martes, 4 de octubre de 2016

LECTURA POSIBLE / 221

ASTRONAUTAS, DE STANISŁAW LEM

A inicios de nuestro siglo XXI, décadas después de la caída del capitalismo, el descubrimiento en Siberia de un mensaje llegado de las estrellas pone en conocimiento de los científicos el proyecto ideado en alguna parte de nuestro sistema solar de la destrucción de la Tierra. A fin de obtener más información sobre los seres que han concebido semejante propósito se emprende una expedición a Venus, para la que se emplea una nave, el Cosmocrátor, a bordo de la cual viajan un selecto grupo de científicos y un piloto de avión. Ellos serán protagonistas de una epopeya científica y comunista, pero también de una aventura que servirá a los humanos para advertirnos del riesgo de una guerra atómica y, de paso, para que un escritor polaco debute en el género en el que poco después será reconocido como maestro: la novela de anticipación.

En el prólogo a la reedición de este libro que se había publicado originalmente en 1951, su autor, Stanisław Lem, nos cuenta que cuando lo redactó el conocimiento que existía del espacio exterior y de los viajes espaciales era escaso, y que la palabra misma que le da título constituía un raro neologismo que algunos de sus primeros lectores confundieron con la palabra, mucho más familiar, de “argonautas”. Eran los primeros años de la postguerra mundial y en la memoria de los supervivientes estaba fresca la imagen de las ciudades arrasadas, y en especial la de los efectos que en Hiroshima y Nagasaki había provocado la novísima tecnología atómica. Por entonces Lem había escrito ya una primera novela, El hombre de Marte, que se publicó por entregas en una revista polaca, así como diversos relatos referidos a las innovaciones en la carrera armamentista que se habían ensayado en la última contienda, producto de los avances científicos. Títulos como El hombre de Hiroshima, La ciudad atómica y V sobre Londres son testimonio de esa primeriza atención prestada por Lem al candente asunto de los servicios prestados por la ciencia al militarismo y al incremento de la capacidad de destrucción de la especie humana. Si estos temas no iban a abandonar del todo la futura producción de nuestro autor, los relatos escritos hasta entonces por el mismo presentaban en cambio sólo un carácter divulgativo, y la novela mencionada, pese a su temática marciana, constituía más bien un relato fantástico que no hacía presagiar nada de lo que vendría después en el campo de la ciencia ficción.

A finales de los años cuarenta Lem se hallaba enfrascado en la redacción de una novela, El hospital de la transfiguración, que le estaba dando no pocos quebraderos de cabeza. Y no porque le faltaran ideas, pues como dijo más tarde en una entrevista entonces escribía “como si cantara un pajarito” y con la frescura de “una adolescente enamorada”, sino porque el contenido del libro, el cual se desarrollaba en un hospital psiquiátrico apartado del mundo, chocaba frontalmente con los principios del entonces vigente realismo socialista. En otro lugar recordó Lem aquellos días en los que cogía el autobús para presentarse en la recién fundada editorial Książka i Wiedza de Varsovia, donde aquel autor desconocido que aún no había cumplido la treintena tuvo que escuchar habitualmente las reprimendas que le dirigían los editores, alarmados por el carácter pesimista y “contrarrevolucionario” de su obra. Lem hizo en ella todos los cambios, cortes y adiciones que le señalaron, lo que no impidió que fuera a quedar olvidada en un cajón, de donde sólo pudo salir para ir a la imprenta en 1956. A diferencia de El hombre de Marte, que como reconoció Lem fue escrita únicamente a fin de paliar las penurias económicas por las que atravesaba, El hospital de la transfiguración era ya, o intentaba serlo, una obra personal, si bien no madura, en la que el autor quiso por primera vez dar forma narrativa a sus preocupaciones acerca de la naturaleza y el futuro de los hombres. De hecho, este libro casi juvenil que bien podría considerarse novela de guerra en el que se muestra el drama del individuo como ser desgarrado, existencialmente dividido entre mente y cuerpo, enfermo del alma cuyo instinto ético se enfrenta con rigor al nihilismo creciente en la cultura europea, viene a ser un claro adelanto de toda la obra posterior de Lem, que si ciertamente iba a desenvolverse en otro escenario no dejaría de buscar respuesta a los anhelos morales del ser humano. Pero fue precisamente entonces, mientras nuestro autor trataba de salvar su novela del dogmatismo de los editores, cuando por un camino inesperado su interés se orientó hacia un viaje interplanetario que habría de llevarle rápidamente hasta el misterioso Venus.

Un día, hallándose en la Casa de los Escritores que el gobierno polaco había abierto en Zakopane, en los Montes Tatra, nuestro autor se encontró con Jerzy Pański, director de la radio y presidente de la editorial Czytelnik, quien a la vista de algunos de los textos que ya había escrito Lem le sugirió la conveniencia de ponerse manos a la obra en la creación de una novela de ciencia ficción polaca. Habiendo renunciado por entonces a culminar sus estudios de Medicina, y andando necesitado de recursos, le tomó la palabra, y poco después se puso a escribir la novela Astronautas, primera incursión de Lem en la ciencia ficción. Contra todo pronóstico, el libro tuvo un gran éxito, y acabó por decidir el futuro literario de su autor.

