domingo, 1 de abril de 2012

DISPARATES / 38


BLANCO WHITE Y EL IMPERIO ESPAÑOL

Hace poco terminó el año en que se conmemoraba el Bicentenario de la independencia en muchos países de América Latina, celebración que en España, dejando a un lado un par de actos folclóricos, ha pasado sin pena ni gloria. De hecho, si nuestras únicas fuentes de noticias fuesen los medios de comunicación nacionales, apenas nos habríamos enterado de tal celebración, la cual sin duda se ha visto reforzada en el contexto de profundos cambios que vive el continente. Resulta llamativo, incluso para quienes estamos sobradamente familiarizados con el carácter español, comprobar de nuevo esa obsesión tan nuestra por ignorar, ocultar, y, llegado el caso, negar sin más ni más la realidad de la que procedemos. Comparativamente, Inglaterra, que también poseyó un gigantesco imperio, muestra una actitud más saludable hacia su propia Historia. ¿A quién no le suena, incluso entre nosotros, La carga de la Brigada Ligera, el poema patriótico de Tennyson? “Media legua, media legua, / Media legua más allá, / En el valle de la Muerte, / Cabalgaron los seiscientos.” Como todo imperio, el suyo también cometió atrocidades, lo que nadie niega, y en sus actos hubo sin duda mezquindad, lo mismo que generosidad y heroísmo, de todo lo cual nos han puesto al corriente los mismos ingleses por medio de la literatura y el cine. ¿Por qué no así los españoles?

En lo que se refiere al proceso de independencia de las colonias americanas, nuestros libros de texto no son muy diferentes de los que se adoptaron en los años cuarenta del siglo pasado, inmediatamente después de la victoria franquista, sin que ninguna oficina ministerial y ningún sindicato de profesores, por no hablar de las asociaciones de padres, hayan no ya puesto el grito en el cielo, sino ni siquiera pedido una revisión. La enseñanza universitaria no va mucho mejor, y, hablando con suavidad, puede afirmarse que la parte que corresponde a nuestra investigación académica en este campo no es más que testimonial. Por si fuera poco, la actual moda de la novela histórica no ha afectado a este período, y se diría que nuestros prolíficos autores de mamotretos históricos, todos ellos en busca del bestseller del año, huyen del asunto de la independencia americana como de la peste. Por otro lado, entre los grandes fastos del Bicentenario en América Latina (celebrados sin representación del reino de España), se han editado numerosos libros que hacían falta y que conforman una bibliografía que ya es considerable.

No es extraño, pues, que muy pocos entre nosotros puedan decir algo sensato acerca de Simón Bolívar, José de San Martín o Francisco de Miranda (que por cierto está enterrado en una fosa común en Cádiz, donde murió prisionero de Fernando VII). Estos hombres combatieron no sólo a la metrópolis opresora, sino también a la Inquisición y al tráfico de esclavos. Además de libertadores, fueron liberales, razón suficiente para que se les unieran algunos liberales españoles y para que todos ellos, en la España integrista y embrutecida de la época, fueran pintados como enemigos de la patria, ingratos y herejes. Parece ser que esa es la idea que en el siglo XXI tenemos todavía de ellos.

El exilio en el que pasó gran parte de su vida José María Blanco White, y en el que vive todavía su obra, ilustra desdichadamente todo lo anterior. Este gran desconocido para el lector español fue uno de los autores españoles más importantes de su época, y ello no sólo por la sorprendente lucidez de su obra (que escribió en inglés), sino también por el lugar intelectual que ocupó y que le permitió codearse con los sectores más avanzados del Romanticismo europeo y americano.

Blanco White nació en Sevilla en 1775, hijo de un próspero comerciante de ascendencia irlandesa. Muy pronto se interesó por el estudio de las humanidades y por la literatura, pero, destinado por su padre a hacerse cargo del negocio familiar, optó como tantos otros por el único oficio que le permitiría desplegar sin estorbos sus inquietudes intelectuales: el sacerdocio. En esos años funda junto a Alberto Lista la Academia de Letras Humanas de Sevilla y en Madrid, donde se había instalado, frecuenta la tertulia de Manuel José Quintana. Para entonces había sufrido ya una profunda crisis de fe, lo que no impidió que le nombraran canónigo de la catedral de su ciudad. Ante los acontecimientos de 1808, Blanco decide regresar a Sevilla, donde sabe que sus ideas liberales le harán merecer el repudio de la conservadora sociedad hispalense. En efecto, por sus artículos en el Semanario Patriótico es declarado de inmediato persona non grata. En enero de 1810 se traslada a Cádiz, y dos meses después se exilia a Inglaterra, de donde nunca volvería.

