martes, 29 de noviembre de 2016

DISPARATES / 159

EDWARD ALBEE: ¿QUIÉN TEME A VIRGINIA WOOLF?

Desde el 15 de este mes existe en Sheridan Square, en Nueva York, una placa conmemorativa dedicada a la Circle Repertory Company, que estuvo en activo entre 1969 y 1996 y que fue, además de una escuela de talentos de la que salieron algunas estrellas de Hollywood, uno de los centros principales de la renovación del teatro americano. Como homenaje a otro de esos renovadores, Edward Albee, se celebrará el próximo martes un acto en el August Wilson Theatre, en la esquina de la calle 245 Oeste con la calle 52. Albee, autor de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, y uno de los mayores dramaturgos estadounidenses del siglo pasado, escribió más de una treintena de obras para la escena, recibió en tres ocasiones el Premio Pulitzer y en dos el Tony, y falleció el pasado septiembre a la edad de ochenta y ocho años.

Sin nombre ni apellido, nuestro autor nació en Washington en 1928, y con dos semanas de vida fue entregado en adopción a Reed A. Albee, que lo llevó al pueblo de Larchmont, al noreste de Nueva York. Su padre adoptivo era a su vez hijo del empresario de vodevil Edward Franklin Albee, hombre de éxito y déspota creador de un sindicato de artistas que Groucho Marx comparó con la Gestapo, y que dejó a su muerte una considerable fortuna. Su nieto adoptivo, destinado a convertirse en el futuro en continuador de los negocios y las estrategias empresariales del abuelo, resultó ser un rebelde que en pocos años consiguió ser expulsado de la escuela secundaria y de una academia militar, y más tarde también del Trinity College, en Hartford, por ausentarse de las clases y por su negativa a asistir a los actos religiosos. A causa de las perennes discordias con sus padres adoptivos nuestro autor pasaba más tiempo con la familia de Delphine Weissinger, joven con la que se comprometió brevemente, compromiso frustrado por la marcha de ella a Inglaterra. Por fin, Edward Albee se fugó de casa y se instaló en Manhattan, en el Greenwich Village. “Ni ellos sabían ser padres ni yo tampoco sabía ser hijo”, declaró mucho más tarde en una entrevista. Curiosamente, este deplorable alumno iba a ser con el tiempo profesor de la Universidad de Houston, donde impartió cursos de escritura teatral.

En Greenwich Village, Albee desempeñó diversos trabajos y escribió su primera obra dramática, The Zoo Story, a la que enseguida sucedieron The death of Bessy Smith y The Sandbox. Su consagración, sin embargo, llegaría en 1962 con el estreno de Who’s afraid of Virginia Woolf?, obra que estuvo en cartel casi dos años en el Billy Rose Theatre, y sobre todo con la versión cinematográfica de la misma, que, dirigida por Mike Nichols, protagonizaron cuatro años después Elizabeth Taylor y Richard Burton. A ella seguirían A delicate balance, una adaptación musical de Desayuno en Tiffany’s, y, ya en nuestro siglo, The goat or Who is Sylvia? Homosexual que se percató de su condición ya a los doce años, Albee mantuvo una relación con el dramaturgo y guionista Terrence McNally, y más tarde con el escultor Jonathan Thomas. El primero de ellos, en un discurso a la League of American Theatres and Producers, hizo una declaración que sin duda suscribió nuestro autor: “Creo que el teatro nos enseña qué somos, lo que es nuestra sociedad y hacia dónde vamos. No creo que el teatro pueda resolver los problemas de la sociedad, pero sí es capaz de proporcionar un foro para las ideas y los sentimientos que pueden llevarla a sanar y a transformarse a sí misma”.

