martes, 19 de febrero de 2013

LECTURA POSIBLE / 89


EL PALACIO DE LAS MOSCAS, DE WALTER KAPPACHER

En el trío final de El caballero de la rosa la Mariscala sale de escena al comprender que está de más, que su tiempo ha pasado, y que Octavian y Sophie deben amarse, pues “los jóvenes son así”. Hugo von Hofmannsthal, el libretista, había escrito casi diez años antes, en plena juventud, su Carta de Lord Chandos, en la que un hombre de letras se despedía para siempre de la escritura porque “las palabras abstractas que usa la lengua de modo natural para sacar a la luz cualquier tipo de juicio se me deshacían en la boca como hongos podridos”. En ambas obras el autor se anticipó a su futuro, y de ese futuro de un Hofmannsthal de cincuenta años trata esta novela, El palacio de las moscas, que se publicó en Austria en 2009 y que ha editado entre nosotros Pre-Textos.

Su autor, Walter Kappacher, nació en Salzburgo en 1938. Allí inició su carrera como mecánico de motos, y, al contrario que Hofmannsthal, se dedicó tardíamente a la literatura, habiendo recibido, ya en este siglo, los premios más importantes en lengua alemana, el Lenz y el Büchner. Además de la novela que comentamos, de su extensa obra sólo se ha traducido al castellano Selina o la otra vida (Adriana Hidalgo Editora, 2011).

El libro contiene un pasaje que sirve de ilustración del carácter y de las dotes creativas del joven Hofmannsthal, y que también ilustra lo conseguido por Kappacher en su obra. El protagonista recuerda cómo ya a sus dieciocho años escribió la pieza en verso La muerte de Tiziano, que, mostrada a su padre, a éste le conmovió a la vez que le resultó inquietante. ¿De dónde sacaba esas cosas? “Su padre”, dice el narrador, “no había comprendido cómo él había sido capaz de internarse en los pensamientos y la sensibilidad de un pintor anciano”. La misma pregunta, de dónde saca esas cosas, es la que podemos hacernos tras la lectura de este relato en el que Kappacher consigue introducirnos plenamente en la conciencia del maduro Hofmannsthal, y esto sin duda porque posee un profundo conocimiento de la vida y la obra de éste, pero también porque gran parte de las dudas y de las reminiscencias que aquí nos muestra el autor a través de su personaje son las propias de todo escritor, en especial del que por los motivos que sean, sin duda no deseados, no escribe.

Para seguir la trama del libro, una trama interior, autorreflexiva, ya que carece de grandes acontecimientos, hay que comprender por difícil que nos resulte que Hofmannsthal era ya un autor totalmente consagrado, sujeto de una admiración unánime por parte de los círculos literarios en lengua alemana, en la época en que preparaba su examen final de bachillerato, cuando ya tenía a sus espaldas una notable obra lírica, que más tarde abandonaría para consagrarse al teatro. ¿Quién podía imaginar que este joven talento iba a quedarse sin palabras? Pues bien, él mismo lo hizo, como manifestó en la mencionada Carta de Lord Chandos que escribió a la edad de veintiséis años. De esa búsqueda de la palabra, y también de la situación de la vida de un escritor y de un hombre que han llegado al ocaso trata este libro en cuyas condensadas ciento y pico páginas su autor nos muestra uno de los retratos psicológicos más logrados de los últimos años.

El argumento es sencillo. Hofmannsthal, en el verano de 1924, pasa unos días en el Grandhotel (antes Hotel Weilguni) de Bad Fusch, “aldea de curas climáticas” en los Alpes austríacos. Un lugar bien conocido por el protagonista, ya que hace tiempo en él solía pasar su familia algunas semanas cada verano, en especial porque el aire y el clima resultaban favorables para la delicada salud de su madre. Hofmannsthal ha viajado a Bad Fusch solo, pues tiene la idea de adelantar la obra que está escribiendo y en la que no consigue concentrarse, por lo que dedicará la mayor parte de su tiempo a pasear, a huir de la gente (porque con el tiempo se ha vuelto huraño) y a contestar la correspondencia. Un día, en medio de uno de sus paseos, sufre un desmayo, y es auxiliado por el doctor Krakauer, que se encuentra en Bad Fusch como acompañante de una pintoresca dama, una baronesa que, además del doctor, lleva en su séquito a su sobrina, la joven Elisabeth, que es cantante de ópera. El doctor y Elisabeth albergan planes de una vida en común, pero sus relaciones se ven dificultadas por el carácter aprensivo de la baronesa.