En Londres funda la revista El Español, escribe sus Letters from Spain por consejo de Thomas Campbell y toma contacto con otros exiliados que desde Londres están contribuyendo a extender las ideas democráticas en América Latina: Francisco de Miranda y el humanista (y maestro de Simón Bolívar) Andrés Bello. Muy pronto El Español se convierte en portavoz en Europa del levantamiento anticolonial, por lo que es prohibido en España. En su libro Blanco White. El Español y la independencia de Hispanoamérica (Taurus, 2010), Juan Goytisolo enumera algunos de los epítetos que la prensa y el gobierno de España dedicaron al exiliado Blanco: “expatriado atrabiliario”, “monstruo”, “corruptor de la moral pública”, “venal y traidor”, “perro desleal”, “español desnaturalizado”, “pluma sanguinaria y atrevida”, “anglo-criollo”, “infame e indigno español”… Y el ínclito Menéndez Pelayo, refiriéndose a Variedades o El Mensajero de Londres, otra de las publicaciones que dirigió Blanco, escribió: “Del patriotismo de los editores júzguese por este dato: empieza con la biografía y el retrato de Simón Bolívar. Allí es donde Blanco se declaró clérigo inmoral y enemigo fervoroso del cristianismo, allí donde afirmó que España es incurable y que se avergonzaba de escribir en castellano, porque nuestra lengua había llevado consigo la superstición y esclavitud religiosa dondequiera que había ido. Allí, por último, llamó agradable noticia a la batalla de Ayacucho”.

Implacable y unánime condena, pues, la que pronunció su patria contra el director de El Español, este pionero de nuestro exilio y modelo que debieron seguir no pocos exiliados posteriores. Y es que El Español, como bien dice Goytisolo en la obra citada, “fue un eficaz instrumento de propaganda, no sólo de las ideas políticas de la Enciclopedia (a menudo para criticarlas) sino también de la corriente liberal inglesa, del pensamiento de los padres fundadores de la Constitución Federal estadounidense y de los defensores a ultranza de la libertad religiosa contra el poder opresor de la Iglesia católica, cuya causa abanderó Blanco White a lo largo de su vida”. Razones todas ellas más que suficientes para que la obra y el pensamiento de Blanco hayan permanecido en el limbo hasta no hace mucho. Un limbo del que es de esperar que salgan tras la publicación de sus obras completas, ambicioso empeño que en estos años está realizando la editorial Almed bajo la dirección de Jerónimo Páez y Antonio Garnica.

América Latina sigue conquistando hoy su independencia, ardua tarea que no ha podido completarse en doscientos años, cuyo futuro está erizado de dificultades y que sin embargo nunca se había vislumbrado tan posible como ahora. Estados que han vivido de espaldas, divididos y hasta enemistados artificiosamente por obra y gracia de las sucesivas potencias coloniales, vuelven ahora a mirarse y a descubrir sus semejanzas, así como las enormes riquezas que todavía atesoran, y que ya no deberían ser explotadas en beneficio ajeno. Riquezas entre las que la menor no es la étnica, como por fin empieza a reconocerse, lo que permitirá en el futuro una verdadera integración de minorías hasta hace poco excluidas: afrodescendientes e indígenas. Esta América Latina se perfila como una potencia económica y diplomática con presencia en el Consejo de Seguridad de la ONU, lo que forzosamente hará reconsiderar a las autoridades de este lado del Océano su actitud, sus formas y el fondo de sus relaciones, empezando por esa risible farsa anual que es la Cumbre Iberoamericana. Sería deseable, en interés propio, que España supiera participar de los nuevos vientos que soplan en América, y que fuera capaz, pese a la desinformación a la que ya estamos acostumbrados, de mostrar hacia aquellas naciones, y sus pueblos, el respeto que ahora exigen y que no hemos sabido manifestarles desde hace quinientos años.

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