martes, 10 de mayo de 2016

DISPARATES / 154

NUESTRO MAL VIENE DE MÁS LEJOS, DE ALAIN BADIOU

Un diario español, El confidencial, informaba recientemente de unos encuentros de negocios que tuvieron lugar en Madrid, en los que el ex presidente del gobierno Felipe González y el empresario hispano-iraní Massoud Zandi, junto a ministros de los gobiernos de Chad y Sudán del Sur, ultimaron el acuerdo de explotación de unos yacimientos minerales, de una extensión similar a la de Grecia, por medio de Star Petroleum, empresa domiciliada en Luxemburgo, y dueña de sociedades offshore en Samoa y Seychelles, de la que es accionista el presidente del grupo PRISA Juan Luis Cebrián.

Igualmente hace unos días El Diario publicó un artículo del periodista Moha Gerehou en el que, bajo el título de Los cuatro agujeros de corrupción en los negocios del petróleo, el gas y la minería, se daba un repaso al informe que la OCDE ha publicado a principios de este año al respecto de las prácticas ilegales más comunes en el lucrativo sector de la industria extractiva, en especial en África, Oriente Medio, Latinoamérica y Asia. Se citaba allí el caso de la activista indígena Berta Cáceres, quien tras enfrentarse a la voracidad de las empresas transnacionales y ser objeto por ello de todo tipo de presiones y amenazas, acabó siendo asesinada en su casa el pasado marzo.

Y también en estos días han circulado por las redes sociales las impresiones reunidas en su blog por un intrépido viajero tras su visita a Indonesia, unas impresiones relativas al desastre medioambiental que periódicamente, y con una magnitud que va en aumento, se produce en torno al aceite de palma, uno de los bienes de consumo más presentes en nuestra vida cotidiana y a la vez de los más destructivos. A causa de la proliferación de cultivos de palmeras, en los últimos diez años Indonesia ha perdido una superficie forestal equivalente a la mitad de Inglaterra, superficie que ha sido arrebatada a la selva y a otros cultivos tras ser arrasada por el fuego, lo que ha provocado entre otros daños la muerte de decenas de personas.

A propósito de esto último, pero también de los asuntos aludidos más arriba, la reacción habitual entre nosotros suele ser de perplejidad e impotencia, máxime cuando los medios de comunicación convencionales no informan de ello. Sabemos, sin embargo, que si ocurren tales cosas es porque generan beneficios, los cuales tienen su destino en algún paraíso fiscal, donde se mezclan con otros beneficios obtenidos de la trata de blancas, del tráfico de armas y del negocio de las drogas. ¿Qué tiene que pasar en África, y en el mundo, para que unos millonarios españoles se hagan discretamente con el control de miles de hectáreas que son parte del territorio de dos Estados soberanos? ¿Cómo nos explicamos a nosotros mismos que una mujer indígena haya sido asesinada en Honduras por oponerse a las prácticas de unas multinacionales que se anuncian en nuestras televisiones, cuyos productos compramos, que quizá patrocinan los grandes eventos deportivos y que hasta sufragan cátedras en nuestras universidades? ¿Y cómo entender que haya países enteros en Asia que se encuentran ahora mismo bajo una nube de humo tóxico causada por incendios de los que se sabe con certeza que han sido provocados, y por quién? Nunca antes, como en estos inicios del siglo XXI, los hombres corrientes tuvieron menos control, y menos conocimiento, del mundo en el que viven. Ese control y ese conocimiento recibían en el pensamiento de la Ilustración el nombre de “cultura”. Que la ausencia de ésta conviva con la creencia generalizada de que el nuestro es un mundo mayormente “democrático” que se caracteriza además por la masiva, rápida y libre circulación de la información es una trágica ironía que desafía al pensamiento racional.

Ese pensamiento ha sido puesto a prueba numerosas veces en las últimas décadas. El siglo XX llegó a su fin con la guerra de Yugoslavia y el genocidio de Ruanda, acontecimientos que tuvieron en común el hecho de que eran incomprensibles, el de que no se podían pensar, y a los que siguieron, ya en el XXI, los atentados de las Torres Gemelas, las guerras en Afganistán, Irak, Libia y Siria, la aparición del Estado Islámico, las continuas muertes de inmigrantes en el Mediterráneo y la emergencia humanitaria de los refugiados.

