martes, 3 de noviembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 197

EL ALMA DE LAS MARIONETAS, DE JOHN GRAY

En 1988 Jorge Riechmann tradujo para la editorial Hiperión unos textos de Heinrich von Kleist desconocidos en su mayoría para los lectores en castellano: bajo el título de Sobre el teatro de marionetas y otros ensayos de arte y filosofía, se reunieron diversos escritos que contenían lo esencial de la poética de este autor de vida breve, soldado prusiano de los ejércitos que combatieron a Napoleón, inspirador de revistas sin éxito y autor dramático que nunca vio sus obras en el escenario, y que se suicidó en 1811, a la edad de treinta y cuatro años.

A Kleist, hombre de la Ilustración, amante de la cultura como único medio para el conocimiento de la verdad, le torció la vida el naciente Romanticismo y en especial la lectura de la obra de Kant, que todo lo relativizó y que hizo necesaria la acuñación de un nuevo término para explicar el desamparo y la impotencia ante las cosas: el nihilismo. “No podemos decidir”, escribió Kleist, “si lo que llamamos verdad es ciertamente la verdad o si sólo es algo que así nos parece. Si lo último es el caso, entonces la verdad que nosotros aquí recolectamos no es nada más después de la muerte, y todo esfuerzo por adquirir una virtud que también nos siga a la tumba es una tarea vana… Desde que entró en mi alma esa convicción, a saber, que por ninguna parte se ha de hallar la verdad, no he vuelto a tocar un solo libro. Me paseé ocioso por mi habitación, me senté inactivo junto a la ventana abierta y salí a caminar sin rumbo. Un desasosiego interior me empujó a los estancos y a los cafés; me dediqué a visitar el teatro y a ir a conciertos con el fin de distraerme… Y, sin embargo, el único pensamiento que ocupaba mi alma en ese tumulto exterior y al que le daba vueltas con una angustia ardiente era este: tu única meta, tu meta suprema, se ha desvanecido”.

El texto principal del libro al que nos referíamos más arriba, el ensayo Sobre el teatro de marionetas, es el producto genial, inspirador, de uno de esos paseos sin rumbo. En el invierno de 1801, el poeta se encuentra en un parque con un hombre que resulta ser el primer bailarín de la Ópera de la ciudad. Tras entablar conversación, Kleist descubre con sorpresa el gusto del bailarín por el modesto teatro de marionetas que se ha instalado en la plaza del mercado, el cual ofrece al público pequeñas y sencillas farsas, seguramente indignas de un espectador cultivado. Al otro, sin embargo, esas pantomimas le complacen, y le da a entender que un bailarín deseoso de mejorar su formación podría aprender mucho de ellas. El arte del titiritero, le dice, no es sólo una habilidad mecánica dirigida a crear una ilusión por medio de los hilos que maneja, sino que requiere igualmente una sensibilidad cuyo propósito no es otro que el de revelar “el recorrido del alma del bailarín”. Así pues, también el titiritero baila, desafía a la gravedad, libera un potencial de inocencia, divino, que estaba escondido. La contemplación de la “gracia” de una marioneta, de un adolescente o de un animal es lo más cerca que podemos estar de la verdad, lo que resulta tanto más difícil cuanto que esa gracia es natural e irrepresentable, y por tanto no puede reproducirse por medios mecánicos. Estos muñecos y estos seres que a diferencia de nosotros no han comido del Árbol del Conocimiento poseen la sencillez, la pureza y la ausencia de afectación de las que carece el hombre, “para quien el paraíso está cerrado con siete llaves”. Por eso “la gracia se presenta sólo cuando el conocimiento ha pasado por el infinito, de manera que se manifiesta con la máxima pureza al mismo tiempo en la estructura corporal humana que carece de toda inocencia y en la que posee una conciencia infinita, esto es, en el títere y en el dios”. Tras escuchar estas palabras, Kleist pregunta si, según eso, el hombre debe acaso volver a comer del Árbol del Conocimiento para recobrar el estado de inocencia. A lo que su interlocutor replica: “Sin duda. Ése es el último capítulo de la historia del mundo”.

Esta historia del mundo, que todavía no ha terminado, es la de nuestra modernidad, causa del desasosiego que a Kleist le empujó a las calles y las plazas donde ponían sus teatrillos los titiriteros. El cuento de Kleist, dirigido triplemente al arte, a la ciencia y a la filosofía, ha dado lugar a no pocas reflexiones desde que se publicó en 1810, la última de las cuales ha sido obra de John Gray, filósofo y politólogo británico del que la editorial Sexto Piso ha publicado El alma de las marionetas. Un breve estudio sobre la libertad del ser humano.

John Gray es profesor en la London School of Economics y colaborador habitual de The Guardian. En 1998 publicó el ensayo Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, libro que tuvo gran eco en los países anglosajones y al que siguió en 2003 Perros de paja, en el que se dedicó a desmontar los mitos “religiosos” del humanismo y el antropocentrismo, y en cuyas páginas describió a la humana como una especie voraz consagrada a devastar toda forma de vida natural. No menos influyente es su libro Misa negra, crítica de un concepto de progreso caracterizado por su autor como otro de los mitos que tiene su origen en las ideas apocalípticas de los primeros cristianos, que se perpetuó en la Edad Media y que, tras dar como resultado los totalitarismos del siglo XX, se manifiesta ahora en los principios que rigen los llamados “estados democráticos”, y en especial en la guerra contra el terrorismo y en la guerra de Irak.

