hipnosis a fin de cerrar la habitación que le unía a las otras partes de su mente”. Ello hace del personaje un apátrida en el mundo que le rodea, y motiva la exploración psicológica del subconsciente que viene a ser finalmente el tema central de la novela. Es en el proceso de dicha exploración donde aparece el Gólem, en su calidad de “otro” inserto en uno mismo.

Ese algo sin forma que habita en el personaje le llama, se le aparece fugazmente y le habla, en apariencia desde el mundo del sueño. No es raro, pues, que por esta novela se haya interesado el psicoanálisis, el cual se hallaba en el momento de su redacción en pleno desarrollo. El despertar de ese algo “puramente interno que se me había aparecido como una realidad tangible” se produce cuando un misterioso personaje visita a Pernath para hacerle un encargo: la restauración de unas páginas del libro Ibbur, texto del siglo X que forma parte de la Halajá, una recopilación de la ley judía. Las ilustraciones del libro indican las estaciones del camino iniciático que Pernath deberá recorrer para encontrarse consigo mismo. Jalones de ese camino son también distintos personajes secundarios que guiarán al protagonista a través de una trama sentimental y de otra policíaca, la cual, como le ocurrió a su autor, dará con sus huesos en la cárcel. Vívidos, expresivos y misteriosos son los caracteres de Rosina la pelirroja, Schemajah Hillel y su hija Miriam, personajes del ghetto, así como el de la seductora Angelina, la cual ejerce de vínculo entre el protagonista y las habitaciones cerradas de su memoria. A esas habitaciones regresará él dolorosamente, pero también de manera liberadora, cumpliéndose así la realización de lo que antes sólo había podido formularse como “añoranza del milagro”: cuando “la materia muerta, la tierra, sea animada por el espíritu y se rompan las leyes de la naturaleza”.

Despojado de sus claves simbolistas, místicas y herméticas, El Gólem termina por ser un libro psicológico nutrido en las fuentes del romanticismo y de los sueños de la razón, un universo espiritual no alejado del de Hermann Hesse, por poner un ejemplo contemporáneo al de su autor, y que, en medio de esos “últimos días de la humanidad” que fueron los de la Gran Guerra, según los definió Karl Kraus, sintió la llamada de Oriente, la de Gautama y la de otros principios sobre los que asentar las ideas del mundo y del hombre. Pero a la vez esas claves simbólicas que hoy nos pueden resultar ajenas son algo más que la retórica con que su autor construyó este libro, unas claves anidadas en la tradición occidental y que ya estaban en trance de desaparición en época de Meyrink, las cuales nos hablan de la sucesión y la simultaneidad de los acontecimientos de la vida, de la patria perdida, del “viento incomprensible” que reparte los sentimientos entre las personas que pasan por una calle, del despertar de la muerte y de la vida espiritual. Todo ello a los pies del Hradschin (el Hradčany, en checo), el castillo de Praga, entre el vulgo, bajo el que este noble ilegítimo dejó volar su inclinación a construir fantasías.

Suzanne Andrade, directora de la compañía “1927” y responsable del montaje de Golem, el espectáculo al que aludíamos más arriba (una adaptación ambientada en nuestra época, dominada por la tecnología y la economía escapadas al control humano), ha indicado los motivos por los que esta novela mantiene hoy su inquietante vigencia: “Para mí, el Gólem es el espíritu del ghetto, el fantasma que lo recorre. Tal vez él nos enseñe lo que podemos sentir cuando algo terrible va a suceder: que hay signos y símbolos, y que deberíamos empezar a buscarlos”.

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El joven artista de origen ruso Vladimir Zimakov, residente en Los Angeles, ha ilustrado diversos títulos de Gustav Meyrink, Nicolai Gogol, Fiodor Dostoievski, Herman Melville y muchos otros. Aquí pueden verse algunas de sus ilustraciones para las editoriales Folio y Vita Nova de The Golem y Walpurgis Night:




Dos tráilers de Golem, la producción de la compañía “1927” que dirige Suzanne Andrade:



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