Dice el filósofo Alain Badiou que algo debe hacerse, y que el tiempo apremia. Hijo de un militante de la Resistencia francesa y de una profesora de literatura, Badiou nació en Rabat en 1937. Estudió en la prestigiosa École Normale Supérieure, de la que ahora es profesor emérito, y es autor de obras como El ser y el acontecimiento, publicada en 1988, y de la que fue su continuación, Lógicas de los mundos, que apareció en 2006. Badiou es también novelista y dramaturgo, y durante muchos años codirigió junto a Barbara Cassin la colección “L’ordre philosophique” de Éditions du Seuil, a la que después sucedería la colección “Ouvertures” en la editorial Fayard. Ésta última publicó el breve texto de una conferencia pronunciada por Badiou en noviembre del año pasado, en el Théâtre de la Commune de Aubervilliers, acerca de los ataques terroristas que tuvieron lugar en París y en el suburbio de Saint-Denis el 13 de ese mismo mes. Con el título de Nuestro mal viene de más lejos, ha sido publicado en castellano por Clave Intelectual.

El libro se inicia con el reconocimiento del carácter inevitable que en la reacción a dichos ataques terroristas desempeña el afecto, la reacción sensible. Pero como afirma Badiou, el “traumatismo, el sentimiento de una excepción intolerable al régimen de la vida corriente, de una irrupción insoportable de la muerte” provocado por tales hechos no deja de tener sus riesgos, cuya enumeración prefigura el método del que se servirá el autor. Así, en un camino de ida y vuelta, Badiou irá “de la generalidad de la situación del mundo al acontecimiento que nos importa, y luego otra vez a la situación del mundo tal como la habremos esclarecido”. La descripción de este procedimiento no es irrelevante, ya que a Badiou le basta para mostrarnos en algo menos de cien páginas una visión tan lúcida como desasosegante del estado de cosas en nuestro tiempo.

Según Badiou, los riesgos que se desprenden del acto de detenerse meramente en una reacción afectiva ante los crímenes resultan ser no sólo inmovilizadores, sino también contraproducentes, y en gran medida han sido ya calculados por los terroristas. Esta dominación exclusiva del traumatismo y del afecto sirve ante todo para poner al Estado en primer plano, autorizándole “a tomar medidas inútiles e inaceptables en su propio provecho”, además de para reforzar las pulsiones identitarias y para anular no sólo la razón política, sino también la razón propiamente dicha, haciendo posible que el deseo legítimo de justicia sea reemplazado por el de venganza. Como se ha sugerido, esta abolición de la razón es uno de los objetivos de los terroristas, cuyo plan incluye el “obtener un efecto desmesurado, ocupar la escena interminablemente de manera anárquica y violenta, y crear en el entorno de las víctimas una pasión tal que ya no se pueda, a la larga, distinguir entre aquellos que iniciaron el crimen y aquellos que lo sufrieron”. Paralelamente el Estado recobra de manera momentánea una función de representación simbólica, como garante de la unidad de la nación, por ejemplo, de donde se deduce una lógica perversa según la cual una masacre en territorio francés no puede sino reforzar el sentimiento nacional, “como si el traumatismo remitiera automáticamente a una identidad”, y como si algo parecido a una identidad francesa, unívoca, clara y evidente, estuviera determinada de antemano en la Francia de hoy. La equiparación que infaliblemente se hace de las víctimas con “Francia” y “los franceses” implica un segundo olvido: el de que acontecimientos semejantes ocurren a diario en otros lugares del mundo en el que las víctimas no están dotadas de identidades privilegiadas equivalentes, lo que permite una equiparación más amplia entre “Humanidad” y “Occidente” y a su vez una división abismal entre “bárbaros” y “civilizados”. A fin de prevenir estos riesgos, afirma Badiou, “hay que lograr pensar lo que ocurrió”, para lo que es preciso partir de un principio: “Nada de lo que hacen los hombres es ininteligible. No hay que dejar nada en el registro de lo impensable”.

Decir “no comprendo”, “no comprenderé nunca”, es siempre una derrota, afirma Badiou, para quien este fenómeno de nuestro tiempo que es el terrorismo debe entenderse como una perturbadora afloración de la época. Pero, ¿queremos entender la época en la que vivimos?

El triunfo del capitalismo mundializado al que asistimos desde hace treinta años es primero, “de manera muy visible, el retorno de una suerte de energía primitiva del capitalismo”. El nombre que se le da de neoliberalismo es más que discutible, ya que se trata, de hecho, de “la reaparición de la eficacia recobrada de la ideología constitutiva del capitalismo desde siempre, a saber, el liberalismo”. Es este viejo liberalismo de finales del siglo XVIII, que fue formulado en Inglaterra, el que ha reclamado siempre el debilitamiento de los Estados en tanto que entidades jurídicas y reguladoras. Este proceso que en Europa se manifiesta hoy en forma de recortes y de supresión de derechos, así como de transferencia de poder a entidades y a grandes construcciones transnacionales, se manifiesta en los territorios del sur, donde se encuentran la mayor parte de los recursos, de otra forma. Las nuevas prácticas imperiales de allá empezaron con las privatizaciones que tuvieron lugar aquí, las cuales facilitaron la aparición de monstruos transnacionales de una naturaleza por completo diferente. Con la mundialización y la concentración, el capital no sólo ha triunfado, sino que además “se ha liberado de la soberanía de los Estados y ha desarraigado la idea de otro camino posible”.

