martes, 21 de abril de 2015

LECTURA POSIBLE / 178

GRASS, GALEANO, MASPERO: LO QUE HAY QUE DECIR

Decía Aleksandr Solzhenitsyn que hasta que no llegó a Occidente y pasó dos años observando a su alrededor, no pudo nunca imaginar “cómo una extrema degradación ha producido un mundo sin voluntad, un mundo cada vez más petrificado frente al peligro que tiene que afrontar. Hoy todos estamos al borde de un cataclismo histórico, una inundación que se tragará la civilización y cambiará las épocas”.

Los últimos días han presenciado la desaparición de tres hombres que, cada uno en su campo, o más bien en los múltiples que cultivaron, han sido modelos de resistencia ante esa petrificación de la que advertía el autor ruso, y de una forma de entender la literatura, en sus variantes de creación y edición, que con ellos da sus últimas bocanadas, cercada como está por imperativos económicos, autocensuras y connivencias interesadas. Las muertes de Günter Grass, Eduardo Galeano y François Maspero son un signo de los tiempos, signo que carece del canto de una sibila bíblica y que nos anuncia el fin de un modo de concebir el papel del intelectual en la sociedad: el del novelista y dibujante que nunca dejó de ser niño y que no perdió, por ello, la memoria; el del poeta y ensayista que desde la solitaria independencia del sentido común vio y explicó que el mundo, últimamente, andaba al revés; y el del editor que publicaba por pasión personal y que en cierta ocasión, con esa perspicacia que tienen los buenos editores para expresar el sentido del pensamiento y del impulso moral de las mentes más lúcidas de su tiempo, escribió: “Siempre es interesante profundizar en las cuestiones que, por sí mismas, parecen cada vez más sin respuesta. La respuesta se aleja siempre”. Esta respuesta que no está a nuestro alcance es la causa primera y acaso última de las artes y los oficios literarios, los cuales, a medida que se extinguen los que vieron en ellos algo más que el propósito de vender libros, se empobrecen y degradan a imagen de la sociedad –reducida ya a mero mercado– en la que nacen y a la que van dirigidos.

Estos tiempos en los que se ha determinado que todo lo que se escribe, lo que se graba y se filma para la televisión y el cine, lo que se representa en los escenarios, lo que se distribuye en los centros comerciales y sitios web en forma de libro, de disco o de archivo electrónico es puro entretenimiento no parecían ya los tiempos de Grass, Galeano y Maspero, testimonios vivientes hasta hace unos días de que la cultura, o las culturas, mejor dicho, son posibles. Van quedando pocos como ellos, y algunos tienen más de ochenta años.

En una reciente entrevista decía uno de esos octogenarios, Zygmunt Bauman, que los nuestros son unos “tiempos de liquidación”, siendo la cultura, en uno de los primeros lugares, parte de esa lista de bienes liquidables en beneficio de ya sabemos qué multinacionales y en perjuicio de una masa de usuarios llamados a consumir lo que se le venda en un supremo estado de apatía y de inconsciencia.

Ese fruto del humanismo que es la cultura, como el propio humanismo, es un invento reciente cuya existencia, como decía Foucault, si se ha caracterizado por algo, ha sido por su precariedad. El siglo pasado fue en el curso de la historia humana el que mostró hasta entonces un mayor avance tecnológico, y fue también el peor siglo para el humanismo. El nuestro ha heredado de aquél el afán por el progreso técnico, y también un creciente cuestionamiento del ser humano, el cual paradójicamente nos está devolviendo a condiciones de vida y de lo que solía llamarse “el espíritu” que se creyeron felizmente superadas a finales del siglo XIX. La certeza fundamental de la Ilustración, la de que el mundo es manifiestamente mejorable, subsiste pese a todo, y uno de los ámbitos naturales de su pervivencia es el de la vida intelectual, el de ese “hombre moral” aristotélico que es el escritor.

