martes, 28 de julio de 2015

LECTURA POSIBLE / 190

LA RAZÓN DEL MAL, DE RAFAEL ARGULLOL

En uno de sus ensayos sobre arte, Rafael Argullol empleó una cita del Fausto de Goethe: “¿No soy el fugitivo, el que no tiene techo, el monstruo sin meta ni descanso, que brama como una catarata de roca en roca, con furioso deseo de caer al abismo?” El libro en el que nuestro autor reprodujo estas palabras es La atracción del abismo, título que es secuela de uno de los más conocidos de su extensa producción: El Héroe y el Único. Si Argullol se propuso en éste el estudio del espíritu trágico del Romanticismo, con especial atención en la poesía, aquél fue su consecuencia lógica, al estar dedicado a la pintura de paisaje durante el mismo período. Allí se lee: “En realidad la fascinación del romántico por la Naturaleza está directamente relacionada con la ‘doble alma’ de ésta: se siente atraído, sí, por la promesa de totalidad que cree ver en su seno y, como tal, recibe el impulso de sumergirse en ella; pero, al mismo tiempo, no está menos atraído (terroríficamente atraído, podríamos decir) por la promesa de destructividad que la Naturaleza lleva consigo”. Esta reflexión que sobrepasa el ámbito de lo meramente estético es uno de los temas recurrentes de la obra de Argullol, quien a lo largo de su carrera ha sabido combinar la expresión de sus ideas en el campo del ensayo y en la ficción. A éste último pertenece una decena de narraciones escritas entre 1981 y 2015, una de las cuales, La razón del mal, Premio Nadal en 1993, ha sido reeditada ahora por la editorial Acantilado.

Argullol nació en 1949 y estudió Filosofía, Economía y Ciencias de la Información en la Universidad de Barcelona; fue profesor en la de Berkeley y en la actualidad lo es de Estética y Teoría del Arte en la Universidad Pompeu Fabra. Autor singular, es de los muy raros en nuestras letras que simultáneamente, desde el inicio de la década de los ochenta, suma a su condición de ensayista la de narrador y la de poeta, en lo que viene a ser una indagación teórica y práctica no sólo acerca de la historia del arte y de nuestra contemporaneidad, sino también sobre las formas de expresión propias de la tradición cultural. A esta indagación corresponde una transversalidad en cuanto a temas y a formatos que constituye uno de los rasgos principales de su obra. Ésta, en efecto, incluye ensayos que pueden leerse como si fueran novelas, y narraciones que no son ajenas a un espíritu y a unas claves que se han encontrado con más frecuencia en la literatura ensayística. Alejada de todo academicismo, puede afirmarse que la producción de Argullol es un continuum que cuestiona sin complejos las fronteras entre los géneros, y el cual tiende a encontrar su expresión más depurada en una lírica que domina la proteica totalidad de su producción, forma suprema de una Weltanschauung explorada aquí con los instrumentos del arte poética. De ello es testimonio tan ejemplar como original Visión desde el fondo del mar, libro nómada y transversal que incorpora a sus textos gran cantidad de material fotográfico y de filmaciones en vídeo.

La nueva edición de La razón del mal, título recuperado y que es parte de la publicación de la obra completa de su autor, llega oportunamente para mostrarnos el caso cierto de un libro que ha mejorado con los años. Pues si esta narración pudo tener ya una buena acogida hace más de dos décadas, leída ahora resulta haber encontrado su propio tiempo, un tiempo que pocos podían imaginar en el momento de su publicación y que nuestro autor acertó a anticipar de un modo tan lúcido como perturbador. Alegoría de nuestro mundo, La razón del mal viene del próximo pasado para ilustrarnos sobre un presente que es posible a causa de la inercia y la desmemoria de las que se habla en el libro, y que, recalcitrante como es el hombre, continúan presidiendo nuestras vidas ahora mismo.

Heredero de una noble literatura de catástrofes a la que pertenecen El diario del año de la peste, de Daniel Defoe, y La peste, de Camus, el libro de Argullol es también la crónica de una ciudad tranquila acechada por la calamidad, y de la reacción de sus habitantes. Aquí, una gran ciudad innominada, que puede ser cualquiera de las de nuestra sociedad occidental y opulenta, sufre, como sufrieron el Londres de Defoe y la Orán de Camus, la embestida de una enfermedad que se presenta como un asalto irracional al orden establecido, y que es causante de un período de excepcionalidad que afecta por igual a la vida cotidiana, a las instituciones, a las convenciones sociales y culturales y a la ciencia. Ésta última, en su desamparo, experimenta el desafío lanzado por el mal de manera especialmente dramática, pues carece de recursos para combatirlo y ni siquiera llega a darle una definición. La enfermedad, en efecto, consiste en un súbito estado de postración, una especie de idiotismo que afecta irremediablemente a personas consideradas hasta hace poco normales y cuya caída en el estado morboso se produce al parecer de manera aleatoria. “A los internados”, dice el narrador, “que infestaban hospitales y clínicas se les consideraba idiotizados, pero era obvio que no se les podía llamar oficialmente idiotas. Era demasiado cruel e irreverente. Sin embargo, ninguna denominación de las contenidas en las enciclopedias médicas se demostraba útil. Se repasaron infatigablemente los nombres de todas las patologías conocidas. Sin éxito”.

