martes, 8 de diciembre de 2015

DISPARATES / 144

LA GUERRA, VISTA POR OTTO DIX

En 1915 Otto Dix pintó un cuadro al que puso por título Autorretrato en forma de diana. En él aparece el pintor de frente, con su uniforme de suboficial y con el inmóvil hieratismo de los maniquíes que se emplean para el adiestramiento de los fusileros y de la artillería. Por entonces se encontraba en Dresde y llevaba un año en la guerra, “porque necesitaba presenciarlo todo con mis propios ojos, porque tengo que presenciar en persona todos los abismos insondables de la vida”. Asignado a una unidad de ametralladoras, Dix hizo la guerra en el frente occidental, participó en la Batalla del Somme y después fue destinado a Rusia y finalmente a Flandes, donde fue herido en el cuello y recibió la Cruz de Hierro. Más tarde representó su experiencia bélica en multitud de obras, en particular en un portafolio de cincuenta grabados que tituló Der Krieg (La Guerra) y que se publicó en 1924. El contenido de dicho portafolio, acompañado de textos de diversos autores y bajo la dirección de Hervé François, ha sido reunido ahora por la editorial Gallimard.

Sólo tres años antes del inicio de la guerra Dix había escrito que “ya hace mucho tiempo que me he dado cuenta de que en realidad no encajo nada, lo que se dice nada, en las artes decorativas. Respeto demasiado la Naturaleza”. Palabras éstas que encierran un desafío dirigido a su primer maestro, el pintor academicista y decorativo Carl Senff, quien auguró a su pupilo que nunca pasaría de ser un “embadurnador”. Senff fue representante de un tipo de pintura burguesa que era fruto de la prosperidad de esta clase social en los inicios del siglo XX. Si este arte complaciente ya fue subvertido en un primer momento por Gustav Klimt, quien asignó un nuevo significado a lo decorativo, lo que viene a decirnos Dix es que la naturaleza es otra cosa. Lo mostrado por el arte de la época, pretendidamente fiel a la realidad en sus retratos, en sus bodegones y paisajes, no era más que una tramposa idealización, pura marrullería técnica destinada a poner la creación artística al servicio del gusto dominante. De manera curiosa, el camino hacia su propio lenguaje estético lo encontraría Dix al entrar en contacto con la obra de los pintores renacentistas, a través de los cuales se iniciaría en las vanguardias, primero en el cubismo y el futurismo, y más tarde en ese ámbito difuso que fue el dadá.

Dix fue pintor y a la vez reportero, y supo plasmar en cada uno de sus cuadros, incluidos sus retratos de doctores, periodistas, gentes del teatro y bailarinas, la visión que tenía de su tiempo. Fue cronista de la vida callejera, de los tugurios donde empezaba a introducirse el jazz, de los burdeles y, no podía ser de otro modo, de esa Gran Guerra que vino a convertirse en el escenario de otra naturaleza generalmente invisibilizada. En tiempos en que no existía la televisión y el cine se hallaba en sus inicios, y hallándose los reporteros fotográficos sometidos a la disciplina de la censura militar, lo que de la guerra podía llegar a los hogares burgueses eran imágenes de desfiles triunfales, del adiestramiento de palomas mensajeras o de los altruistas servicios prestados por las señoritas de buena cuna enroladas en la Cruz Roja. Sin olvidar el amplio muestrario de artefactos modernos creados para despedazar y aniquilar al enemigo, pues no debe olvidarse el papel de los grandes conflictos armados en el desarrollo tecnológico, ni la forma propagandística en que debían mostrarse las innovaciones técnicas suministradas por la guerra industrial. En sustitución de todo ello, Dix iba a exhibir en toda su crudeza, como ya hizo Goya un siglo antes, los desastres de la guerra.

El mismo año en que Dix pintaba su Autorretrato en forma de diana, otro pintor alemán, uno de los fundadores de Die Brücke, se pintó a sí mismo con idéntico uniforme de artillero pero con la mano derecha amputada, carente todavía de muñón, segada limpiamente. Ernst Ludwig Kirchner parecía haber entendido ya que su uniforme y su participación en la guerra iban en su caso a cortar por lo sano la mayor parte de sus aptitudes para la expresión artística. Superviviente también, aunque mutilado del espíritu, su pintura nunca volvería a ser lo que fue. No sucedió así con Dix, a quien la guerra enseñó lo que debía decir y cómo decirlo.

