martes, 12 de junio de 2012

LECTURA POSIBLE / 62


BRADBURY EN MARTE

Habíamos olvidado a Bradbury. Habíamos olvidado que este hombre de Illinois habitaba la misma nave que nosotros, lo que no es extraño, pues la obra de un escritor tiene vida propia y la suya se convirtió ya en clásica, volviéndose así independiente del hombre que la creó, hace más de medio siglo. Que la obra sobrevuele el aire marciano donde se encuentran los mitos y las referencias culturales de una civilización, más allá del bien y del mal, y que esto ocurra en vida de su autor, incluso en su juventud, nos disculpa de la desmemoria en que cayó el hombre, quien sin embargo, como saben bien sus lectores fieles, estuvo activo hasta hace muy poco. Lectores fieles no abundan, ni siquiera los de Bradbury, y a los demás es posible que les sorprenda descubrir ahora, con motivo de su muerte y de la renovada atención que tal episodio biológico suele suscitar en los clásicos, que este hombre apenas escribió ciencia-ficción, sino que fue un inmenso autor de novelas fantásticas, y sobre todo poeta.

Borges contó alguna vez cómo fue la venida al mundo de Ray Bradbury. Éste era hijo de inmigrantes, pero sobre todo era hijo de la Gran Depresión. Su familia emigró por segunda vez, como tantas otras, a California, en busca de algún sueño dorado que no encontró, convirtiéndose por ello el jovencito Bradbury en un prematuro vendedor de periódicos. Lector tan desordenado como compulsivo, Bradbury empezó pronto a escribir relatos que publicaba aquí y allá en las revistas de la época, las cuales trataban de hacer olvidar al americano medio los horrores de la Guerra Mundial. Terminada ésta, se presentó en Nueva York con dos colecciones de relatos debajo del brazo, las cuales fueron rechazadas por un editor tras otro, pues sucedía que el cuento, como ha vuelto a repetirse desde entonces muchas otras veces, “había muerto”. Así conoció el escritor Ray Bradbury al editor Walter Bradbury, que dirigía Doubleday y que, en vista de que algunos de los relatos de aquél se desarrollaban en Marte, le sugirió que los reuniera bajo la forma de una novela. Según la leyenda, Bradbury (el autor) pasó esa noche en vela en la habitación de su hotel, tratando de dar unidad a los relatos dispersos de su colección. Al día siguiente volvió a reunirse con el otro Bradbury, quien, encantado, propuso un título para la novela que había sido reescrita la víspera.

“Qué ha hecho este hombre de Illinois, me pregunto, al cerrar las páginas de su libro, para que episodios de la conquista de otro planeta me llenen de terror y de soledad? ¿Cómo pueden tocarme estas fantasías, y de una manera tan íntima?”, escribió Borges en 1954. A lo que añadía que la lectura de Crónicas marcianas suscitó en él los mismos “deleitables terrores” que había experimentado a sus tiernos diez años con la de Los primeros hombres en la Luna, de H.G. Wells. Obras por lo demás “de concepción y ejecución muy diversa”, según nos dice Borges, lo que no impide que el nombre de Bradbury aparezca a menudo asociado al de Wells, pese a que ambos, añadimos nosotros, sólo tienen en común al ancestral y siempre infravalorado Verne, ese mismo que fue tan querido por los surrealistas, que dio tanto que pensar y que escribir y cuya obra ha sido enviada posteriormente al limbo de la literatura de entretenimiento, amenaza que siempre pesa, dicho sea de paso, también sobre la de Wells y, un poco menos, sobre la del propio Bradbury.

Y es que Wells, pese a lo mucho que hay de disparatado en esta nave terrenal, era optimista y tenía fe en el progreso de la humanidad, incluso en el sometimiento de la técnica. Bradbury ha sido un escéptico. De ahí el tono elegíaco de su obra y su nostalgia poética de no se sabe qué, tal vez de una vida más sencilla o más sencillamente humana. Nostalgia sin duda de esos marcianos que somos o éramos nosotros antes de ser conquistados por el hombre. Porque en esa confrontación entre colonizador y colonizado “los marcianos, que al principio del libro son espantosos, merecen su piedad [la de los hombres] cuando la aniquilación los alcanza. Vencen los hombres y el autor no se alegra de su victoria”, vuelve a decirnos Borges, evocando ese pasaje sobrecogedor del final del libro, cuando la última familia humana ve reflejadas en el agua del planeta rojo las caras de los últimos marcianos: “La Tierra ya no existe; ya no habrá viajes interplanetarios, durante muchos siglos, quizá nunca. Aquella manera de vivir fracasó, y se estranguló con sus propias manos. Sois jóvenes. Os repetiré estas palabras, todos los días, hasta que entren en vosotros”.

Al contrario que a otros autores que han situado sus narraciones en el futuro, a Bradbury le importaba poco la aparente falta de límites del progreso tecnológico, y en lugar de la máquina el protagonista de sus historias es siempre el hombre, o lo que de marciano o de natural queda en él, siendo importante la máquina sólo como parte de la aventura y la desventura humana. Pues Bradbury era un moralista en el mejor sentido de la palabra, lo que sitúa a su obra más allá de todo tiempo y todo espacio. No es extraño, por tanto, que sus temas recurrentes sean los del racismo y el miedo “al otro”, al diferente, y el odio a él asociado. Un odio que dicta los pasos seguidos por la destrucción y finalmente por la muerte, entendida ésta como extinción de lo que de humano queda en el hombre. Argumentos que si ya estaban presentes de manera admirable en su primer libro, también lo estuvieron en el resto de su obra, incluida la última, escrita casi sesenta años después: Ahora y siempre, volumen publicado en 2009 que incluye dos novelas cortas en las que aparecen algunos personajes que eran parte de su educación sentimental: Moby Dick y Katherine Hepburn.

De la maestría narrativa de Bradbury han quedado huellas en virtualmente todos los géneros, más allá de los relatos ambientados en el futuro que le han dado fama, de lo que es buena prueba La muerte es un asunto solitario, que constituye toda ella un soberbio homenaje a la gran tradición americana de novela negra; o esa prodigiosa mezcla de fantasía y realidad que es El vino del estío, crónica de un verano hecha por el adolescente Douglas Spaulding, que ha merecido el honor de dar nombre a un cráter de la Luna y que tuvo su continuación en El verano de la despedida. Sin olvidar, claro está, Fahrenheit 451, única novela de Bradbury que puede adscribirse al género de la ciencia-ficción (o más bien de la política-ficción), y que sin embargo, como tantas otras grandes obras satíricas, alude directamente al momento en que Bradbury escribía, un momento marcado en Estados Unidos por el macarthismo y la censura. De absoluta modernidad es hoy este bombero Montag encargado de la quema de libros, así como su novia Clarisse, esa joven antisocial que “está loca porque piensa”, y aquel Granger llamado a la salvación de los libros y la memoria.

Algunos, ocupados en otros asuntos, pensábamos que Bradbury ya se había ido a Marte hace tiempo, con lo que ha venido a darse la paradoja de que haya sido su muerte la que nos lo ha acercado de nuevo. Al lector en español de este autor que por temperamento está más cerca de Kafka que de cualquiera de sus presuntos colegas de la ciencia-ficción, le conviene saber que casi toda su obra ha sido publicada entre nosotros por Ediciones Minotauro, nombre éste también mítico y marciano, a la que hay que agradecer que haya mantenido a nuestra disposición en su catálogo, en los muchos años de semiolvido, la obra de este contemporáneo imprescindible para entender nuestra modernidad.

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