martes, 17 de marzo de 2015

LECTURA POSIBLE / 174

LOS CUADERNOS Y OTROS TEXTOS INÉDITOS DE FLAUBERT

“Buenas noches, madame. Que tenga felices sueños. En cuanto a mí, no dormiré; me ha despertado usted demasiados recuerdos”. Estas palabras las dirige la anciana Caroline Franklin Grout a una escritora estadounidense que ha conocido en el Grand Hôtel de Aix-les-Bains. Estamos en 1930, y Willa Cather relatará este encuentro en uno de los textos que reunió en su volumen Para mayores de cuarenta, que se publicó unos años más tarde. Willa Cather cruzó a menudo el océano huyendo de aquella nueva América de las grandes ciudades, de los rascacielos, el ruido, el dólar y el acero. Esta escritora cuyo universo literario era el de los pioneros y el de las gentes del campo de su América natal amaba la literatura francesa y el pasado, no tan lejano, que si ya había sido borrado de la existencia en su país podía en cambio rastrearse aún en las pequeñas poblaciones de Francia. Cather trabó amistad con aquella señora solitaria que residía en su mismo hotel, a la que veía desayunar y acudir al pequeño teatro de la ciudad para asistir a alguna representación de ópera o a algún concierto en el que se interpretaba música de Ravel o de Stravinsky. Tras unos primeros encuentros insustanciales, la señora empezó a hablarle de su tío, que se llamaba Gustave Flaubert y con el que se crió mucho más al norte, en Croisset. “Quizá haya leído usted algo de él”.

Esa pervivencia improbable de lo que ya es historia se materializa a veces en forma de una relación casual, como le sucedió a Willa Cather; otras, la inesperada presencia se aparece por medio de un libro, y la sorpresa es mayor cuando se trata de un hombre que se escondió detrás de los suyos, alguien que no dio a la imprenta ni una sola frase en la que hablara de sí mismo y del que ahora sin embargo sabemos mucho, a través de su correspondencia y de estos cuadernos y textos de diverso origen, muchos de ellos inéditos hasta ahora en castellano, que con el título de Cuadernos, apuntes y reflexiones acaba de editar Páginas de Espuma.

Ha querido la leyenda posterior que Flaubert se nos presente como un escritor y ermitaño que nunca salió de Croisset. Por otra parte, en su correspondencia, sobre todo con algunas mujeres, él mismo alude en ocasiones a ciertas misteriosas y alocadas aventuras de juventud. Nada de eso es del todo cierto, y más bien, pese a su desdén del mundo y de los seres humanos, lo que se advierte a menudo en esas cartas dirigidas a interlocutores femeninos es un deseo innato que es común entre los escritores: el deseo de seducir. Entre esas “aventuras” que sólo fueron tales en su cabeza figura una que por ser la primera debió dejar huella en la memoria de nuestro autor: la de su enamoramiento, a la edad de quince años, de Elise Schlésinger, mujer de veintiséis que estaba casada con un editor de música. De otra naturaleza no tan platónica es la relación que mantiene en 1840 con Eulalie Foucauld de Langlade, con la que convivió en Marsella. Unos años después, durante una estancia en París, conoce a Louise Colet, con la que tendrá una larga relación marcada por sucesivas rupturas y reconciliaciones. Dichas mujeres, pues es sabido que son sus mujeres las que escriben los libros de los grandes literatos, son ya madame Bovary y también la madame Arnoux de La educación sentimental. Y Flaubert viajó, sin duda, más de lo que podía esperarse del hijo de una familia provinciana de médicos y armadores normandos. Con motivo de la boda de su hermana Caroline (la madre de la anciana señora con la que se encontró Willa Cather) visita Italia; más tarde hace una gira por Turena y Bretaña; con su amigo Maxime Du Camp, durante casi dos años, viaja por Oriente: Egipto, Palestina, Siria, Líbano, Constantinopla, Grecia y de nuevo Italia; en 1858 visitará Argelia y Túnez; y Londres en 1865 y 1871. En realidad, Flaubert pasó por todos los estadios que eran acostumbrados entonces en la vida de un burgués soltero, incluida la sífilis.

La fama de ermitaño se la endosó a Flaubert la posteridad por no haber vivido en París. Pero tampoco esto es cierto. A finales de octubre de 1855 Flaubert se instala en el 42 del Boulevard du Temple, donde pasará regularmente los meses de invierno. A este primer domicilio parisino sucederán otros, en la Rue Murillo y el Faubourg Saint-Honoré. De hecho Flaubert asistió a los acontecimientos de la Comuna, y durante un tiempo frecuentó los ambientes literarios, en los que trabó relación con los hombres de letras de su época: Dumas, los Goncourt, Sainte-Beuve, Gautier, y Ernest Feydeau, entre otros. Incluso fue nombrado chevalier de la Legión de Honor. ¿De dónde le viene entonces su baldón, el de haber sido toda su vida un solitario?

El mundo de las letras y la gloria asociada a él decepcionaron pronto a Flaubert, quien sólo acertó a ver en el París ilustrado una proliferación insoportable de oscuras camarillas y de aún más oscuros trepadores. “Sólo diré la verdad, pero será horrible, cruel y desnuda”, escribe. Y añade: “Cuando no se recibe ningún estímulo de los demás, cuando el mundo exterior asquea, hace languidecer, corrompe, aturde, las personas honestas y sensibles están obligadas a buscar en alguna parte de sí mismas un lugar más limpio para vivir… No puedo hablar con quien sea sin ponerme furioso, y las cosas contemporáneas que leo me repugnan… En resumen, la vida me jode amablemente. Esta es mi profesión de fe”.

