martes, 22 de enero de 2013

LECTURA POSIBLE / 86

Jacques Treton, Interior del Café Manouri,
hacia 1775
RÉTIF DE LA BRETONNE: UN RELATO PERIODÍSTICO DE LA REVOLUCIÓN

Cuentan que un tal Robert Manoury, hacia 1750, era jefe de camareros en el Café de L’École, que se encontraba en una esquina de la plaza del mismo nombre y del actual Quai du Louvre. Dicho Café era un lugar de encuentro para los aficionados a diversos juegos de mesa. Unos años después Manoury ya era el dueño del establecimiento, al que puso su nombre. Que el dueño cuidaba bien a su clientela, y que se ocupaba de fomentar entre sus parroquianos nuevas aficiones, lo prueba el volumen Essai sur le jeu de dames à la polonoise, que él mismo escribió en 1770. Este juego, que en Polonia llaman curiosamente “damas a la francesa”, alcanzó enseguida gran popularidad, y el libro fue reeditado en 1787. Ese mismo año, o poco después, Robert Manoury falleció o decidió jubilarse, ya que el Café pasó a otras manos y cambió de nombre. Nada de esto, sin embargo, y como sucede con otras muchas informaciones de la época, puede precisarse, ya que los archivos de París fueron destruidos durante la Revolución. Lo que es seguro es que por el establecimiento pasaron no pocos de los protagonistas de aquellos acontecimientos que conmocionaron Europa, entre ellos el abogado Danton, así como un hombre de letras que dedicó gran parte de su existencia a narrar las noches parisinas y que se llamaba Nicolas-Edme Rétif (o Réstif) de la Bretonne.

Rétif nació en Borgoña, siendo destinado por su padre al sacerdocio. Que ésta no iba a ser la carrera de Rétif es algo que se comprobó ya en su adolescencia, cuando, siendo aprendiz de impresor en Auxerre, sedujo a la esposa de su patrón. Desde ese mismo momento, y sobre todo a partir de su marcha a París, la vida de nuestro autor se desenvolvería entre libros, faldas, deudas y toda clase de aventuras, de lo que dejaría constancia en su abundante producción literaria, que incluye novelas, ensayos y obras dramáticas. El campesino pervertido, El Pornógrafo, La vida de mi padre y El descubrimiento austral por un hombre volador son algunos de sus libros más conocidos. Sin embargo, Rétif ha pasado a la historia como el cronista del París de su tiempo, un cronista en el que es imposible separar la persona de la obra, la cual de algún modo parece haber quedado impresa sobre las paredes de la ciudad, en las que él se apoyaba durante sus correrías nocturnas para anotar, sobre la marcha, los múltiples acontecimientos que juzgaba dignos de su pluma. Y no sólo eso, pues Rétif fue un “graffitero” que acabó reuniendo sus textos escritos en las paredes en su libro Mis inscripciones, que publicó en 1785. La lectura de un libro de Rétif equivale a un paseo por París. Y viceversa.

No es de extrañar que aquello que Rétif nos ha legado en su calidad de escritor esté íntimamente vinculado a determinados lugares que desempeñaron un papel relevante en su obra y en la historia de Francia. A uno de ellos, el Café Manoury, ya nos hemos referido; de otro, escenario habitual de sus caminatas, le ha quedado el título de “el Búho de la Isla de Saint-Louis”. Todo ello, y los personajes nocturnos (algunos no muy recomendables) que poblaban dichos lugares, inspiraron sus Noches de París, obra de colosal dimensión en cuyo volumen XVI se incluye el relato del período revolucionario, desde que se creó la Asamblea Nacional Constituyente hasta la ejecución de María Antonieta.

El volumen, editado entre nosotros por la editorial cordobesa El Olivo Azul, se compone de tres partes: la primera, hasta octubre de 1789, es una crónica periodística de los primeros meses revolucionarios que Rétif escribió a medida que los hechos iban sucediéndose; la segunda, hasta febrero de 1793, fue escrita ese mismo año, cuando algunos de los sucesos narrados ya tenían más derecho a figurar en la crónica histórica que en la periodística; y la tercera, compuesta por lo que el autor llama “noches supernumerarias”, viene a ser un urgente añadido a todo lo anterior, necesario por una parte porque la Revolución no dejaba de producir nuevos acontecimientos, y por otra porque aquí Rétif, en los inicios de lo que ha dado en llamarse “el Terror”, consideró indispensable (para su propia seguridad) fijar públicamente su posición política del momento, muy distinta a la manifestada en sus anotaciones de unos años atrás.

La actual gloria literaria de Rétif no impidió que se arruinara varias veces y que mayormente debiera vivir más o menos como solía escribir: al día, lo que bien puede considerarse como una de las causas de que sus opiniones, propias de un republicano moderado en los inicios de 1789, acabaran siendo las de un jacobino radical apenas cuatro años más tarde. La otra razón es lo mucho que se modificó la opinión general en ese mismo período, un cambio que hay que atribuir a la naturaleza vertiginosa de la época y a la virulenta acumulación de acontecimientos.

