miércoles, 7 de octubre de 2015

LECTURA POSIBLE / 195

LA FAMILIA KARNOWSKY, DE ISRAEL SINGER. UNA CRÓNICA DEL DESARRAIGO

El siglo XX fue pródigo en tragedias y esperanzas que entre otras cosas abrieron el camino a las últimas vanguardias en el terreno del arte, y también en la literatura. El culto a las mismas es responsable en parte del olvido al que fueron a caer no pocas obras maestras, las cuales habían sido concebidas por sus autores desde la perspectiva de la tradición, y tachadas por ello de caducas y extemporáneas. La familia Karnowsky es una de esas obras maestras olvidadas, por un lado por ser ajena a los experimentalismos de su siglo, y por otra por haber sido escrita en una lengua tan minoritaria y desconocida como es el yiddish. A ello hay que añadir que su autor fue hermano de Isaac Bashevis Singer, premio Nobel que para muchos ha encarnado por sí mismo la literatura judía del siglo pasado y a cuya sombra tuvo que vivir la producción de nuestro autor.

Israel Yehoshua Singer nació en Biłgoraj, en el sudeste de Polonia, en 1893. No son muchas las glorias de esta pequeña población de la actual provincia de Lublin, cuyo nombre acaso recuerde el lector por un poema que Bertolt Brecht escribió en 1939, La Cruzada de los niños. Durante su huida del horror y la guerra, los niños protagonistas encuentran a un soldado herido recostado contra un árbol, y cuidan de él en la confianza de que pueda guiarles en su fuga. “Él sólo exclamó: −¡Hacia Biłgoraj! / y por fuertes fiebres aquejado /  al octavo día murió”. Si hay un motivo por el que esta ciudad pueda ser célebre es por haber sido la cuna de los Singer, familia libresca en la que había varios rabinos jasídicos y de la que iban a surgir tres hermanos escritores: Israel Yehoshua, Isaac y Esther, que alcanzaría fama con su apellido de casada: Kreitman.

Siendo adolescente, Israel Yehoshua marchó a Varsovia, donde empezó a escribir y a publicar en diarios en yiddish. Más tarde vivió en Kiev, donde fue corresponsal de una publicación norteamericana. En 1934 emigró a Estados Unidos, y allí escribió dos novelas, Los hermanos Ashkenazi (1937) y la que ahora comentamos, esta La familia Karnowsky que fue redactada en 1941, pocos años antes de su muerte, y que ha editado entre nosotros Acantilado.

La mención de La Cruzada de los niños de Brecht no es gratuita, pues también aquí Israel Singer nos habla de una huida del horror y de una tragedia. Protagonistas de las mismas son los Karnowsky, familia originaria de Melnitz, en lo que se llamaba la “Gran Polonia”. Dividido en tres partes, el libro narra las vicisitudes de esta familia en su peregrinaje hacia Occidente, primero a Berlín y después a Nueva York. Precursor y guía de esta emigración es David, quien protagoniza la primera parte. Él es un comerciante y estudioso de la Torá, seguidor de la Ilustración judía o Haskalá que fue propugnada por el filósofo Moses Mendelssohn. Centro de la segunda, ya en Berlín, será su hijo Georg, genuino ejemplar de judío ilustrado y asimilado completamente a su patria de adopción, en la que triunfará como médico. Y la tercera parte está protagonizada por Yegor, hijo del anterior que, con el resto de su familia, emigra a Nueva York tras la ascensión del nazismo. Se trata, pues, de una novela que abarca tres generaciones y casi íntegramente la primera mitad del siglo pasado, teniendo como fondo cada uno de los lugares en los que se asienta la familia, y a ésta como hilo conductor. La familia Karnowsky es una novela realista y a la vez épica comparable a otras más célebres que tratan del apogeo o el declive de una familia, pero presentada aquí en forma de epopeya social ambientada en lo que en esos años se consideraba “la cuestión judía”.