En una entrevista concedida décadas más tarde, Dix explicó que “la guerra es algo embrutecedor: hambre, piojos, fangos, esos ruidos enloquecedores. Todo es distinto. Mirando cuadros más antiguos, he tenido la impresión de que falta por exponer una parte de la realidad: lo repulsivo. La guerra fue una cosa repulsiva y, pese a todo, imponente. No podía perdérmela. Hay que haber visto a los hombres en ese estado para saber algo sobre ellos”. En 1915 pinta Autorretrato como Marte y Soldado moribundo, cuadros de los que parecen a punto de rebosar los ruidos, los fluidos y las vísceras de la guerra. Todavía en 1923 su obra La trinchera causó un escándalo y la náusea del crítico Julius Meier-Graefe, de cuyas observaciones tomaron nota los por entonces desconocidos promotores del nacional-socialismo para definir lo que unos años más tarde llamarían “arte degenerado”. Y entre 1929 y 1932 Dix pinta su tríptico La guerra, concebido como respuesta al olvido en que cayeron los sufrimientos de la Gran Guerra y al renacido culto al héroe que tuvo lugar en la República de Weimar, destinado a allanar el camino al nuevo militarismo nacionalista. El tríptico pudo exponerse sólo una vez, en la berlinesa Academia de Artes Prusiana, siendo Dix profesor en Dresde. Dos años después los nazis prohibieron la exposición de sus obras, y Dix, destituido de su puesto, se trasladó con su familia a orillas del lago Constanza. Allí, en el exilio interior, pintaría cuadros inofensivos –paisajes románticos, escenas bíblicas y retratos de encargo– entre los que colaría en 1936 una nueva imagen bélica, Flandes, que dedicó al escritor francés Henri Barbusse.

En medio, en 1924, había publicado los cincuenta grabados de Der Krieg. La aparición de este nuevo alegato contra el militarismo coincidió con la del libro del anarquista Ernst Friedrich Guerra a la guerra, del que se vendieron millones de ejemplares y que reunía numerosas fotografías tomadas por los propios soldados durante la conflagración y tras ella, y en las que además de las imágenes del frente se exhibían las de las monstruosas metamorfosis experimentadas a causa de las heridas recibidas, en algunas de las cuales se inspiró Dix. Las técnicas del aguafuerte y la aguatinta ya las había ensayado previamente en los inicios de los años veinte, habiendo realizado entre otros un autorretrato y un retrato del director de orquesta Otto Klemperer. En esta colección, sin embargo, empleó un método novedoso, consistente en el uso de barniz de asfalto para corroer la plancha, consiguiendo con ello crear el efecto de una imagen deteriorada, como si ésta fuera un documento en descomposición, arrasado, como los hombres, por la propia guerra. A ello unió en ocasiones la utilización de la punta seca para dar más precisión a los detalles. La mayoría de estos grabados nos muestra un campo yermo, cubierto de cráteres y trincheras en los que se aprecia a veces el tronco astillado de un árbol o un caballo destripado y patas arriba. Entre y alrededor de ellos, en primer plano, reptan seres uniformados de apariencia animalesca sobre esqueletos que surgen de los terrones de tierra. Excepcionalmente asistimos a la experiencia directa de la guerra y de sus consecuencias, en forma de ciudad bombardeada, de casa destruida o de madre arrodillada que llora ante su hijo muerto. El conjunto remite a Los últimos días de la humanidad, el libro que acerca también de la Gran Guerra escribió Karl Kraus y que se publicó dos años antes.

Los grabados de Dix son algo más que memoria e ilustración de la Gran Guerra. Son de hecho testimonio de la ruptura que experimentó Alemania al término de la misma, la cual dividió a los alemanes de Weimar entre una retaguardia que sufrió a su manera el conflicto bélico, y que reaccionó a éste mediante el pacifismo y la revolución, y la ideología que traían de vuelta los soldados que sobrevivieron a los frentes. Como anunció Kraus, eran estos los que traían a casa el huevo de la serpiente, en forma de militarismo exacerbado, de mitos sobre la “traición de la retaguardia” y la “puñalada en la espalda”, toda una cultura de la violencia, del honor, de la jerarquía, de la sangre y del mando que tardó poco en levantarse contra la joven república, la cual trataba de erigirse sobre otros valores. Vista así, esta colección de grabados debió servir entonces, y nos sirve a nosotros, de advertencia acerca de las ideas emanadas del horror de los conflictos bélicos.

Der Krieg apareció en una tirada de setenta ejemplares, algunos de los cuales, como gran parte del resto de la obra de Dix, fueron confiscados o destruidos años más tarde por las autoridades nazis. Caídos en el olvido, debieron pasar décadas hasta que estos grabados pudieron exponerse de nuevo, habiendo sido ahora reunidos en forma de libro por el historiador Gert Krumeich y por Frédérique Goerig-Hergott, conservadora del Museo Unterlinden de Colmar. La edición se basa en el ejemplar de Der Krieg conservado en el Museo de la Gran Guerra de Péronne, uno de los pocos que ha llegado completo hasta nosotros, siendo coordinador de los textos que acompañan a los grabados Hervé François, director del mismo. A ellos corresponde el mérito de que pueda divulgarse este actual y contundente documento de la realidad de la guerra.


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