martes, 25 de diciembre de 2012

DISPARATES / 55


CON JOSEPH CONRAD A BORDO DEL TITANIC

“La crisis significa que todos estamos en el mismo barco”, dijo hace unos días el presidente del Consejo Europeo. Con esta frase Herman van Rompuy no consiguió encaramarse a los titulares de la prensa europea, quizá porque los directores de redacción comprendieron que no resultaba muy afortunada en un año como este que termina ahora, en el que se conmemora el centenario del mayor naufragio de la historia naval. No es nuevo que los grandes negocios traigan consigo naufragios colaterales. A un precedente de ello se refieren un libro que nunca ha sido traducido al español y otro que ha visto la luz entre nosotros este mismo año. 
  
Según considera el Derecho Marítimo, más razonable que el código civil, la tripulación de un barco está autorizada a destituir y reemplazar a su capitán cuando éste, por incapacidad o por cualquier otra razón, pone en peligro la seguridad de la nave, los pasajeros o la carga. El oficial de la marina mercante y escritor estadounidense Morgan Robertson (1861-1915) aludió indirectamente a ello en su novela Futility, or the Wreck of the Titan, que escribió en 1898. La novela, que pasó sin pena ni gloria, narraba el primer y único viaje del Titan, el vapor más grande y lujoso de su época, que naufragó en el Océano Atlántico después de chocar con un iceberg. Aunque el buque disponía de las mayores comodidades, no tenía en cambio suficientes botes salvavidas, cosa que el capitán Smith debería haber tenido en cuenta antes de dar la orden de zarpar. Este trágico olvido resultaba comprensible en el contexto de la novela, ya que la opinión general juzgaba que el Titan era insumergible. Quizá esta historia al estilo de las de Verne, aunque en negativo, no tuvo éxito precisamente porque cuestionaba los valores fundamentales de la sociedad de su tiempo: el progreso, la confianza en los líderes, el triunfo sobre la Naturaleza, el poder del dinero y del derroche, y la común creencia de que tales valores no ponían en riesgo la seguridad de la gente ni la de sus bienes.

Otro capitán con el mismo apellido, Edward John Smith, no había leído esta novela cuando su barco, el Titanic, zarpó catorce años más tarde de Southampton con destino a Nueva York. Su barco, además de un prodigio de la ingeniería, era una pequeña sociedad en movimiento, la cual venía a ser una reproducción de la que sus pasajeros habían dejado en tierra firme. Eran los optimistas años de la fe en la técnica ilimitada, en la construcción de rascacielos, automóviles, vías férreas y las primeras aeronaves. Los 329 pasajeros de primera clase, que habían pagado la astronómica suma de ochocientas libras, se embarcaron por placer, o porque podían permitírselo, ya que su categoría social casi les exigía participar en el primer viaje del barco más grande, más caro, más lujoso y más rápido que había construido el hombre. Para estos viajeros la travesía no iba a ser sino una continuación del estilo de vida que llevaban en tierra, para lo que disponían de una piscina, baño turco, biblioteca y un gimnasio exclusivos, además de diversos restaurantes que nada tenían que envidiar a los mejores de París y Londres. Todo ello a diferencia de lo que ocurría con los 710 pasajeros de tercera, emigrantes que habían invertido los ahorros de toda una vida en busca del gran sueño americano, y que tenían prohibido el acceso a las instalaciones de lujo del Titanic. Éste, de hecho, estaba diseñado de manera que los viajeros de primera y de tercera nunca llegaran a encontrarse. La misma división clasista, como es natural, existía entre los tripulantes y empleados de a bordo. El capitán Smith cobraba más de mil libras al año, mientras que el sueldo de un fogonero era de dos libras a la semana. Entre los pasajeros notables figuraban el coronel John Jacob Astor, una de las mayores fortunas de la época, y su esposa de diecinueve años, con la que acababa de casarse; Benjamin Guggenheim, “el rey del cobre”; Isidor Straus, dueño de los almacenes Macy’s; John B. Thayer, vicepresidente de la mayor compañía ferroviaria canadiense; y el magnate del acero Arthur Ryerson. En total el Titanic transportaba 2.224 personas, a cuya disposición había sólo 1.178 plazas en los botes salvavidas.

Los minuciosos detalles que proporciona Robertson en su novela, y que en su mayor parte coinciden con la realidad, suponen un desafío a la razón, y no nos dejan otra alternativa que la de otorgar a su autor el título de profeta. Con una excepción: el ficticio Titan naufragó en medio de oleaje y mal tiempo, lo que contrasta con la mar en calma en la que aconteció el verdadero naufragio del Titanic.

Otro es el caso de Joseph Conrad, que también había sido marinero antes que escritor, pero de quien sabemos por su esposa que se mareó en el Canal de la Mancha durante su viaje de luna de miel, y entre cuyos dones no destacaba el de hacer profecías. Conrad, tras el hundimiento del Titanic, escribió para la English Review dos reveladores artículos que levantaron ampollas y que hoy nos sirven todavía de ilustración, no sólo acerca de aquella tragedia, sino también acerca de otras que nos resultan mucho más próximas. Ambos textos figuran en el interesante volumen El Titanic que ha publicado la editorial Gadir en conmemoración de los cien años de aquellos acontecimientos, y que incluye un prólogo de Fernando Baeta y diversas ilustraciones.

