martes, 6 de noviembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 78


DOS AÑOS AL PIE DEL MÁSTIL, DE RICHARD HENRY DANA. UN AUTORRETRATO DE LA VIDA EN EL MAR

Se cumplen ahora doscientos años del inicio de la guerra anglo-americana o segunda Guerra de Independencia, uno de esos conflictos olvidados que sin llamar la atención han contribuido a dibujar el mapamundi de hoy. La guerra de 1812-1815 elevó la consideración internacional que se tenía de aquel joven país americano al que Inglaterra, a regañadientes, tuvo que aceptar como socio, a cuya expansión hacia el Oeste del continente no podía ponerse ya ningún obstáculo (esto en perjuicio de los indios que poblaban aquel territorio), y que a resultas de ello pasó a ser una pujante potencia marítima a la que se abrieron las puertas del comercio, especialmente con la entonces remota y semibárbara California.

Dicho comercio no dejaba de tener sus dificultades, lo que explica en parte, hasta que se desató la fiebre del oro, la lentitud y el carácter poco uniforme del desarrollo económico de esa región, si se compara con la acelerada prosperidad de la costa Este. Y no era para menos, ya que el comercio marítimo entre ambas costas exigía hacer el largo y arriesgado viaje hasta la Patagonia, bordear (lo que era aún más peligroso) el Cabo de Hornos y continuar viaje hasta los no muy seguros puertos de Monterrey o San Francisco. Eso cuando el clima lo permitía, pues a veces, imposibilitadas las naves de doblar el cabo, se veían llevadas a merced de los vientos hasta la punta de África, forzándoles literalmente a dar la vuelta al mundo. No es extraño que los barcos de vela hayan merecido el honor de protagonizar todo un género literario ni que su evocación se haya visto rodeada con frecuencia de un aire de romanticismo, como tampoco que dicho género, tras haber dado multitud de obras inolvidables durante gran parte del siglo XIX, y al igual que la cultura, el lenguaje y las tradiciones a él asociados, pasara bruscamente a la historia tras la invención de los barcos de vapor.

No es preciso enumerar aquí los títulos que dieron fama al género, y bastará con señalar que los libros de barcos, con sus tempestades, sus motines, sus naufragios y sus heroicos personajes despertaban ya la imaginación y las ansias viajeras de infinidad de jóvenes de Europa y de Estados Unidos cuando uno de ellos, Richard Henry Dana, se embarcó en Boston a bordo del mercante Pilgrim para vivir una aventura de dos años que le llevaría hasta las costas californianas. Corría el verano de 1834 y Dana, a sus diecinueve años, era un brillante estudiante de la Universidad de Harvard, hijo de un curioso personaje de Cambridge, Massachusetts, que había abandonado el ejercicio de su profesión, la abogacía, para dedicarse a la crítica literaria. Esto último no contribuyó al bienestar económico en la casa de los Dana, pero da un indicio del ambiente cultural y literario en el que se formó el joven. Éste, enfermo de sarampión, debió abandonar transitoriamente sus estudios de Derecho y volvió al hogar paterno, donde, según sus palabras, “la ansiedad de escapar de la deprimente situación de inactividad y dependencia” le persuadió de convertirse en marinero.

La experiencia fue dura y no se pareció en nada a lo que entonces podía conocerse de la existencia en el mar a través de la lectura, lo que impulsó al joven, ya que “nadie ha escrito un libro que dé a conocer la vida y experiencias de estos hombres”, a ponerse a redactar la descripción de su viaje, tarea a la que se entregó tras su regreso a Boston y que acabaría dando como resultado este Dos años al pie del mástil, que apareció en 1840 y que desde el momento mismo de su publicación se convirtió en referente imprescindible de la vida marina.

Sucedía que la mayor parte de los libros sobre el tema eran obra de oficiales de la marina de guerra o de ociosos pasajeros que “necesariamente habían de tener una idea del asunto muy distinta de la que se formaría un simple marino”. De ahí que el autor se propusiera narrar su aventura sin omitir detalle alguno de su trabajo a bordo, lo que exigía una total fidelidad, entre otras cosas, al vocabulario existente en un barco de vela, vocabulario éste que dicho sea de paso constituía en no pocas lenguas una riqueza léxica y a la vez simbólica de primera magnitud que unas décadas después se perdería casi por completo. Asimismo, la fidelidad a los hechos dio lugar en la obra de Dana a algunos pasajes que ilustran la crueldad de los oficiales sobre la marinería y las inhumanas condiciones en que ésta malvivía a bordo, con grave riesgo para su salud y a veces para su supervivencia. “Debemos bajar de nuestras alturas”, escribió, “dejar nuestro camino recto, y seguir los vericuetos y lugares bajos de la vida, si queremos extraer verdades mediante fuertes contrastes; y ver en las cabañas, en los castillos de proa, y entre los desheredados de nuestra propia sociedad en países extranjeros, lo que el azar, las penalidades o el vicio han hecho en nuestros semejantes”.

