martes, 30 de agosto de 2016

LECTURA POSIBLE / 217

ERSKINE CALDWELL: CRÓNICAS DE LA VIOLENCIA AMERICANA

Según The Guardian, las personas muertas por la policía en Estados Unidos el año pasado fueron  mil ciento cuarenta y seis, y este año van ya quinientas sesenta y uno. La mayoría eran negros. Aunque no existe una contabilidad oficial de las víctimas causadas por las llamadas “guardias vecinales”, sí se sabe que, como ocurre en el caso de los policías, casi siempre sus acciones han quedado impunes. De las más de seiscientas organizaciones supremacistas blancas que eran consideradas como terroristas en 2009 se ha pasado ahora al doble. Las prisiones de Estados Unidos albergan a casi el 25% de la población carcelaria del mundo, lo que significa que está entre rejas uno de cada treinta estadounidenses. De ellos, nuevamente, la mayoría son negros. De hecho, el diez por ciento de los afroamericanos están o han estado alguna vez en la cárcel. En cumplimiento de la legislación vigente en muchos estados, según la cual los ex presidiarios pierden todos o una parte de sus derechos civiles, seis millones se encuentran en la actualidad inhabilitados para votar, dándose así la paradoja de que hoy tal privación de derechos devuelve a las personas a la situación en que se encontraban sus antepasados en tiempos de la esclavitud. Estos datos, según admiten numerosos expertos y organismos internacionales, no parecen estar tomados de un país próspero y poderoso, sino de uno en guerra civil.

En su libro White Trash (Basura blanca), que publicó el pasado junio la editorial Viking, la profesora de la Universidad de Louisiana Nancy Isenberg, en un intento de explicar la genealogía de la expresión que provocadoramente da título a su obra, así como la historia del grupo social del que se trata, no pudo evitar dar un repaso a las líneas principales del capitalismo norteamericano, un capitalismo aún más íntimamente ligado que el europeo a la esclavitud y al colonialismo, como ella muestra. Isenberg recuerda en su libro que Estados Unidos ha sido históricamente una nación rural. Así, el concepto de “basura blanca”, que como tal aparece documentado al inicio del siglo XIX, alude en realidad a un orden de cosas que para esa fecha ya tenía unos doscientos años de antigüedad. Desde entonces, el signo inconfundible del éxito era la propiedad de tierras, un signo que tenía como contrapunto la pobreza rural. En la Virginia de Thomas Jefferson, por ejemplo, en el momento de la revolución, un 40% de blancos carecía de propiedades. La imagen de América que crearon los colonizadores británicos era la de un desierto, un erial que fácilmente podría convertirse en vertedero de pobres, una idea que tampoco era ajena a los mismos padres fundadores. No contemplaba entonces el sueño americano una posible movilidad social ascendente, como ocurriría más tarde, sino de hecho sólo una movilidad horizontal, es decir, geográfica, lo que implicaba una política permanente de expansión del territorio. Según Isenberg, hoy la propiedad de la tierra sigue siendo un elemento importante, de lo que se desprende, como afirma, que todavía en nuestro tiempo “la clase social tiene su geografía”, pero una geografía que no está ya determinada por la propiedad de los terrenos agrícolas, sino por la de la vivienda. A esa “basura blanca” de la clase media y de la clase obrera que no posee ya una vivienda, o que puede perderla, es a la que apela el candidato republicano Donald Trump para conseguir su voto.