Los “exánimes”, pues tal es el nombre que se da a los afectados, han caído en una profunda y total apatía, una ausencia de voluntad y de ganas de vivir que, no siendo consecuencia de una infección, al menos de ninguna conocida, en cambio parece serlo de una maldición. Se trata de una enfermedad moral, una enfermedad del alma. Y de hecho uno de los protagonistas afirma que “si fuera filósofo o sacerdote quizá diría que es como si sus almas hubieran muerto”. Testigos impotentes del avance del mal son el psiquiatra David Aldrey y el fotógrafo Víctor Ribera. Sólo testigos y observadores, en efecto, pues tampoco ellos ni sus saberes son eficaces ante la enfermedad. Ésta se reproduce al margen de toda lógica comúnmente admitida, transformada pronto en plaga que altera el ritmo y la vida de la ciudad. Mientras tanto las autoridades, que en un principio, contando para ello con la obediencia de la prensa, pudieron ocultar la misma existencia del mal, tienen que acabar por aceptarla y por “presentarla en sociedad”. Establecida oficialmente la censura, el anterior silencio acerca de la enfermedad se convierte en un continuo bombardeo de falsas informaciones referidas a su próxima solución. Ello no impide que la incertidumbre y, más propiamente, el miedo terminen por apoderarse de los individuos, lo que da pie a la inmediata proliferación de predicadores, augures y salvadores. Devuelta así la civilización a una nueva y transitoria edad medieval se suceden en la ciudad aislada del exterior los actos de exaltación y de violencia, que se dirigirán preferentemente contra las principales víctimas del mal, los exánimes, devenidos no ya en enfermos, sino en culpables de algún crimen desconocido.

La supresión de las instituciones democráticas, y la incorporación al gobierno del charlatán más prominente de los que han medrado al socaire de la enfermedad, hábil orador con un creciente número de adeptos que le siguen en nocturnas procesiones a la luz de las antorchas, revelan obvias analogías con episodios bien conocidos de nuestra historia, pues así, finalmente, vienen a ser las crisis, los tiempos en que las certidumbres en que se basó la convivencia se tambalean, cuando el individuo común adopta la forma de masa y se hace así la ilusión de escapar a un terror para el que no hay alivio y que no deja vislumbrar su final. Se extiende entonces el llamado “espíritu de la fortaleza”, pues las personas, necesitadas de refugio, debían “correr a resguardarse en sus madrigueras”. Sin embargo, tanto los decretos gubernamentales como la alteración de los hábitos cotidianos, lejos de ser un remedio, no constituyen de hecho sino una agudización de las condiciones que ya existían con anterioridad a la declaración de la epidemia. En efecto, el gobierno y la prensa de la ciudad ya mentían antes de que se admitiera la realidad del mal. Del mismo modo, la inercia y la desmemoria en las que se desenvuelven ahora las existencias de sus habitantes no son más que un ligero agravamiento de las que ya manifestaban en tiempos de “normalidad”: las causas del idiotismo de los exánimes no son más que las condiciones de vida corrientes y unánimemente aceptadas. Los exánimes no son más que la fase terminal de un proceso ya iniciado mucho antes, proceso en el que sólo el engaño es real y toda verdad es infundada. “El mapa”, nos dice el narrador, “no contemplaba ninguna otra ruta alternativa”.

¿Tendrá final esta crisis? Y las personas, ¿guardarán memoria de ella, si es que concluye, para evitar que se repita? A una reseña no le corresponde contestar tales preguntas, las cuales son parte sustancial de la intriga que el autor nos propone. Paralelamente a la fría descripción de los hechos que acontecen en la asolada ciudad, el narrador da fe de la relación que uno de los protagonistas, Víctor, mantiene con su esposa, Ángela. Ella, restauradora, recibe al inicio de la novela el encargo de restaurar un viejo cuadro que representa a Orfeo y Eurídice en el momento de huir del infierno para reintegrarse a la vida. Orfeo ha descendido al Hades para rescatar a su amada, cosa que se le ha concedido con la condición de que en el camino no vuelva la mirada atrás. El anónimo pintor ha reproducido la leyenda en el momento en que Orfeo camina por delante de Eurídice, y el espectador no sabe si va a volver la mirada. Tampoco es posible saber aquí si Víctor y Ángela abandonarán la ciudad e irán en busca “de ese lugar paradisíaco en el que los visitantes cedían a la tentación de quedarse definitivamente”. Ese lugar es el de la pervivencia romántica del Edén, el cual está en nuestra Tierra, un lugar que cantaron los poetas y retrataron los pintores como promesa de comunión con la vida y la Naturaleza, contrario al abismo infernal, indolente, amnésico y terrorífico de los exánimes. Argullol nos propone en este libro hábilmente hilvanado una reflexión tan lúcida como actual acerca del infierno del conformismo, en el que no es posible concebir otra ruta alternativa. Acaso, para huir de él, sea aconsejable volver la mirada atrás.

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