Hofmannsthal no puede evitar hacer comparaciones entre la gente y el lugar como eran antes, cuando venía a pasar los veranos con sus padres, y como son ahora. Sucede que entre una época y otra ha habido una guerra mundial, el Imperio Austro-Húngaro ha caído, y él mismo, que fue el escritor que en cierto modo encarnó dicho imperio, parece haber sido olvidado. Inútilmente, en efecto, pide al conserje del hotel que no mencione su apellido a fin de mantener el anonimato, y, con excepción de sus encuentros con el doctor Krakauer, que ha pasado algunos años en Estados Unidos y ahora se presta a leer alguno de sus libros, su voluntario aislamiento apenas se ve amenazado. Solamente por medio de la correspondencia, y de los periódicos que encuentra, si tiene suerte, en el salón del hotel, mantiene un ligero contacto con el mundo exterior. Así conocemos sus pensamientos acerca de amigos como Carl Jacob Burckhardt, Arthur Schnitzler, Robert Walser, Max Reinhardt y el joven Walter Benjamin. En cambio, se abstiene de participar en las conversaciones del balneario, ya que cada vez “soportaba menos la palabrería, la conversación de salón, el parloteo, pero también las monsergas de la llamada gente culta”. Por eso mismo buscará la compañía del doctor Krakauer, con quien sin embargo, a causa de las obligaciones de éste para con su baronesa, podrá mantener sólo un par de conversaciones, más breves de lo que quisiera. Esto, y el hecho de que no avance con su obra, le hacen pensar a menudo en abandonar el lugar para reunirse con su esposa, Gerdy.

Son tiempos difíciles para Austria a causa de la devaluación de la moneda, la escasez de alimentos, la falta de vivienda y el desempleo. Uno de los periódicos que alcanza a hojear en el salón trae la noticia de que se ha conmutado la pena de prisión a un tal Adolf Hitler, el cual hace años intentaba vender sus pinturas en las tabernas de Munich, otro hombre producto de la Gran Guerra y la disolución del imperio, como los lisiados que con sus prótesis veranean en Bad Fusch. De los siniestros pensamientos que despierta en Hofmannsthal esa “época tardía, sin alma”, sólo le ayudan a salir los libros de Henry James y de Joseph Conrad, la noticia de cuya muerte también trae esos días el periódico.

“Hay momentos en la vida, señor doctor, que son como hitos, instantes en que vemos con claridad que nada volverá a ser como fue”, escribe al doctor Krakauer. “Se sabe que, a partir de ahí, la vida estará dividida en dos tramos: el tiempo antes y el tiempo después. Confío en que pronto podamos dialogar sobre ello. Es como si de repente uno franqueara un umbral y entrara en un espacio todavía fantasmal, y entonces sólo queda un último umbral que traspasar…” Un último umbral que Hofmannsthal traspasaría en 1929, víctima de un infarto sólo dos días después del suicidio de uno de sus hijos.

El palacio de las moscas es una obra escrita con un rigor raro en nuestros días. A través de ella podemos acceder a un personaje y a una época tan estimulante desde la perspectiva de la literatura y el arte como difícil en lo político, una época de la que somos hijos y en cuya crisis podemos advertir semejanzas con la que hoy vivimos. E inserto en ella se encuentra este Hofmannsthal alejado de sus amigos y del mundo y que no ha podido sobreponerse al desmembramiento del imperio, “que significaba para él la disolución de todo lo existente”. Su parálisis creativa, así, no es sólo signo de su crisis personal, sino también del fin de aquel mundo de ayer al que se refirió Stefan Zweig en sus memorias. En medio de esa conciencia en descomposición, y a la vez todavía brillante, queda la nostalgia de los tiempos que se prestaban con facilidad a la creación literaria, de “la seguridad de sonámbulo de los años tempranos”, esa adolescencia lírica que la mayoría de los hombres abandona al hacerse adulto. A esa añoranza, que es de sí mismo y de la vida, se refiere Hofmannsthal cuando escribe: “Mi propio mundo interior se extiende ante mí como ese bosquecillo, como el mundo mismo: cual terreno vedado…”, un terreno que invita a explorar esta excelente novela.

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