La peripecia de los Karnowsky, tal como nos la muestra el autor, difiere sin embargo de las de su género por un poderoso motivo. Y no es que le falte a la obra de Singer la capacidad para hacer sutiles retratos psicológicos, o que carezca del sentido filosófico que muchas veces ostentan esas novelas, sino que simplemente La familia Karnowsky fue originariamente escrita, como toda la obra de Singer, en yiddish, lengua popular y con gran arraigo en la narrativa oral, y deudora incluso de la literatura rabínica, con su larga tradición de comentarios de las escrituras sagradas. Consecuencia de lo anterior es que de la novela que comentamos esté ausente el más leve indicio de intelectualismo, y ello a pesar de que el suyo sea en último término un tema filosófico: el del valor y la vigencia de la Haskalá en el contexto histórico de la novela, una cuestión que para los judíos de entonces no era ya un motivo de controversia erudita, sino que atañía directamente a su propia supervivencia.

Desde la primera frase del libro sabemos que los Karnowsky son “conocidos como hombres obstinados y polemistas, aunque también estudiosos y cultivados, sin duda unas mentes de hierro”. Encarnación de ese carácter polemista, crítico y difícil de contentar es David, al que su libertad de criterio ha impedido hacer carrera como rabino, y que si bien se ha dedicado al comercio de la madera no ha dejado por eso de estudiar e interpretar a su manera las escrituras sagradas. A su juicio, en la judería oriental reinan la ignorancia y la superstición, razón por la cual, tras casarse, decide emigrar junto a su mujer a Berlín, “en busca de la luz”. Allí tratará de poner en práctica el ideal ilustrado de ser judío sólo en casa, y alemán fuera de ella. De ese modo se alejará del resto de la comunidad judía procedente del Este, esa comunidad formada por buhoneros míseros, vestidos con ropajes orientales, los cuales contagiaban su mala fama a los judíos ilustrados, deseosos de asimilarse a la vida y la cultura alemanas, y causantes además, a su juicio, de la nueva oleada de antisemitismo posterior a la Gran Guerra. Si en el caso de David esa asimilación parece tener éxito, no sucede así con su esposa, Lea, quien, cuando llevaba ya unos años viviendo en la gran ciudad extranjera, a causa de sus dificultades con el alemán y con las costumbres de la burguesía berlinesa, “todavía sentía su aislamiento como en los primeros tiempos”.

Será el hijo de ambos, al que su padre asigna un nombre cristiano, quien hará realidad el ideal de la asimilación. Georg, en efecto, ha perdido ya virtualmente su identidad judía: está casado con Teresa, una aria rubia y de ojos azules, y es sólo por contentar a su madre por lo que practica personalmente en su hijo el ritual de la circuncisión. Es apenas una vaga memoria de su origen judío la que conserva Georg, y ello por respeto a su madre. Sin embargo, tampoco faltan sombras en esta aparentemente satisfactoria asimilación, las cuales vienen por el lado de la familia de su esposa, en concreto de su hermano, Hugo. Es éste uno de esos oficiales alemanes que no han aceptado la derrota en la Gran Guerra y que ha regresado de los frentes convertido en un amargado haragán. Tampoco, a decir verdad, los tiempos ayudan mucho a que estos militares desmovilizados se adapten a la Alemania de postguerra. Son los años de la escasez, el desempleo y la inflación. Iba a ser entre estos militares derrotados e inadaptados (uno de ellos era cabo y se llamaba Adolf Hitler) de donde surge la teoría de “la puñalada en la espalda”, la traición de la que habría sido víctima el ejército no en los frentes, sino en la retaguardia, traición liderada por socialistas y bolcheviques, muchos de ellos judíos. En principio, el auge consiguiente del nazismo apenas inquieta al próspero doctor Karnowsky, ginecólogo de prestigio en una clínica en la que atiende a las damas de la aristocracia berlinesa. No por mucho tiempo. Las leyes raciales del Nuevo Orden no tardan en reducir y luego imposibilitar al doctor sus expectativas de trabajo. Sin embargo, quien experimentará de manera dramática la naturaleza de los nuevos tiempos será su hijo.