El profesor de la Universidad Nacional de Colombia Luis Eduardo Hoyos escribió hace algunos años, cuestionando que el del atormentado Kleist fuera un “suicidio filosófico”, que si él se apropió de forma tan dramática de la filosofía kantiana, tendríamos que esperar que también hubiera sabido concluir de ella que “tiene que volver a nosotros la conciencia de la libertad”.* Cierto es que si una mente sensible puede interiorizar tan trágicamente el pensamiento kantiano, también puede reaccionar con vértigo y hasta con horror a la expectativa misma de la libertad, cosa que no hace más fácil la vida, a lo que Hoyos añade enseguida: “Pero la hace posible”. Esta posibilidad es el punto de partida del estudio de Gray, para quien a la inversa de como podría creerse apresuradamente la libertad realmente practicable no es la que llegará cuando dejemos de ser marionetas, sino la que, porque no somos marionetas, es posible de acuerdo con nuestra naturaleza. El que nos ocupa es un titiritero interior que habita nuestra propia conciencia, y que nos hace sentir la falta de libertad por medio de hilos que nos mueven y que son manejados por nuestra historia y nuestras ideas. Sin embargo, según Gray, “nada impide que podamos eludir las barreras que determinan nuestros actos en el mundo”.

Al repasar diversas concepciones de la libertad humana, desde la formulada por los gnósticos hasta la de los nuevos milenaristas, Gray concluye que estas propuestas “liberadoras” que en algún momento deberían dar lugar al comienzo de una nueva era de libertad humana y de plenitud no son en realidad sino las principales ataduras del hombre moderno. Es, pues, la lucha sin esperanza que nos lleva a depositar vanas ilusiones en el progreso del conocimiento intelectual y de la razón la fantasía que nos convierte en marionetas ignorantes de sus propios condicionantes inconscientes y biológicos, los cuales constituyen las líneas que demarcan la libertad posible, y con las que, en consecuencia, estamos obligados a convivir. El problema que nos plantea esta limitación de nuestro libre albedrío no es la limitación propiamente dicha, sino el hecho de que hayamos decidido desconocerla para poner todas nuestras expectativas en grandes construcciones intelectuales y en el progreso de las mismas. La frustración inherente a esas expectativas nunca cumplidas sería, según nuestro autor, la causa de la desmoralización y los miedos que aquejan al conjunto social, y el vivero de los fundamentalismos seculares en los que bebe el capitalismo a la deriva. Pues el ser humano, escribe Gray, “es el único de los animales que recurre a la violencia para sofocar el vacío interno”, vacío que tiene la propiedad de reducir al hombre a “una lucha contra la falta de sentido en su vida, y a matar y morir en aras de creencias sin sentido. En tiempos modernos”, añade, “el mayor de estos absurdos consiste en la idea de una nueva humanidad”.

Afirma nuestro autor que si los seres pensantes en que nos hemos convertido, tras probar el fruto del Árbol del Conocimiento, no somos capaces de aunar visiones divergentes, sí podemos, en cambio, volvernos conscientes de ellas y decidir qué hacer. A la sensación de hallarnos ante un impasse en nuestra capacidad para entender el mundo e intervenir en él, hay, según nuestro autor, que contraponer “orden en el caos que parece regir el progreso, y tal vez así demos inicio a la siguiente fase de transformación individual y colectiva”. En tal empeño conviene saber que las ideas no eliminan los obstáculos ni dan alas para sobrevolarlos, pero sí otorgan elementos que permiten anular su carácter de obstáculos. Porque no son volatineros ni seres ingrávidos, los hombres deben ser conscientes de lo infructuoso de su desafío a la gravedad, concluye Gray, porque, “al no pretender ya ascender a los cielos, quizá encuentren la libertad cayendo a tierra”.

Las propuestas contenidas en El alma de las marionetas conjugan originalidad y erudición, y, como el cuento de Kleist, terminan por componer una visión del mundo y de la humanidad que huye por igual de las grandes construcciones filosóficas y de la moderna biología escolástica que desde hace tiempo viene estableciendo los límites del análisis científico. Es un libro poético por el que desfilan Giacomo Leopardi, Stanislaw Lem, Mary Shelley, Edgar Allan Poe y Jorge Luis Borges, y, como libro poético, queda abierto a lecturas múltiples y a inesperadas sugerencias. Pues sucede que Gray, crítico tenaz de los mitos edificantes de la razón y el progreso humano, viene a ser un tardío y raro ejemplar de ese oscuro Romanticismo al que sucumbió Kleist. Lo que nos sugiere el autor es que aquello que escapó a la comprensión del poeta alemán, el hecho problemático de que lo singularmente humano es el conflicto interno, puede también ser fuente liberadora de autoconciencia y creatividad. O, como escribió Albert Camus: “que si hay un pecado contra la vida, tal vez este no consista tanto en la desesperación ante la vida que tenemos como en la esperanza de otra, y en eludir la grandeza implacable de esta vida”.
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* Ideas y valores, vol. LX, nº 146, Bogotá, 2011

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