De estos últimos, Rétif nos da en Las noches revolucionarias una visión que inútilmente buscaremos en los libros de Historia, los cuales, por así decirlo, están registrados desde una perspectiva aérea, a diferencia del muy terrestre punto de vista que nos proporciona Rétif y que constituye, a causa de la ya aludida destrucción de documentos que fue una de las premisas de la Revolución, un testimonio en verdad único. Los hechos nos llegan a través de él de primera mano, tomados directamente de la calle y comunicados por sus propios actores, como pretende el reporterismo de hoy. La misma inmediatez de la narración constituye a veces un obstáculo para su comprensión, pues el reportero no siempre acierta a calibrar la trascendencia de un suceso en concreto, o bien ocurre que la abundancia de estos y la anárquica confusión en la que se desarrollan dificulta la labor de hacerlos inteligibles, contratiempos ambos que corrige el autor cuando tiene tiempo y a lo que aquí contribuyen no poco las esclarecedoras notas a pie de página debidas a quien es también el traductor del libro, Eric Jalain.

Gran parte de esos acontecimientos transcurren en otro de los escenarios principales del drama revolucionario: los jardines del Palais-Royal, que durante la Revolución pasaría a llamarse Palais-Égalité y en el que solían celebrarse multitudinarias asambleas, lo que no impedía que acogiera de noche a las prostitutas y los libertinos de París. En unas pinceladas, Rétif nos describe el estado de cosas en abril de 1789, cuando se reunían unos Estados Generales en los que había aumentado considerablemente el número de representantes del pueblo: “Era la última jugada de la aristocracia, es decir, de los ministros, los grandes, los miembros del consejo, los intendentes, los subdelegados, los obispos, los canónigos, los monjes, los procuradores, los rentistas, casi todos los ricos y, en fin, los verdugos”. Para entonces, sin embargo, “el pueblo no estaba pensando en sublevarse; estaba tranquilo, siguiendo con atención y curiosidad, pero no con impaciencia, el desarrollo de la augusta asamblea”. Un cuadro que contrasta con la situación que impera tres meses más tarde. Para entonces se ha proclamado la Asamblea Constituyente y Luis XVI ha movilizado al ejército, pese a lo cual un aristócrata que se presenta en el Palais-Royal exclama: “¡Todo va bien!”, frase que hoy nos resulta familiar y a la que el autor replica: “Pero todo iba mal, como bien pudimos constatarlo al día siguiente”.

Por esas fechas se crean las “secciones”, comités populares de distrito que acabarían sustituyendo virtualmente a la Comuna. Muy pronto empezarían a hacerse notar por medio de piquetes armados que patrullaban de noche por las peligrosas calles parisinas, y desempeñarían un papel destacado en los sucesos del 14 de julio: “Mil voces se hacen eco del acontecimiento”, nos cuenta Rétif. Y añade: “En mitad de la plaza de la Grève me tropiezo con un cuerpo descabezado, tendido en mitad del riachuelo y rodeado por cinco o seis indiferentes curiosos. Pregunto. Se trata del gobernador de la Bastilla. He aquí, pues, al hombre que antaño contemplaba impasible la desesperación de los desdichados, enterrados vivos bajo su vigilancia, por orden de los execrables ministros”. Prosigue Rétif describiéndonos la taimada conducta del rey, que por un lado se sometía a la Constitución mientras por otro conspiraba con sus allegados en el extranjero, el asalto al palacio de Versalles, los ataques sufridos por la libertad de prensa, y finalmente la captura de Luis XVI en Varennes, su devolución a París, su cautiverio en la torre del Temple y su ejecución. Entretanto el “municipio insurrecto” ha proclamado la República, el pueblo ha tomado las Tullerías y el ejército prusiano ha sido rechazado. Pocas veces el lector podrá experimentar tan vívidamente unos hechos extraordinarios que estaban destinados a cambiar el destino del mundo.

Rétif alude aquí y allá al proceso vivido en el interior de las filas de la Revolución, cuyo inicial carácter burgués fue adquiriendo tintes cada vez más populares a medida que menguaba la figura de Lafayette y crecían las de Marat, Danton y Robespierre, líderes de “La Montaña”. Y es que la hiperinflación y la escasez de alimentos radicalizaron progresivamente las demandas del pueblo, haciendo temer a los moderados que se cuestionaran algunos de sus principios, especialmente la propiedad privada y el sufragio censitario (no universal).

Ese humanista y enamorado de París que fue Rétif no omite describir con detalle los asesinatos de Lepelletier y Marat, como tampoco otras masacres anónimas, entre ellas las de clérigos y aristócratas que ensangrentaron la ciudad en los primeros días de septiembre de 1792, jornadas que cubrieron a la Revolución “con una sombra de horror”. Ni olvida, pornógrafo al fin y al cabo, consignar alguna escena entre cómica y licenciosa semejante a las que se esparcen en sus novelas, de las que aquí figura una protagonizada por tres pícaras hermanas y su único amante. Cosa ésta, el erotismo, que no podía faltar en esta grandiosa narración de unos hechos que iniciaron la Historia moderna.

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