A mediados de 2012 se produjo una de las últimas apariciones públicas de Günter Grass. El autor de El tambor de hojalata publicó entonces en el diario Die Welt y en otros periódicos europeos y americanos un poema titulado Lo que hay que decir. No le dejaron publicar mucho más. En el poema, que se refería a un posible ataque preventivo de Israel contra Irán, el autor se interrogaba acerca de su propio silencio al respecto, consecuencia, decía, de un silencio generalizado que era percibido por él como “gravosa mentira” y “coacción”. El nombre de la condena destinada a quienes se atrevían a romper ese silencio figuraba ya en el propio texto de su poema, y fue dictada el mismo día, pues el periódico de Axel Springer hizo acompañar el poema de Grass por un artículo titulado Günter Grass, el eterno antisemita, artículo que pasó en el acto a ocupar un lugar preferente en la historia general de la infamia y que retrataba a Grass como un “antisemita culto, atormentado por la culpa y la vergüenza”. Unos días después el gobierno de Israel solicitó formalmente que se le retirara el Premio Nobel. Grass, ciertamente, predijo su condena, pero lo que no pudo predecir fue la rapidez con que se dictó ni el tumultuoso silencio en los que ha pasado sus tres últimos años de vida.

Pero la obra de Grass, que ocupó un lugar central en las letras alemanas en la segunda mitad del siglo pasado, ya hacía tiempo que había emprendido su gradual e irremediable deslizamiento hacia los bordes, hacia el margen. No podía ser de otra manera tratándose de un autor cuyas narraciones solían ubicarse en los espacios despreciados por los libros de texto. En una de ellas, A paso de cangrejo, evocó la tragedia de los alemanes evacuados de Prusia Oriental en 1945. En otra, titulada Anestesia local y que ha sido reeditada por Capitán Swing, manifestó mediante el estado de semiinconsciencia de un profesor universitario, en la consulta de un dentista, el desvarío de una juventud que en los años sesenta soñaba con la revolución mientras disfrutaba de los privilegios que les reservaba su buena cuna. La sátira de este texto, como en muchos de los suyos, resulta ser la expresión más justa de una visión del mundo tomada siempre a contracorriente, que por ello resultaba incómoda y que tenía su origen, como confesó en una de sus últimas entrevistas, “en el dolor”. Un dolor que ya estaba presente en aquellas novelas épicas que fueron El rodaballo y La ratesa, narraciones que este niño que se negó a crecer dedicó a plasmar las al parecer innatas facultades del hombre para la autodestrucción.

A esa autodestrucción también ha dedicado Eduardo Galeano no pocas de sus páginas. Desde Las venas abiertas de América Latina, el propósito de Galeano de comprender racionalmente su mundo se fue trocando en una prosa y una poética originales cargadas de ironía y desparpajo. El decir mucho con pocas palabras es noble y difícil arte en el que Galeano ha sido maestro, lo que llevó al autor uruguayo a denunciar con frecuencia la “inflación palabraria” de América Latina, que él consideraba “más jodida y peligrosa que la inflación monetaria”. En una de sus últimas y memorables comparecencias públicas, en México, empezó su charla con las palabras: “Seré breve”, y la concluyó con una anécdota recogida en Barcelona al inicio de su exilio. Allí conoció a Josep Verdura, hijo de un obrero anarquista que en nuestra postguerra, al salir de la cárcel, buscó durante meses trabajo inútilmente. La frustración y la soledad de este hombre, casado con una beata de misa diaria, le fue descrita a Galeano por su hijo, el cual, educado por la madre, trataba desesperadamente de salvar a su padre de la condenación eterna. “Pero, papá –le preguntó Josep, llorando–, pero, papá… si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto, dijo: “¡Tonto, tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!”