Todo ello, además de ilustrar a la manera en que lo haría un reportero moderno los duros trabajos y las adversidades de los marineros, acaba por componer un cuadro completo de la sociedad de la época también en tierra, por lo que ese fino observador que era Dana se nos presenta aquí no sólo como cronista de la vida en la mar, sino también como sociólogo.

El libro describe minuciosamente la travesía por el Atlántico y en especial el paso del terrorífico Cabo de Hornos, la navegación por el Pacífico hasta California, los largos meses dedicados allí al comercio y por último el viaje de vuelta, que Dana hizo por el mismo camino que a la ida pero en otro mercante, el Alert, que finalmente atracaría en Boston en septiembre de 1836. El autor describe episodios como el encuentro con el Blonde, barco de guerra capitaneado por Lord Byron, primo del poeta del mismo nombre que también escribió lo suyo (aunque de una forma completamente diferente) acerca de viajes marítimos, la pérdida de un marinero en medio de una tempestad, la escala hecha por el Pilgrim en la isla de Juan Fernández, y dedica una parte considerable de su narración a las diversas maniobras posibles y a veces imposibles en un barco de vela, así como también a las observaciones hechas en tierra acerca de la naturaleza de la California de entonces y de sus pobladores. Éstos constituían una Babel de gentes de la más diversa procedencia y abandonada a su suerte, aislada de la civilización por un vasto territorio inexplorado, una población entre la que predominaban los “españoles”, en realidad en su mayoría mestizos de los que el autor da una visión no muy complaciente: hombres indolentes con aires aristocráticos pero sumidos en la miseria, un paisanaje ideal para que los emprendedores y aventureros americanos, procedentes del Este, se apoderaran del control de los negocios en la costa.

Dana describe aquellas pobres aldeas llamadas San Francisco, Los Ángeles o Santa Bárbara, todas construidas en torno a una misión y a un presidio, así como la corrupción reinante entre los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley; nos proporciona información acerca de las bulliciosas fiestas locales, siempre amenizadas por pequeñas orquestas (ya entonces formadas por violines y guitarras, como los mariachis de hoy) y suministra nuevos datos de interés sociológico cuando narra la boda de la cántabra Anita de la Guerra y Noriega con el americano Alfred Robinson, miembros ambos de la nobleza de Santa Bárbara (cuyos descendientes por cierto siguen siendo figuras prominentes en la California actual).

Pero Dana no olvida contarnos las diferentes modalidades de la amistad y la solidaridad entre los tripulantes de su barco, unas relaciones éstas en las que ocupan un lugar primordial las historias narradas a viva voz en el castillo de proa, los cuidados higiénicos que los marineros se prodigaban mutuamente y las canciones, muchas de ellas consagradas a hacer más liviano el trabajo y otras a ocupar los escasos momentos de ocio. El conjunto viene a ser un valioso testimonio de unos códigos culturales desaparecidos y de un rico lenguaje, el cual resulta más accesible al lector gracias al glosario que contiene la edición que comentamos, y que se beneficia de una impecable traducción debida a FranciscoTorres.

Richard Henry Dana pudo culminar sus estudios y ejerció de abogado, y su obra se convirtió en un alegato en defensa de los derechos de los trabajadores del mar, para los que redactó un manual jurídico que en lo sucesivo sería pieza obligada en el escaso equipaje del marinero: The Seaman’s Friend. Fue un activista del abolicionismo y desempeñó cargos políticos. Sin embargo, la fascinación por el viaje ya no le abandonó, y navegó por el mundo con frecuencia, hasta su muerte en Roma en 1882. Por esos mundos, por los que también ha viajado el lector aficionado a los libros de barcos, volverá a perderse felizmente quien se asome a las páginas de este Dos años al pie del mástil, el cual concluye con un capítulo dedicado a considerar los derechos y las condiciones de trabajo (que lo son también de vida) del marinero. Antes de eso, al describirnos su regreso a la añorada Boston, Dana nos ha confesado el sentimiento de indiferencia que le asaltó, para su sorpresa, a la vista de los edificios de la ciudad desde el Alert, una sensación de soledad y extrañamiento, como de no pertenencia a tierra firme. Y es que Dana, también psicólogo, ha acertado a plasmar la tristeza que nos asalta al final del viaje.

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