La descripción de esa oficiosa guerra civil que discurre bajo el capitalismo americano es el tema al que dedicó su extensa obra Erskine Caldwell, novelista nacido en Georgia en 1903. Hijo de una maestra de escuela de origen aristocrático y de un pastor presbiteriano, Caldwell pasó su infancia trasladándose de uno a otro lugar del profundo Sur. Dejó la universidad antes de graduarse, y desempeñó diversos oficios mientras ensayaba sus iniciales tanteos literarios. Maxwell Perkins fue su primer editor, el cual también lo fue de Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway y Thomas Wolfe, y su vida ha servido recientemente de inspiración para la película Genius, dirigida por Michel Grandage. El primer libro de nuestro autor, la novela corta Bastardo, publicado en 1929, fue prohibido por la censura, lo que no impidió que El camino del tabaco, que apareció tres años más tarde, constituyera un gran éxito de ventas. A partir de entonces la popularidad de Caldwell no dejó de crecer, en parte gracias a la adaptación de algunas de sus novelas al cine, a la vez que desde el Sur numerosas asociaciones y algunos periódicos repudiaban sus obras. En 1933, cuando se publicó el que sería otro de sus grandes éxitos, La parcela de Dios, la llamada Sociedad para la Supresión del Vicio emprendió contra el autor acciones legales, con el resultado de que los ejemplares del libro fueron secuestrados; y el propio Caldwell, detenido. Con su primera esposa regentó una librería en Maine, y con la segunda, la fotógrafa y corresponsal de guerra Margaret Bourke-White, viajó a la Unión Soviética, donde ambos fueron testigos de la ocupación alemana. Caldwell murió en 1987, convertido ya en un clásico americano, y existe un museo consagrado a su memoria en la pequeña localidad de Moreland, en Georgia.

A resultas de la divulgación de su obra ya mencionada El camino del tabaco nuestro autor ha sido reconocido, entre los escritores de su tiempo, como el que mejor describió las turbulencias de la Gran Depresión. El libro cuenta la historia de Jeeter Lester, peón agrícola y cabeza de una numerosa progenie, en su mayor parte desperdigada, y en cuya ruinosa choza reinan la desesperación y el hambre. Las altas dosis de realismo, crudeza y humor negro que aparecen en este libro son ya, con escasas variaciones, las que iban a marcar la pauta de su labor en el medio siglo de actividad literaria que nuestro autor tenía por delante. Y también aparecen ya en este libro otros dos rasgos de su futura obra: la destreza en la creación de diálogos (que habría de ser legendaria entre los guionistas de Hollywood) y la narración al estilo cinematográfico.

Pero su obra va más allá. Como afirmó hace tiempo Phillip Cronenwett, profesor del Dartmouth College, en New Hampshire, él “escribió sobre sexo cuando nadie escribía sobre sexo, sobre relaciones raciales cuando nadie escribía sobre relaciones raciales, y sobre las diferencias entre la población rural rica y la población rural pobre cuando no hacía falta hablar de ese tipo de cosas”. Quizá, al respecto de la naturaleza y la composición de esa sociedad en la que se enmarca enteramente la obra de nuestro autor, valga la pena reproducir aquí el testimonio de un observador foráneo, el escritor portugués Jorge de Sena, quien durante una década fue profesor de la Universidad de California en Santa Barbara. En su libro América, América escribió que “por la propia estructura que heredó de sus orígenes, América del Norte es una pirámide de provincianismos selectos, desde los municipios hasta la Casa Blanca. Toda la organización política, social, religiosa y jurídica de la nación se asienta sobre esa libertad de los grupos y las ‘comunidades’ (palabra clave del mito americano) para erigirse en dictadores locales de los intereses de la mayoría o en representantes de intereses más vastos que exceden a su propia zona de influencia. Lo que, en su origen, era una admirable forma de autogobierno armoniosamente simbolizado en el Congreso, la Presidencia y el Tribunal Supremo, y que fascinó a Tocqueville, se convirtió con el tiempo en una acumulación de desmedidas libertades locales que atenaza a la administración federal y que niega el ideal americano de la libertad y la justicia”.

No sólo ilustrativa de la realidad peor conocida de Estados Unidos, la reflexión anterior podría servir igualmente para definir el universo narrativo de Caldwell, quien acertó a desvelar el provincianismo y las veleidosas formas adoptadas por el poder en el Sur, como también la sociología de la región, atravesada por una violencia sorda e individual y enquistada en la intimidad familiar, pero que en los períodos de crisis, cuando la mayoría blanca se sentía amenazada, estallaba en forma de violencia colectiva desatada, preferentemente, contra los negros. Que este odio racial contenía a la vez un odio de clase es algo que mostró Caldwell repetidamente, de lo que son testimonio algunas de sus novelas posteriores, fundamentales hoy en la literatura americana.