Yegor, cuyo nombre es la contracción de dos nombres cristianos (Joachim y Georg), al que además añade siempre el apellido Holbeck de su madre, es un muchacho débil que padece horribles pesadillas y al que difícilmente, a causa de su apariencia semita, aceptan los chicos arios de su barrio, con los que comparte estudios en el Instituto Goethe. El muchacho no entiende la jerga yiddish de su abuela ni encuentra sentido a los consejos de su padre. Exclusivamente se siente próximo a su rubia madre, semejante a las madres de sus compañeros de instituto, y en especial a su tío Hugo, del que escucha con placer el relato de sus heroicas acciones de guerra. Yegor no sabe quién es. Ni a quién escuchar ni a qué atender. Una cruel humillación sufrida en el instituto a causa de su origen racial es el punto de inflexión en el que su precaria vida se rompe. La toma de conciencia de su condición de judío se produce abruptamente y con odio, el cual dirige hacia su padre, causante según parece de todos sus males. Abandonados los estudios, dividida su identidad entre dos conciencias irreconciliables, el desenlace de su historia se producirá en Nueva York, adonde la familia se traslada penosamente una vez comprobada la imposibilidad de seguir en Alemania.

Devuelta la familia Karnowsky a la humilde condición de sus orígenes, allá en la lejana y oriental Melnitz, la existencia en América tiene variados efectos sobre cada uno de sus miembros. Lea está contenta, ya que puede hablar de nuevo en su materno yiddish y no tiene que fingir la pertenencia a una clase que no es la suya. Georg se desespera inútilmente, ya que aquí su título no es reconocido y no puede ejercer la medicina. El ya anciano David se vuelca en añoranzas y tal vez, en su fuero interno, se interrogue acerca del sentido o el sinsentido de sus convicciones juveniles sobre la Haskalá, el principio en virtud del cual la suerte de la emancipación de los judíos debía unirse a la asimilación. ¿Acaso esa luz que no encontraba en el ghetto en verdad se halla, como él creía, en Occidente? Pues sucede que la vida no es fácil tampoco en Nueva York, donde igualmente hay judíos procedentes del Este, algunos de su mismo pueblo, y también, naturalmente, nazis.

Pero es Yegor el que sufrirá como nadie su propia cólera y la de los otros. Como dice uno de los personajes: “La vida es como un bromista; disfruta jugando malas pasadas. Los judíos querían ser judíos en sus casas y gentiles fuera de ellas. Llegó la vida y volvió las tornas: somos gentiles en nuestras casas y judíos fuera de ellas”. Y así Yegor abandonará la casa paterna en lo que no es sino el episodio postrero de una larga huida, la cual le conducirá hasta uno de los finales de novela más sobrecogedores que pueden leerse.

La familia Karnowsky es una obra excepcional y un libro cargado de humanidad, retrato fiel de una época y del destino de un pueblo. Pero es también un libro sobre la relación entre padres e hijos, sobre el modo en que las ambiciones y las pautas de conducta de aquéllos se imponen sobre éstos, además de una reflexión oportuna y moderna acerca de esa constante de la historia humana que es la emigración. Y no en último lugar es un libro sobre los horrores domésticos del fascismo, horrores que precedieron a los de los campos de concentración y la Shoá, que fueron necesarios para la consumación de ésta y que acaso hayan resultado ser más perdurables, en la vida íntima, en el silencio intransferible de miles de conciencias, que el propio Holocausto. Se decía más arriba que esta historia fue redactada originariamente en yiddish, lengua humilde y popular que ha sido traducida aquí admirablemente por Rhoda Henelde y Jacob Abecasís. El uso de esta lengua despreciada por siglos como forma de expresión de la judería oriental, y más tarde también como lengua de desarraigados, supone ya de entrada una toma de partido por parte del autor y tal vez una respuesta a las preguntas planteadas en su día por la Haskalá. A ello se refiere uno de los personajes cuando, ante otro que intenta expresarse en alemán, le dice: “Hábleme en yiddish como en el patio de la sinagoga de Lvov”.

Decía Kierkegaard que “el poeta es el genio del recuerdo, sólo tiene poder para recordar”. Eso mismo es lo que hace Singer en esta novela, recreando ante nosotros un patio de memorias y añoranzas desde el que unas mentes de hierro, un día, iniciaron el camino de su disolución.

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