En los últimos cuarenta años Francia ha intervenido militarmente en África en cincuenta ocasiones. “Se puede decir”, afirma Badiou, “que Francia estuvo en un estado de movilización militar casi crónico para mantener su coto privado africano”. Así, a propósito de la última intervención militar en Mali, un periódico pudo decir con toda ingenuidad que la misma había sido un éxito, ya que había logrado “proteger los intereses de Occidente”. Esos intereses van desde el petróleo, el uranio, el coltán, el gas, los diamantes, las maderas preciosas, el oro y el aluminio hasta el aceite de palma. Ya no son los Estados metropolitanos los que se apropian de estos recursos, sino las multinacionales, que han debido tomar a su cargo “la tarea penosa de constituir Estados bajo tutela, o mejor aún, la de destruir los Estados sin más”. A este proceso de destrucción de los Estados, ya muy avanzado en Afganistán, en Oriente Medio y en África, Badiou lo llama “zonificación” y lo describe así: “Propuse decir que el imperialismo que fabricaba pseudopaíses recortados de cualquier manera podía ser sustituido por zonas infraestatales que son, en realidad, zonas de saqueo no estatizadas. En esas zonas habrá que intervenir militarmente de vez en cuando, sin duda, pero sin tener que ocuparse de veras de la gestión de los Estados coloniales, ni tampoco tener que mantener en el lugar, por medio de la corrupción, a toda una camarilla de cómplices locales”.

Hablando honestamente, los efectos que la desaparición de los Estados tiene sobre las poblaciones autóctonas son para nosotros inimaginables. Sin embargo, algo de ello podemos intuir por la desesperada obstinación de los movimientos migratorios. En la actualidad el 1% de la población mundial posee el 46% de los recursos disponibles, o dicho de otro modo: el 10% de la población mundial posee el 86% de los recursos. El 40% de la población, que se corresponde con nuestra clase media, se reparte como puede el 14%. La mitad de la población no posee nada. Esta proporción es más o menos la misma que los historiadores han atribuido al Antiguo Régimen. Dicho reparto de la riqueza supone hoy que en el mundo malviven dos mil millones de adultos que no tienen acceso ni al trabajo ni al consumo, y que por tanto no existen, o que no deberían existir. El capitalismo, según el lenguaje de Marx, no es capaz de valorizar toda la fuerza de trabajo disponible, y es en el territorio que habitan estos desposeídos donde se está produciendo, a ritmo acelerado, la “zonificación”. Ello explica, a juicio de Badiou, “que zonas enteras estén entregadas a un gansterismo político de tipo fascista” en el que predomina el bandidaje. Esta nueva especie de bandidos medievales colorea a veces sus acciones con un lenguaje y una simbología tomados de la religión, y en especial, en los territorios de los que se trata, del Islam. Es el caso del Estado Islámico, que más allá de su aparente envoltorio no es más que una próspera multinacional dedicada al saqueo y a la exportación de petróleo. Los cautivos y cautivas que forman parte de estas poblaciones son espectadores cotidianos del lujo y la opulencia de Occidente, el cual suscita en ellos un deseo que no les está permitido satisfacer y que a veces deviene en una forma de subjetividad nihilista en la que, anota Badiou, se mezclan el anhelo “de revancha y de destrucción, el de partida y el de imitación alienada”. Y un fenómeno semejante es el que se aprecia en nuestros propios países, a cuyos inmigrantes, una vez importados, se les querría ahora exportar.

No existe hoy una política emancipatoria disociada del capitalismo, afirma Bardiou, pero “no son la juventud fascista, el bandidaje y la religión los responsables de esa ausencia”, sino a la inversa. Para salir del atolladero, nuestro autor propone “un pensamiento nuevo que, en política, sólo nace en alianzas inesperadas, en alianzas improbables, en encuentros igualitarios”. Hay un proletariado nómada con el que es preciso encontrarse para comprobar y celebrar nuestras identidades y nuestras diferencias, y una juventud que llegada al borde del mundo se pregunta qué le ofrece ese mundo. De la realidad de éste trata el libro de Bardiou, un libro que no es apto para quienes han elegido vivir con los ojos cerrados.

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