A la cruda exposición de los conflictos, en el seno de nuestro mundo moderno, que son propios de un ámbito privado, el del matrimonio, está dedicada ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra que como es sabido supuso una conmoción en Broadway y en el teatro americano. Con cerca de tres horas de duración, este drama negro e intimista describe la crisis de un matrimonio de mediana edad, el formado por Martha y George, a través de las inquinas, las humillaciones y los desengaños acumulados a lo largo de veinte años, los cuales estallan una noche ante los ojos del espectador y los de una joven e inocente pareja que ha sido invitada a cenar. Dividida en tres actos, su título alude a la célebre canción de Disney ¿Quién teme al lobo feroz?, transmutada aquí en atención al estatus social de los cultivados protagonistas, una hija de un rector universitario y un profesor.

El primer acto, titulado Diversión y juegos, nos muestra a los personajes principales recibiendo en su casa a la joven pareja formada por Nick (también profesor) y Honey. Mientras corre el alcohol, Martha y George se enredan en una trifulca verbal que escandaliza a los jóvenes, que tímidamente hacen intención de largarse. Las diferencias de origen y de nivel económico hacen su aparición cuando Martha relata a los jóvenes un episodio en el que avergonzó a su marido ante su padre, escena que se resuelve con un disparo efectuado por George con una escopeta de juguete. El acto concluye con Honey corriendo al baño al borde del vómito.

El segundo acto se titula Noche de Walpurgis, en alusión satírica a su equivalente en el Fausto de Goethe. La asamblea de brujas a la que asistimos ahora, sin embargo, está presidida por las amargas querellas matrimoniales de los protagonistas y el alcohol. Ambos hombres se encuentran en el exterior de la casa, dedicados en principio a hablar pacíficamente de sus respectivas esposas. Según Nick, resulta que la suya padece un embarazo psicológico, a lo que George replica con un relato de juventud, cuando uno de sus compañeros de clase disparó accidentalmente a su madre, causándole la muerte. El mismo compañero de clase mató el verano siguiente a su padre, también accidentalmente, quedando a continuación sin habla. Llegados a la cuestión de concebir o no concebir hijos, los dos hombres terminan por discutir e insultarse. Después vuelven al interior para reunirse con las mujeres. Tras un baile erótico de la pareja protagonista, Martha cuenta el tortuoso argumento de una novela que escribió su marido –la historia de un niño que asesinó a sus padres–, novela que no se publicó porque así lo ordenó su propio padre, a lo que sigue una reacción violenta de George. Tras calmarse los ánimos, éste hace blanco de sus sátiras a la pobre Honey, que por segunda vez corre a vomitar al baño. El desenlace de este acto ofrece dos versiones: en la primera, Martha se insinúa a Nick, y ante su perplejo marido ella y el joven suben las escaleras en dirección al dormitorio. Hasta 2005, Honey volvía porque creía haber oído el timbre de la puerta, encontrando solo a George, momento que éste aprovechaba para informarle de que su hijo imaginario había muerto. En la “edición definitiva”, sin embargo, el acto concluye antes del regreso de Honey.

El exorcismo es el título del tercer acto. En su inicio, Martha aparece sola, gritando a los demás y recibiendo luego a Nick. George aparece con un ramo de flores y gritando las palabras “flores para los muertos”, invocando así una escena de Un tranvía llamado deseo. A continuación Martha y George se unen para insultar a Nick, recriminándole que poco antes, en el piso superior, no hubiera podido tener relaciones sexuales con ella porque estaba demasiado borracho. A esto sigue un enigmático episodio –un nuevo juego– en el que George anima a su esposa a hablar de su hijo común. Ella “recita” momentos de la crianza de su hijo, del que alaba su belleza y talento, mientras George, por su parte, lee versos del Libera me de la misa de difuntos, y finalmente Martha le acusa de haber arruinado su vida. Pero todavía entonces George le informa de que esa tarde un mensajero de Western Union había traído un telegrama según el cual su hijo acababa de matarse. Horrorizados y compadecidos, los jóvenes se marchan. Devueltos a su soledad, George canta con voz queda: “¿Quién teme a Virginia Woolf?”, y ella le responde: “Yo, George, yo”.