En Patas arriba. La escuela del mundo al revés, que ha vuelto a reeditar Siglo XXI, el autor se sirvió del personaje de Alicia para mostrar un mundo cuya absurdidad puede ser vista sin que traspasemos el espejo. El libro es una buena ilustración de ese oficio literario de Galeano en el que se combinan el ensayo, la crónica, la poesía y la narración; y también aquí, como en la obra reciente del ya mencionado Bauman, se alude al necesario aprendizaje de la liquidación para triunfar en la escuela del mundo al revés: “El arte de engañar al prójimo”, dice Galeano, “que los estafadores practican cazando incautos por las calles, llega a lo sublime cuando algunos políticos de éxito ejercitan su talento. En los suburbios del mundo, los jefes de estado venden los saldos y retazos de sus países, a precio de liquidación por fin de temporada, como en los suburbios de las ciudades los delincuentes venden, a precio vil, el botín de sus asaltos”. Las de Galeano son palabras que se encuentran en las antípodas de lo que hoy reclama la industria del ocio, ya que están destinadas a desvelar y a convencer. Ello explica que Hugo Chávez, con los mismos fines, regalara a Barack Obama un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, libro, también él, de fabulista, pero de un autor de fábulas verdaderas.

Algo de niño que se negó a crecer, como Grass; y algo de fabulista, tuvo también François Maspero, maestro de editores que ya tenía a su espalda una buena colección de títulos publicados cuando en los años sesenta orientó su editorial hacia los temas del Tercer Mundo y el colonialismo. A él le debemos los españoles esa ya legendaria revista de nuestro exilio que empezó a publicarse en 1965 y que se llamaba Cuadernos de Ruedo Ibérico, y que pudo publicarse en París hasta 1979 a pesar de las censuras gubernativas y de los atentados de la extrema derecha. Maspero publicó obras de Régis Debray, Bernard Henry-Lévy, Georges Perec y Jean-Paul Sartre, entre muchos otros, y su editorial fue durante décadas referencia imprescindible para el pensamiento de izquierdas. Paralelamente a su trabajo como editor, Maspero desarrolló una producción propia de la que por fortuna disponemos entre nosotros de un interesante ejemplo, Gerda Taro, la sombra de una fotógrafa, que ha traducido la editorial La Fábrica. Dividido en tres partes, el libro contiene una entrevista ficticia con la fotógrafa, en la que el autor imagina cómo habría sido su vida si no hubiera muerto a los veintiséis años cerca de El Escorial, durante un avance de las tropas fascistas. El libro se completa con el relato del encuentro de Gerda con Robert Capa y el de sus viajes a la España en guerra, y con una reflexión acerca del papel y la responsabilidad política de los medios escritos y del nacimiento del fotoperiodismo moderno.

El pasado día 15, con motivo de la preparación del Congreso que el Partido Socialista francés celebrará en Poitiers en junio, el flamante primer secretario del partido, Jean-Christophe Cambadélis, presentó una moción, que fue aprobada, dirigida a “salir de la vía de la austeridad auspiciada por Angela Merkel”. En su segunda página la moción afirma que uno de los principales obstáculos con que se encuentra hoy la izquierda es el de que “ha perdido su hegemonía cultural”, como resultado del auge de las ideas nacionalistas e identitarias. “El bienestar”, se lee allí, “no puede confundirse con el tenerlo todo, la felicidad no consiste en consumir sin cesar más bienes y servicios, sino en realizar todas las potencialidades humanas, y en particular las más elevadas: ejercer nuestra libertad, dar rienda suelta a nuestra creatividad, acceder a las realizaciones y a las prácticas culturales, enriquecer nuestros lazos sociales”. Según el documento, “la construcción de una sociedad solidaria requiere de la virtud emancipadora, liberadora y creativa” de la cultura. Bellas palabras del representante de un partido que es gobierno y que prometió hace tiempo a las librerías independientes, en su lucha con Amazon, una ayuda económica que todavía no ha llegado.

Los intelectuales críticos, de los que se espera que ejerzan su labor de desvelar y convencer, saben por experiencia (no sólo los octogenarios) que no deben esperar mucho del poder. Hacer preguntas que no tienen respuesta, y enfrentar la petrificación dominante de la que hablaba Solzhenitsyn, son hoy, como siempre, cosa de unos pocos voluntarios, niños con memoria, persuadidos de lo que hay que decir.

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