Una de ellas es la citada La parcela de Dios, que se publicó en 1933. En esta obra cargada de lujuria un granjero, Ty Ty Walden, patriarca también él de una numerosa prole, se desentiende de sus tareas agrícolas a fin de dar a sus tierras un uso que él considera más provechoso. Producto de ello es la infinidad de hoyos que ha mandado cavar en busca de un oro que sin embargo no existe. En otra novela, Tierra trágica, de 1944, encontramos a Spence Douthit, emigrante desempleado cuya existencia, al contrario que la del anterior, está marcada por el hecho de no poseer tierras, por el de ser un ejemplar fiel de la basura blanca que malvive en el suburbio de Pobre Chico, lugar infame con tan escaso futuro como presente. La hija de trece años de Spence ha sido violada por el vecino, un traficante de drogas, y ahora ella se prostituye en un burdel que lleva por nombre El Pavo Blanco. “Si no nos libramos pronto de esos hijoputas, voy a ir una noche y voy a poner una carga de dinamita bajo cada chabola de ese lugar, y cuando estalle, enviará lo que quede de esos bastardos lejos de la ciudad”, afirma un respetable habitante de la población próxima. Y es a este lugar infausto al que llegará una joven e inocente trabajadora social que no tiene ni idea de lo que le espera.

Parte accidental del paisaje, los negros que asoman en estas novelas recorren los caminos al amanecer para acudir a los campos ajenos en los que trabajan, y luego, a la noche, regresar a sus cabañas, en las que sólo se presentan los blancos cuando van a violar a una negra o a realizar un linchamiento. En Un lugar llamado Estherville, novela de 1949, una pareja de negros es, sin embargo, protagonista. Son los hermanos Ganus y Kathyanne Bazemore, quienes se han trasladado a Estherville tras la muerte de sus padres. La novela es un compendio de los abusos de que podían ser víctimas los negros en el viejo Sur: la adolescente blanca y voluptuosa que disfruta de un placer sádico al dominar a Ganus; el lucrativo negocio a tres bandas que urden unos honorables blancos, un vendedor de bicicletas, un usurero y el dueño de un almacén, con el propósito de esclavizar al mismo personaje; y la explotación de la que es víctima Kathyanne y las sucesivas violaciones que sufre, que culminarán con un embarazo y el consiguiente parto.

Transcurren por las novelas de Caldwell escenas de violencia brutal, seres animalescos dominados por las pasiones, y otros temerosos acuciados por el hambre y el desamparo. Y hay entre ellos personajes inolvidables caracterizados por la inocencia, algunos de los cuales nos son mostrados por el autor con una eficaz combinación de comedia y tragedia. Se añaden a ello los proverbiales diálogos, exponentes de la cadencia y el barroquismo del inglés americano del Sur, así como la hábil arquitectura de estas historias, la cual permite que las mismas sean leídas de un tirón. Pero destacan, sobre todo ello, el arte para describir narrativamente una sociedad y las relaciones de poder entre quienes la habitan, al igual que la fuerza y la verosimilitud de las imágenes cinematográficas que a menudo nos deja la lectura. Una de ellas, que podría resumir toda la obra de Caldwell, es la conclusiva de Tumulto en julio, en la que a los pies del negro que ha sido ahorcado en la rama de un árbol, acusado falsamente de violación, se encuentra el cadáver con la cabeza aplastada de la joven falsamente violada. Ninguno de los dos poseía tierras. Tal vergonzosa debilidad les hacía ser potenciales víctimas de la solapada guerra civil a la que estaban entregados sus conciudadanos. Y no es extraño que sea así, pues, como dice un personaje de la misma novela, sucede que “la tierra siempre es de alguien”.

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