martes, 6 de septiembre de 2016

LECTURA POSIBLE / 218

KHUSHWANT SINGH O EL DRAMA DE LA INDIA

“¿Qué pasa con los musulmanes?”, preguntó en 1972 el escritor y periodista de ascendencia sij Khushwant Singh al líder de la Rashtriya Swayamsevak Sangh (Organización Nacional Patriótica), formación que hasta esa fecha había desempeñado un papel relevante en la historia reciente de la India, y que, todavía hoy, sigue siendo un actor político de importancia en ese país. La RSS, acusada repetidamente de fascista en la India y fuera de ella, se ha presentado históricamente como un movimiento social heterogéneo al margen de los partidos, incluidos aquellos que en su momento, por una u otra vía, se alzaron contra el colonialismo británico. Aislada así del proceso de independencia, la RSS elaboró un programa nacionalista basado en la defensa de la religión y la cultura hindúes, pero al que no eran ajenas otras consideraciones de tipo racial ni una manifiesta hostilidad contra los musulmanes. La RSS, contraria desde su proclamación a la Constitución india, fue prohibida en diversas ocasiones, la primera de ellas en el Punjab en 1947; la segunda, al año siguiente, cuando algunos de sus dirigentes fueron detenidos como sospechosos de tomar parte en la conspiración que acabó con la vida de Mahatma Gandhi (acusación de la que todos ellos fueron absueltos); y por último en 1975 durante el estado de excepción que fue dictado por la primera ministra Indira Gandhi.

Madhav Sadashiv Golwalkar, dirigente histórico de la RSS, heredó su cargo del fundador de la organización, Keshav Baliram Hedgewar, en 1940, y lo ejerció ininterrumpidamente hasta su muerte en 1973. El testimonio del encuentro mantenido pocos meses antes de esa fecha con Khushwant Singh aparece recogido en el volumen Me, the Jokerman. Enthusiams, rants and obsessions, título que reúne cincuenta textos, algunos de ellos inéditos, y que ha sido publicado el mes pasado por Aleph Book, editorial radicada en Nueva Delhi. “Hay algunas personas”, escribe Singh, “contra las que se acumula malquerencia sin conocerlas. El gurú Golwalkar se halló durante mucho tiempo en uno de los primeros lugares de mi lista de odiados porque no podía olvidar el papel de la RSS en los disturbios comunales [durante la partición de la India], en el asesinato de Mahatma o en los intentos de convertir el Estado laico de la India en un Estado hindú”. Según la tradición nacional, cargada de ceremonias y fórmulas de respeto, el encuentro descrito por Singh comienza con una muestra de sometimiento: el periodista agnóstico se inclina para tocar los pies del gurú, pero éste rechaza el gesto e invita a aquél a sentarse. Singh inicia la entrevista aludiendo al carácter paramilitar de la RSS, un carácter que es negado por el gurú (“valoramos la disciplina, que es un asunto diferente”), a lo que el periodista replica llevando la conversación hacia el tema principal del encuentro: “Hay una cosa que me molesta de la RSS. Si me lo permite, voy a decírselo de una manera tan tajante como pueda. Es su actitud hacia las minorías, en particular los cristianos y los musulmanes”. “No tenemos nada en contra de los cristianos”, responde el gurú Golwalkar, “excepto su forma de ganar conversos. Cuando dan medicamentos a los enfermos o pan a los hambrientos, no deberían aprovecharse de ello para propagar su religión. Pero me alegro de que haya un movimiento para lograr que las iglesias indias sean autónomas e independientes de Roma”. A esto sucede un silencio, y acto seguido la pregunta cuya respuesta había ido a buscar el entrevistador: “¿Qué pasa con los musulmanes?”

En el verano de 1947, poco después de que se aprobara el llamado Plan Mountbatten en virtud del cual se efectuó la partición de la India, se estima que más de siete millones de musulmanes se trasladaron al nuevo Estado de Pakistán, mientras que una cantidad similar de hindúes y sijs abandonó el territorio de dicho Estado para asentarse en la India. La suma total de catorce millones y medio de desplazados se considera como la mayor de la historia de la humanidad, a lo que debe añadirse que tal migración tuvo lugar en un lapso de tiempo muy breve. Dos datos más que conviene tener en cuenta son que se trató de una doble migración en el mismo tiempo y lugar pero en sentido contrario, dándose la circunstancia de que el mayor número de desplazados utilizó la misma ruta, la del Punjab; y que a pesar de las promesas hechas por los gobiernos de uno y otro lado ninguno se hallaba en condiciones de hacer frente a una emigración/inmigración tan masiva. Con una violencia creciente por ambas partes, los trenes, en especial los que atravesaban el Punjab, se convirtieron en la única vía de escape para millones de personas atrapadas en el seno de una mayoría de signo contrario. Algunos de estos trenes iban a pasar a la historia como “los trenes del odio”, pues en ellos, a veces en marcha, y a veces cuando se hallaban detenidos en alguna estación de un lado u otro de la frontera, se produjeron algunas de las masacres más atroces de todo el período. Éste se saldó, según cálculos hechos sobre la base de censos posteriores, con una cantidad de entre doscientos mil y un millón de muertos.