El Titanic fue construido en los astilleros de Belfast para la compañía White Star Line, también propietaria de otros dos grandes transatlánticos, el Olympic y el Gigantic, que más tarde pasaría a llamarse Britannic y que resultó hundido durante la I Guerra Mundial. La compañía había adquirido préstamos del Royal Bank of Liverpool, entidad que quebró en 1867, lo que dejó a la White Star con una deuda de más de 500.000 libras, y, de hecho, en la ruina. Esto permitió al emprendedor Thomas Ismay comprarla al año siguiente por mil libras. Carente como estaba Ismay de capital, llegó a unos acuerdos con los astilleros Harland & Wolff de Belfast, en virtud de los cuales dichos astilleros recibirían sus encargos en exclusiva a la vez que se comprometían a financiar los proyectos de Ismay. Inmediatamente se inició una furibunda construcción de transatlánticos en competencia con la Cunard Line, propietaria del Lusitania y el Mauretania. Pronto se vio que los barcos de White Star eran más lujosos que los de la competencia, pero no más rápidos, contratiempo que el presidente de la compañía, Bruce Ismay, hijo del fundador de la misma, pretendió subsanar con la construcción del Titanic, para lo que requirió la ayuda financiera de J.P. Morgan. El nuevo barco debía alcanzar una velocidad máxima de 23 nudos. Éste aún no había salido del puerto cuando la Cunard empezó a construir el Aquitania, que fue botado en 1913 y que podía alcanzar los 24 nudos.

Conrad afirma que las enormes dimensiones del Titanic, en contra de lo que aseguraban sus dueños, no eran en absoluto una garantía de insumergibilidad, sino que por el contrario lo hacían vulnerable y extremadamente difícil de gobernar en situaciones de riesgo. A agravar lo anterior contribuía el hecho de que en el curso de ese primer viaje, con una intención publicitaria, se pretendía batir el récord de velocidad en la travesía del Atlántico, que por entonces se hallaba en poder de un transatlántico de la compañía rival. Nada de esto estaba en la mente de los pasajeros del Titanic, “esa gente”, escribe Conrad, “que absurdamente se ahogó, gente que hasta el último momento depositó toda su confianza en el simple tamaño, en las insensatas afirmaciones de publicistas y técnicos, y en las irresponsables columnas de periódicos que ensalzaban a bombo y platillo esos buques”. El Titanic era el producto de una guerra comercial y de la infinita arrogancia de los técnicos y directivos de las compañías navieras, quienes no quisieron admitir que “hay un punto en el que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso”. Este falso progreso era el responsable de que aquellas vidas hubieran sido “miserablemente desperdiciadas por nada, o por algo peor que nada: por una errónea búsqueda del éxito, para satisfacer la vulgar demanda de unos pocos adinerados de un banal hotel de lujo –única cosa de la que entienden– y porque un gran buque siempre resulta rentable de un modo u otro: en metálico o por su valor publicitario”.

Las especiales circunstancias económicas y, como diríamos hoy, mediáticas que rodearon a aquel viaje propiciaron que terminara en desastre. Así, sabemos que el capitán Smith, que tenía a su espalda un impecable historial náutico, no fue en la práctica sino una especie de capitán nominal, el cual tenía a su cargo las relaciones públicas y del que sus superiores esperaban sobre todo que culminara la travesía del Atlántico en el menor tiempo posible. Esto explica que en el momento en que el Titanic se encontró con un iceberg estuviera en plena cena, ejerciendo de anfitrión ante sus distinguidos huéspedes, y que se marchara a dormir sin dar la menor importancia a los numerosos avisos recibidos por telégrafo acerca de la presencia de bloques de hielo a pocas millas de su barco. Y Conrad resume: el Titanic “estaba dirigido por una especie de sindicato de hostelería”, un sindicato que no sabía nada de barcos y mucho menos de náutica, pero que debía satisfacer las expectativas de diversos inversores, especialmente de J.P. Morgan, que desde hacía años era virtualmente el dueño de la compañía. “Todo el mundo a bordo viajaba con una sensación de seguridad falsa. El hecho, probado, de que parte de aquella gente fuera reacia a subir a los botes cuando se le pidió que lo hiciera muestra la fuerza de la mentira”.

Conrad no ahorra calificativos a la prensa de la época por su comportamiento antes y después del accidente, un comportamiento que era responsable de esa falsa seguridad que predominaba entre los pasajeros y que más tarde siguió explotando el tema con sus macabros titulares sensacionalistas a fin de aumentar las ventas. “Periodismo mercantilista, insensible, deshonroso e indecente”, lo llama Conrad, y que además se encargó de rodear a la tragedia de una aureola romántica que todavía hoy rinde buenos beneficios. Pero “ahogarse en contra de toda voluntad no es más heroico que morir a causa de un cólico. Y esa es la cruda verdad desprovista de la romántica vestimenta con que la prensa ha envuelto este desastre del todo innecesario”.

Los textos de Conrad están cargados de sarcasmo e indignación, dirigida ésta última a los “expertos”, a quienes presentándose como servidores del progreso no son en realidad sino “servidores del mercantilismo” y a la prensa. Y a los pies de todos ellos se encontraba el público, el cual había sido empujado “hacia todas esas cosas en el curso normal de la competencia comercial”. Ahora, cien años después, y por aquellas cosas que tiene la historia, también nosotros, a bordo del Titanic, gozamos de nuestros capitanes, nuestros expertos, nuestra “industria ataviada de púrpura y fino lino”, nuestros financieros y nuestro periodismo. Y de una alarmante escasez de botes salvavidas. El café, nos dicen, permanecerá abierto toda la noche y la dichosa orquesta seguirá tocando hasta el final.

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