martes, 31 de julio de 2012

LECTURA POSIBLE / 69


SCHNITZLER, ENTRE CUENTOS Y VERDADES

La señorita Bertha Lehmann era una alemana del norte que se había trasladado a Viena junto a su humildísima familia, de la que eran parte una actriz secundaria, un figurante y hasta un poeta. No parece que la propia Bertha pisara alguna vez las tablas de un escenario, pero sí es seguro que, en su calidad de institutriz de los hijos de uno de los médicos más famosos de Austria, inculcó en al menos uno de ellos el amor por las letras y el teatro. “Ella”, nos cuenta su pupilo, “fue la que me instó a gastar la mayor parte de mi asignación en esos libritos amarillos de la entonces recién fundada Biblioteca Universal Reclam”. Así, el muchacho descubrió Los bandidos, La doncella de Orleans, La novia de Messina y Emilia Galotti. En una ocasión la institutriz se hizo acompañar por el pupilo en una visita a su novio, teniente de infantería, escena en la que, como aquél escribió mucho más tarde, “me rozó el aire de suburbio vienés, el ambiente de obra de teatro popular vienés, cautivándome de inmediato sin yo darme cuenta”. La vida no fue generosa con Bertha, cuyo teniente, ya casados, tuvo que pasar a una vida civil a la que nunca se adaptó, cayendo en primer lugar él, y luego también ella, en el alcohol y la miseria. Muchos años después, convertido el joven pupilo en el escritor más importante de la época en lengua alemana, la anciana Bertha, ya viuda, seguía enviando a Arthur Schnitzler sus pequeños bordados y sus cartas.

Por esas fechas, el jovencito Schnitzler fue llevado por su padre a una representación del Fausto de Gounod. En el tercer acto, en medio del drama en que se desarrolla la obra, Fausto y Mefisto se retiran tras un arbusto del jardín que decora la escena, y, “desde allí, envían un claro saludo hacia nuestro palco, haciendo señas con la mano e inclinándose para, a continuación, salir al centro del escenario e incorporarse a la representación”. A lo que añade: “De ningún modo tuve la sensación de haber sido arrancado de una ilusión de forma dolorosa; más bien sentía que se había abierto ante mí un mundo de emocionantes estímulos, disfraces, bromas alegres y amargas, en una palabra: un mundo de máscaras sobre cuya naturaleza irreal en ningún momento cabía error”. Este episodio, que como la historia de Bertha nos ha sido transmitido por la autobiografía que Schnitzler escribió entre 1915 y 1920, nos ilustra acerca del modo en que el autor, de la infancia a la madurez, contempló el fenómeno de la creación literaria y la ficción: no como una realidad sublime o ideal cuya lógica pudiera romperse al irrumpir en ella lo cotidiano, sino como un espacio que, sin dejar de ser una continuación de esto último, concedía al autor una libertad prohibida en el mundo por las convenciones sociales, libertad que el autor podía usar para hacer un comentario a veces tierno, a veces grotesco e incluso cruel de la realidad de la vida.

Esta moderna concepción del arte, no ajena al famoso distanciamiento que Brecht concebiría unas décadas más tarde, se la debe Schnitzler a experiencias ya vividas en la infancia y en particular a la estrecha familiaridad que en esos años tuvo con el mundo del teatro y con sus gentes. Y es que no es en balde para una mentalidad infantil el departir amigablemente con los actores, a los que Schnitzler trataba a diario en calidad de hijo del mayor laringólogo de Viena. Para él no había ruptura entre realidad y escena, siendo éste el lugar en el que los hombres juegan a ser otra cosa, aunque en todo momento no sean sino encarnación de sí mismos. Consideración que es válida para el teatro de Schnitzler no menos, dicho sea de paso, que para su obra narrativa.

Schnitzler, que fue el maestro venerado de toda una generación de escritores europeos, y sin el que no existiría, por ejemplo, la obra de Stefan Zweig, había fallecido ya cuando los nazis se hicieron con el poder, lo que no impidió a estos ponerle a la cabeza de la lista de los escritores “degenerados” cuyos libros no merecían otro destino que el fuego. En cierto modo fue “el Mahler de las letras”, y así como las composiciones de éste debieron esperar varias décadas hasta que obtuvieron el reconocimiento que merecían, también la obra de Schnitzler cayó en el olvido más absoluto (en nuestro caso un olvido de casi un siglo) hasta que no hace mucho ha vuelto a ser apreciada. A esta recuperación ha contribuido de manera notable la editorial Acantilado, a la que se debe la edición en castellano de gran parte de su obra narrativa. Hoy ya la nómina de libros de Schnitzler disponibles entre nosotros empieza a ser respetable, y de ellos los publicados más recientemente son En busca de horizontes, El regreso de Casanova y Relato soñado.

En busca de horizontes, de 1908, es tal vez la novela más ambiciosa, y una de las pocas que merece tal nombre, de este autor que ejerció su maestría en el relato y la novela corta. El libro tiene una voluntad testimonial, casi periodística, y constituye un extraordinario retrato de la sociedad vienesa de principios de siglo. Su protagonista, Georg, es un joven que se halla a las puertas de su ingreso en la vida, lo que otorga a su peripecia un tono de “novela de formación”, por mucho que la narración abarque sólo un período de dos años. Los horizontes a los que se refiere el título no son sólo los de Georg, sino también los de su hijo todavía no nacido, cuya gestación ocupa gran parte de la novela y a quien en el momento en que ésta fue escrita sólo podía augurársele un porvenir más que incierto, lo que la ulterior historia de Centroeuropa confirmaría trágicamente. Es la novela del fin de un mundo que aquí es descrito con detalle, el de la Viena finisecular, y por el que transitan numerosos personajes secundarios que componen un completo cuadro social. La edición que comentamos va precedida por una muy útil introducción de quien es además su traductor, Miguel Ángel Vega.