Singh fue hasta su fallecimiento en 2014, a la edad de noventa y nueve años, uno de los mayores escritores de la India. Punjabí, estudió Derecho en Delhi y en el King’s College de Londres. Tras la independencia de su país, trabajó en el servicio de prensa indio en Toronto y en la UNESCO, fue periodista radiofónico y en la India fundó diversos semanarios y periódicos. Hoy su nombre está asociado a la inclemente mordacidad de su pluma, a la sátira y el humor, pero entre su amplísima producción (escribió más de cien libros) hay algunos que tienen como asunto la partición de su país y la tragedia humanitaria que la sucedió. En uno de ellos, Tren a Pakistán (Libros del Asteroide, 2011), el único de los suyos traducido al castellano, narró precisamente el episodio de uno de esos trenes del odio que recorrieron el Punjab en el verano de 1947.

La novela describe la apacible existencia de uno de esos pueblos del Punjab, Mano Majra, habitado a partes iguales por sijs y musulmanes y por una única familia hindú, la del prestamista Lala Ram Lal. El paso de los trenes por la estación, de los que muchos no se detienen, y después por un puente sobre el río Sutlej marca el ritmo de esta aldea que vive ajena a conflictos étnicos y religiosos, en la que hay una mezquita junto al templo sij y una lápida que todos veneran, una losa de piedra arenisca que constituye “la deidad local, el dios al que todos los aldeanos –hindúes, sijs, musulmanes o seudocristianos– se dirigen a escondidas cuando se ven especialmente necesitados de una bendición”. Muestra Singh el sentimiento de comunidad de los habitantes de la aldea, el cual prevalece sobre las diferencias religiosas, un sentimiento que, encarnado en uno de los personajes, se erigirá en protagonista al final de la narración, cuando los conflictos de la época alcancen también a esta aldea apartada. Aquí, sin embargo, la primera aparición de la violencia no tendrá un sentido étnico, sino que se producirá cuando unos bandidos asalten la casa del prestamista y asesinen a su dueño. A resultas de ello el juez local ordena arrestar a dos personajes que a él le resultan problemáticos por distintos motivos, pero de los que se sabe con certeza que son ajenos al crimen: el rudo analfabeto y delincuente habitual Juggut Singh y el forastero Iqbal, joven educado en Europa que ha sido enviado a la región por su partido a fin de divulgar los ideales revolucionarios. Cuando el odio llegue a la aldea para masacrar a los musulmanes que van a ser evacuados en un tren, como represalia por una matanza anterior ocurrida en Pakistán, ambos estarán libres por orden del juez y uno de ellos se convertirá en héroe y de inmediato en mártir.

Este duro y hermoso libro trata de la identidad, o más bien de las distintas identidades que construyen una comunidad, de las cuales, para su buena salud,  habría de sobresalir una, la cual es electiva y acaba salvando a la comunidad misma de amenazas internas y sobre todo externas, y sin la que los individuos estarían desvalidos, expuestos a otras construcciones identitarias tan postizas como incontrolables: ellas convierten en culpable a un inocente por la sola razón de que éste luzca alguna identidad en común con un criminal. De paso, el autor nos informa de su escepticismo acerca de las ideas y los portadores de las mismas que, provenientes de tierras extrañas, como también es extraño el colonialismo, pretenden inútilmente poner remedio a éste y a sus consecuencias. Mediante el retrato de unos pocos personajes, el libro muestra la convivencia de un pequeño grupo humano a cuya organización social no entorpecen sus diferencias, pero sin ignorar tampoco su fragilidad en tiempos de crisis, cuando la violencia del entorno reclama del individuo que se identifique y se señale. Por último, la novela es un fiel testimonio de hechos históricos que todavía hoy están lejos de haberse resuelto y que periódicamente sacuden a esa comunidad multiétnica que es la India.

Cuando nuestro autor entrevistó al dirigente de la RSS había seis millones de musulmanes en la India, de los cuales, al igual que ocurre con los que la habitan ahora, cabría esperar una lealtad dual que, como reconoció a Singh el gurú Golwalkar, “tiene raíces históricas de las que los hindúes son tan responsables como ellos, pero también deriva de un sentimiento de inseguridad que les ha hecho sufrir desde la partición. En cualquier caso, no se puede hacer a toda la comunidad responsable de los errores de unos pocos”. Y el gurú Golwalkar, en total contradicción con lo que su entrevistador esperaba escuchar, concluye: “El tiempo es un buen sanador. Soy optimista y creo que el hinduismo y el Islam aprenderán a vivir el uno con el otro. De hecho, yo diría que la única política correcta hacia los musulmanes es ganar su lealtad por el amor”.

Singh, quien en sus momentos de mayor pesimismo había juzgado imposible la convivencia pacífica entre las religiones de su país, anotó estas palabras con recelo y duda, pero también con esperanza. Al despedirse, Golwalkar volvió a impedir que le tocara los pies, y ambos acordaron volver a verse en Nagpur, encuentro que ya no sería posible a causa de la muerte del gurú. La historia, que como es su costumbre ha seguido su curso desde entonces, ha vuelto a otorgar actualidad a esta conversación ya lejana en el tiempo, y sin embargo tan próxima a nosotros, una conversación de la que tal vez podría aprenderse algo, como también de este autor poco conocido en Europa, gran bebedor de whisky escocés y hombre sin religión, que dejó en sus páginas abundantes huellas del mundo en el que vivió y de sus contemporáneos, huellas contradictorias y volubles como lo es sólo la naturaleza humana.

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