Existen varias lecturas posibles del texto de Albee, siendo tres de ellas, como se ha ocupado de señalar la crítica, la confrontación entre realidad y fantasía, invocada ésta última por los protagonistas para hacer más soportable aquélla; el juego de imágenes reflejadas en el que los protagonistas se ven a sí mismos de jóvenes, todavía ingenuos y optimistas, a través de Nick y Honey; y por último la implacable crítica dirigida aquí contra la familia convencional americana, cuya feliz fachada ocultaba ya por entonces un campo de ruinas. Otras lecturas más complejas remitirían al psicoanálisis, a los trastornos de la conciencia y a la propia historia de la gran nación americana. El lobo feroz del cuento no es sino el miedo a vivir la vida sin falsas ilusiones, ni autoengaños ni juegos, un miedo universal que flota en el ambiente de toda la obra y que seguramente explica su éxito más allá de Estados Unidos. A dicho éxito contribuye también el clasicismo de esta pieza sobriamente respetuosa con la unidad de espacio y tiempo, y ello a pesar de los dos nefastos intermedios con que se representa a veces, siguiendo la pauta de la producción que se estrenó en Broadway. Dicha producción contó con intérpretes reconocidos como Uta Hagen, en el papel de Martha, y Arthur Hill como George. En 1963 la compañía Columbia lanzó al mercado una grabación de la obra en cuatro discos de larga duración, habiéndose publicado la edición en disco compacto hace ahora dos años.

¿Quién teme a Virginia Woolf? se estrenó en España en 1966, en el madrileño Teatro Goya. De aquella producción dirigida por José Osuna e interpretada por Mari Carrillo y Enrique Diosdado se dijo en ABC que “la osadía del autor puede parecer derrotista, cuando es la osadía de un valiente; puede parecer inmoral, cuando es un puro gemido amoroso; puede parecer destructiva, cuando es, o quiere ser, una grave y triunfal operación quirúrgica”. Y el mismo crítico, Enrique Llovet, tras emparentar la obra con el teatro del absurdo y encarecer los méritos de la actriz protagonista –“tierna, patética, terrible e infantil” –, añadió que la obra era “de las más angustiosas, más polémicas, más agrias, pero también más hermosas del actual teatro”.

El mismo año del estreno madrileño llegó a las pantallas la adaptación cinematográfica, que, aún más que la teatral en Broadway, iba a conmover a la industria de Hollywood. El lenguaje del film, considerado como “indecente”, acarreó a los productores no pocos problemas con la censura, la cual, en una lectura previa, eliminó gran parte de sus diálogos. En contra de la costumbre habitual en esos años, el director Mike Nichols se negó a rodar tomas alternativas con textos que resultaran aceptables para la censura, poniendo a ésta en la situación de tener que prohibir la película en su totalidad. A resultas de ello, la versión para el cine de ¿Quién teme a Virginia Woolf?, junto a Blow-Up, la película de Michelangelo Antonioni que se estrenó ese año, fueron las primeras que se distribuyeron mediante un nuevo sistema de calificación –que aún perdura– ideado por la Motion Picture Association of America, tras abolir el viejo código de producción de Will H. Hays.

La compañía citada al principio, la Circle Rep, para la que nunca escribió Edward Albee, y en la que se formaron actores como William Hurt, Christopher Reeve, John Malkovich y Demi Moore, fue solo uno de los efectos de esta nueva dramaturgia americana de la que participó nuestro autor, quien acertó a incorporar al expresionismo de Eugene O’Neill y al realismo de Arthur Miller el impulso de nuevas corrientes europeas que al otro lado del océano crearon un teatro pero también un público, y una fisura crítica por la que se iban a introducir las vanguardias y los experimentos de los años sesenta y setenta, un período de bulliciosa creatividad sin el que sería imposible entender aquel teatro y el nuestro.

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