Schnitzler fue pionero en la exploración literaria de lo que podríamos llamar la parte oscura, o secreta, de la psicología humana. No es extraño, pues, que fuese de los primeros autores de ficción que se aventuró en el universo freudiano, un universo que se desveló paralelamente a la obra de Schnitzler y al que éste prestó una atención continuada. Mostrar ese mundo en términos narrativos exigía adentrarse en temas que la sociedad de la época consideraba escandalosos y que ocultaba hipócritamente, pero también puso a nuestro autor en la situación de tener que urdir nuevos procedimientos narrativos que permitieran domiciliar al lector en la plena subjetividad, y más aún: en el subconsciente, de los personajes. Así, Schnitzler hizo un amplio uso del monólogo interior mucho antes de que Virginia Woolf soñara siquiera con empezar a escribir. La novela mencionada más arriba es un buen ejemplo de lo anterior, como también lo es El regreso de Casanova, una de las obras maestras de Schnitzler en el género de la novela corta.

El regreso de Casanova fue escrita en 1917, y debió de ser una de las narraciones de Schnitzler que más disfrutó su amigo Freud. En ella el libertino y conquistador se nos aparece a las puertas de la vejez, ya cansado y deseoso de ser admitido en su natal Venecia, de cuyas cárceles se evadió hace años. Los datos que maneja el autor son reales y están tomados de los documentos que se conservan de la vida de Casanova, pero el episodio que nos narra es enteramente una ficción. Pues sucede que el burlador tropieza con una joven de gran belleza que le hace evocar sus andanzas de juventud y considerar las privaciones de su edad actual. En principio el ya más que maduro Casanova no alberga ningún plan de seducción hacia la joven, pero esto cambiará cuando ella se le aparezca como una competidora feroz en el plano intelectual. Marcolina es en efecto una erudita además de una belleza, por lo que viene a ser algo así como el ideal femenino que Casanova cree haber buscado durante toda su vida. Que el ideal hecho carne se le aparezca ahora es una humillación y una afrenta del destino que el cincuentón, convertido en enemigo a muerte de la juventud, no puede tolerar, por lo que de inmediato decide acosar y someter a la joven a cualquier precio. El relato contiene una de las mejores y más atrevidas descripciones psicológicas de toda la obra de Schnitzler, la cual constituye una profunda reflexión de carácter filosófico acerca de la vejez.

Relato soñado es una de las últimas narraciones de Schnitzler, escrita en 1925, y otra de sus obras maestras en el género de la novela corta. En apariencia, el relato nos presenta algunas escenas del deterioro de un matrimonio. Y digo en apariencia porque el asunto va mucho más allá, lo que torna aún más admirable este relato de apenas cien páginas construido todo él en torno a los sucesos reales o imaginarios acontecidos en una noche de carnaval. Sus protagonistas, Fridolin y Albertine, mantienen un inocente diálogo en el que se confiesan mutuamente lo cerca que han estado de la infidelidad la noche anterior. A partir de ahí, Fridolin inicia una aventura nocturna que le conducirá a cierta mansión desconocida en la que tiene lugar una orgía. Los excesos sexuales de ésta tienen su contrapunto en la fantasía de Albertine, sin que llegue a saberse qué parte de estos acontecimientos narrados es real y qué parte es producto de una ensoñación provocada por el deseo. La mañana traerá, de nuevo, una aparente normalidad, aunque queda en los personajes y en el lector la duda de si es posible soñar impunemente, o como dice Schnitzler: “La realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda”. Pero a la vez: “Ningún sueño… es totalmente un sueño”. Esta obra lírica y perturbadora fascinó a Stanley Kubrick, quien a su muerte dejó inacabada su versión cinematográfica, Eyes wide shut (1999), que se estrenó póstumamente.

Schnitzler fue médico y su exterior vida burguesa no dejó ver los desórdenes que se producían en el interior. Porque la obra de Schnitzler es toda ella producto de ese lado oscuro, proscrito por la sociedad, que es acaso la verdad más íntima del ser humano. Sus libros están llenos de pasiones, de irracionalidad, de sexo y de muerte, de lo que son buena muestra Apuesta al amanecer o La señorita Else, pero también de ironía y humor, los cuales son más perceptibles quizá en sus relatos, en especial en el último que escribió, Yo, que figura en la antología El destino del barón von Leisenbohg. Su radical modernidad, de la que ya participó en su calidad de miembro de la Jung Wien (Joven Viena), junto a Hofmannsthal y Karl Kraus, reside en el hecho de que supo ver como nadie esa vulnerabilidad a la que el hombre se enfrenta cotidianamente y que consiste en la pérdida de todo soporte y referencia, pérdida que subyace en la súbita anulación de las inhibiciones que nos impone la cultura. Es por ello nuestro contemporáneo y algo más: nuestro cronista.

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