Resuelto esta vez a no tropezar con los editores, Lem concibió entonces un mundo comunista del que se había erradicado felizmente toda forma de economía y de cultura burguesas. Los jóvenes estudian con perplejidad en los libros de Historia ese oscuro período capitalista en el que el hombre era un lobo para el hombre, y se sorprenden de que no haya existido desde siempre ese régimen de fraternidad universal en el que ellos han nacido. Lem dejó caer aquí y allá algunas frases sentenciosas acerca del destino comunista de la humanidad; dio al cerebro electrónico de la nave interplanetaria el nombre de MÁRAX, que es la abreviatura de “Machina Rationatrix” pero que evoca también el apellido del autor de El Capital; y se ocupó de subrayar que los nuevos tiempos lo eran ante todo de paz y de desarrollo científico, el cual, en la línea de los colosales proyectos soviéticos, tenía previsto por ejemplo irrigar el desierto del Sahara con agua del Mediterráneo. Se abstuvo en cambio de dedicar florituras al Partido, de cuyos dirigentes y funcionarios no hay ni rastro en la novela, y en su lugar esbozó una sociedad de abnegados técnicos y científicos entregados con pasión a su oficio y en general al ideal de la época, que no es otro que el conocimiento. Algunos de estos científicos iban a ser los verdaderos protagonistas de la aventura espacial narrada en Astronautas.

Sin embargo, el inicio del libro, hasta casi su mitad, adolece del tono didáctico y del estilo encorsetado que ya fueron propios de los relatos divulgativos del autor, rémora a la que hoy tenemos que añadir que la información científica allí expuesta ha sido superada y en no poca medida refutada ampliamente. El conocimiento popular que hoy se tiene de ciencias como la astrofísica es, en efecto, causa de que el lector medio se sonroje ante algunas de las afirmaciones hechas por el narrador, cosa de la que Lem se cuidaría en el resto de su obra. Esta es la razón de que Astronautas no contara con el aprecio del Lem maduro, quien sólo accedió a su reedición, y ello con un prólogo que servía de advertencia al lector, en 1972. Cierto es que esa primera mitad del libro, como la totalidad de El hombre de Marte, se inscribe de lleno en lo que el propio autor llamó “cementerio de ilegibilidad general”, pero no es menos cierto que en la segunda el autor deja a un lado la divulgación científica, o hace un uso más comedido de ella, para entregarse por completo al relato de la aventura de los protagonistas. Resulta posible incluso precisar las páginas en las que Lem se libera para empezar a encontrar la forma, la voz propia, que prevalecería en su obra: son aquéllas en las que el piloto de la nave espacial hace su primer vuelo de reconocimiento sobre la superficie venusiana. En última instancia, puede afirmarse que la comprensión de la aventura es facilitada por la árida primera parte, la cual, con respecto a aquélla, vendría a hacer la función de una introducción.

El resultado es menos estrambótico de lo que cabría suponer, y tiene la virtud de incorporar en el relato una ligereza y una ingenuidad que remiten directamente a la atmósfera entre científica y fantástica de los Viajes extraordinarios de Julio Verne. El hecho es que el lector embarcado en este Cosmocrátor no puede abandonar la lectura, en gran parte a causa de la fantasía y vivacidad con que se describe la superficie de Venus, con sus paisajes totalmente inventados pero a la vez verosímiles; con los singulares fenómenos atmosféricos y los signos dejados allí por una civilización de inteligencia superior; a lo que se añade naturalmente la intriga motivada por las verdaderas intenciones de ésta, cosa que como tiene que ser sólo se aclara en las últimas páginas y no es asunto de esta reseña.

Las páginas en las que se cuentan las andanzas de los astronautas están escritas con verdadero pulso narrativo, y es en la libertad de la imaginación en que las creó donde Lem se descubrió a sí mismo como autor de novelas de ciencia ficción. El instrumento del que se sirve para, literalmente, hacer volar su historia es un personaje, el cual es ya enteramente un anticipo de los héroes que poblarán sus novelas maduras. Y para facilitar el acceso del lector al drama que sucederá el guía elegido no es uno de los científicos del Cosmocrátor, sino el piloto que forma parte de su tripulación y cuyos reducidos conocimientos en las diversas ciencias que deben manejarse para la exploración de Venus hacen de él un héroe siempre temerario, pero al que también siempre es preciso, como al lector, explicárselo todo. Este personaje es Hannibal Smith, el cual tiene la singularidad, en una tripulación formada mayormente por europeos a la que se añaden un chino y un indio (todos hombres, por cierto), de ser americano y negro. Este último detalle da pie a Lem para lanzar un dardo al racismo americano, pero también para dotar a Smith de una historia personal y de una psicología, una humanidad, en resumen, que tendrá difícil alcanzar algún grado de intimidad con el resto de los miembros de la expedición, todos ellos muy sesudos y muy concentrados en su trabajo, con una sola excepción: la del ruso Piotr Arseniev, cuya severidad científica no le impide añorar a la esposa que ha dejado en la Tierra.

Estos personajes, que son plenamente de la estirpe de los que más adelante encontraremos en Diarios de las estrellas y en Solaris, nos introducen en un universo plagado de misterios que no son otra cosa sino reflejos del propio misterio humano, expuestos en el caso de Lem con una imaginación ilimitada para mostrarnos la relación entre los hombres, la ética y la tecnología, así como los límites de la civilización, la responsabilidad que en la evolución de ésta tiene la ciencia y la disparidad de las formas de vida, a veces irreconocibles como tales superficialmente. Y sobre todo, quizá, para ilustrar esa ansia de conocimiento que posee el hombre y que nos hace aventurarnos más allá de nosotros mismos en busca del Otro.

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