En París Flaubert se peleará con todo el mundo, incluido su editor Michel Lévy. A congraciarse con los parisinos no le ayudan sus opiniones acerca de algunos grandes héroes de la literatura francesa, entre ellos Balzac, “ese legitimista, católico, siempre soñando con la Diputación y con la Academia Francesa, ignorante como un cubo y provinciano hasta la médula”. Ni siquiera quienes han sido sus amigos más cercanos, con los que se ha carteado con frecuencia, quedarán a salvo del imaginativo y preciso arte de nuestro autor para, como si fueran mandobles, repartir insultos, y así la fraternal George Sand, que fue a visitarle a Croisset, acabará siendo con el tiempo “una vaca llena de tinta”. Gran parte de esta ojeriza de Flaubert a la sociedad literaria es consecuencia del juicio que le merece la prensa, la cual se hallaba por entonces en el centro del negocio editorial. Buen ejemplo de ello era la Revue de Deux Mondes, en la que se publicaban como folletín numerosas novelas que a veces debían esperar años hasta aparecer en forma de libro. Nos informa Flaubert de cómo su director, François Buloz, acostumbraba a impartir consejos a los autores que tenía en nómina y a recortar fragmentos de las obras que publicaba, ya fueran de Turguéniev o de la misma George Sand. “Los periódicos son una de las causas del embrutecimiento moderno”, escribe. “Finalmente, un periódico es una tienda. Desde el momento en que es una tienda, el beneficio prevalece sobre los libros, y el clientelismo, tarde o temprano, acaba por hacer el resto”.

El recelo de Flaubert a publicar, no sólo en los periódicos, y a exponerse con ello a perder su independencia parece ser, en fin, la causa última de esa injusta fama de misántropo que se le ha adjudicado. Es también la causa principal de su modernidad. Resulta así que el autor que minuciosamente se autoexcluyó de su obra se nos aparece completo en los textos que redactó y que no estaban destinados a la imprenta, textos mucho más abundantes que su obra publicada en vida y que ahora se exponen sin pudor a los lectores, cosa que él seguramente habría aborrecido y que daría lugar a nuevas y fantásticas invectivas, pero que son de gran utilidad para los estudiosos y los amantes de la literatura. Nos informa Eduardo Berti en el prólogo a esta edición de que Flaubert llenó a lo largo de su vida más de veinte cuadernos de apuntes, de los que cinco se han perdido. En ellos no sólo anotó ideas para los libros que escribió y para otros que no llegó a escribir, sino también “aforismos, rigurosos apuntes de lectura o reflexiones punzantes sobre sí mismo, sobre la literatura, sobre el arte en general, sobre la actualidad o sobre la historia”. Estos apuntes nos proporcionan del autor una imagen distinta de la establecida por la leyenda acerca de su persona, a la vez que nos introducen en la crónica social y en el taller donde se gestaron las Bovary, Arnoux y Salambó, los Frédéric, Bouvard y Pécuchet. Asimismo los textos aquí recogidos vienen a ser un compendio de la lectura, siempre exigente, que este devorador de libros acumuló a lo largo de su vida, desde Shakespeare y Cervantes hasta los clásicos griegos, por una parte, y sus contemporáneos por otra. Cabe recordar que entre estos últimos figuraba un jovencito llamado Guy de Maupassant, sobrino del mejor amigo de nuestro autor, Alfred Le Poittevin, quien había fallecido prematuramente en 1848.

Junto a una selección de textos de los cuadernos, el libro que comentamos reúne dos productos juveniles: Agonías y Recuerdos, apuntes y pensamientos íntimos, testimonios ambos de un Flaubert que contaba por entonces entre dieciséis y dicienueve años. A ellos se añaden los borradores de algunas obras que el autor no llegó a escribir, extractos de las notas preparatorias para el segundo volumen de Bouvard y Pécuchet y algunos fragmentos de más difícil catalogación, entre ellos un par de evocaciones redactadas tras la muerte de dos de sus amigos, el citado Le Poittevin, al que en sus inicios consideró como su maestro, y Louis Bouilhet. El conjunto abarca toda la vida del autor.

Y también Caroline, la sobrina del propio Flaubert cuya sensibilidad educó éste en aquellos años de Croisset, surge en las páginas de este libro para ilustrarnos acerca del afecto que le prodigaba su tío y del modo en que entendía que debía ser la formación de un alma joven, alma vigorosa, abierta a las novedades de la vida y el arte que mucho después cautivaría aún, con más de ochenta años, a una escritora y viajera norteamericana. A Caroline Franklin Grout debemos algunos de los textos de su tío que fueron publicados póstumamente, y también los cortes con que han llegado hasta nosotros algunas de sus cartas. Ella murió al año siguiente de su encuentro con Willa Cather, en su Villa Tanit, en Antibes. Quizá ese recato mostrado cuando publicó las cartas de su tío, que a nosotros nos molesta, hubiera sido juzgado benignamente por Flaubert, este hombre para el que la vida sólo resultaba tolerable cuando era escamoteada, al que le parecía a veces atravesar una soledad sin fin y que en una ocasión, en contraste con “el bello himno de amor y de poesía” que era, según él, una de sus amantes se definió a sí mismo como “un arabesco de marquetería en el que hay trozos de marfil, de oro y de hierro; los hay de cartón pintado, de diamante y de hojalata”.

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