martes, 29 de diciembre de 2015

LECTURA POSIBLE / 200

ANDRÉ MAUROIS: CREACIÓN Y DESTRUCCIÓN

En su último libro, el filósofo francés Pierre Caye aborda el problema, ya tratado por él mismo anteriormente, de la acción humana en lo relativo a la producción desbocada, en tanto que fenómeno global causante de un riesgo ecológico, económico y político, y que él resume en una disyuntiva que se le presenta al hombre moderno entre la moral y el caos. El ensayo Critique de la destruction créatrice. Production et humanisme (Les Belles Lettres, 2015) nos habla de un capitalismo que incurre en el error de creerse dotado de capacidad para regenerarse a través de lo que se considera un proceso de destrucción creativa, mostrando, por el contrario, cómo una parte de lo destruido se pierde irrevocablemente, abocando al propio sistema económico al agotamiento de los recursos que lo hacen posible. En su crítica del caos capitalista Caye, sirviéndose del neoplatonismo, afirma que para que el Ser sea operativo y creativo tiene que pasar por algo que no sea el Ser, proponiendo al respecto una nueva “metafísica de la improducción”.

Estas ideas que Caye expone en su libro tratan de manera original un asunto de gran actualidad –el del decrecimiento económico– que, todavía carente de nombre, debió rondar ya por la cabeza de un oficial que hace ahora cien años, durante la Gran Guerra, desempeñaba sus funciones de intérprete del Estado Mayor inglés en Francia y Flandes: un joven judío llamado Emile Herzog, cuyo pseudónimo literario, pocos años más tarde, iba a ser André Maurois.

Descendiente de una rica familia de pañeros alsacianos, Maurois renunció a hacerse cargo de la fábrica textil de su padre para dedicarse a la literatura. Producto de su contacto durante la guerra con la oficialidad inglesa y de su conocimiento de ese país, Maurois publicó en 1918 su primer libro, Les silences du colonel Bramble, que tuvo gran éxito en Francia y en las Islas, y al que sucederían más tarde otros títulos con asunto británico. Es, sin embargo, la novela Bernard Quesnay, aparecida primero en 1922, y luego, revisada, en 1926, la que le otorgaría una merecida fama. A ella sucedieron otras, como Le cercle de famille (1932) y Les roses de septembre (1957), redactadas en un período en el que nuestro autor cultivó un nuevo género también practicado en esos años por Stefan Zweig y Emil Ludwig, la biografía novelada, de la que fueron fruto diversos volúmenes dedicados a personajes como George Sand y Lord Byron. Igualmente fueron célebres sus ensayos de crítica literaria, en los que se aproximó a las vidas y las obras de Victor Hugo, Paul Valéry y Marcel Proust, entre otros.

En la nómina de autores injustamente olvidados, André Maurois ocupa un lugar de honor. Ello no sólo por la precisión y exquisitez de su prosa, o por la sutileza de sus retratos psicológicos, sino también, y puede que sobre todo, por la modernidad de unos temas que le fueron propios a lo largo de su vida y que podrían ilustrar algunos de los aspectos más íntimos y sombríos de nuestra sociedad, de los mitos de nuestra economía y de sus infortunios. Maurois, en Francia, hace tiempo que alcanzó esa forma de clásico que merece dar nombre a liceos y plazas, pero al que nadie lee. Y sorprende, más allá de las complicaciones devenidas de la vigencia de los derechos de autor y de los de sus herederos, que su obra no se haya beneficiado fuera de su país de una puesta al día y de una divulgación como las que tan justamente, por otra parte, han vuelto a encumbrar recientemente la del citado Stefan Zweig, pongamos por caso, autor con el que el nuestro tiene no pocas cosas en común. Pues sucede que Maurois, como decíamos más arriba, y al igual que el austríaco, frecuentó ese género hoy también en barbecho que es la biografía novelada; fue pacifista pese a su participación en dos guerras, de lo que es buena prueba Patapoufs et Filifers, cuento para niños que fue ilustrado por Jean Bruller; y, como ocurre también con el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Maurois dominó con maestría la narración psicológica, dejándonos por medio de ella un cuadro cabal de su tiempo y de su gente.

Los personajes de Maurois suelen situarse en la Normandía en la que se crió el autor, pertenecen como él a familias burguesas, y éstas, como la suya, son dueñas de un rico patrimonio industrial. No se trata sin embargo de novelas autobiográficas, aunque resulte obvio que la experiencia vivida sea determinante en ellas, sino más bien de recreaciones fieles, a menudo muy detalladas, de personajes e historias que estaban en el ambiente y que formaban parte de la educación sentimental de Maurois. Conviene tener presente que si el hombre Emile Herzog, todavía en su juventud, se negó a seguir el camino familiar, la obra de su heterónimo André Maurois se consagró en su mayor parte a desvelar los secretos de ese grupo social caracterizado por la opulencia de su patrimonio, por el auge y el declive de la actividad industrial, por las relaciones de clase a que ésta daba lugar y por las incertidumbres y ensoñaciones de esa burguesía moderna de provincias, dividida entre la conciencia de sus deberes y la persistente atracción de otra vida disfrutada libremente, vida cosmopolita y de costumbres relajadas cuyo lejano centro eran París y los lugares de veraneo donde los miembros de esta sociedad exclusiva podían, entre negocio y negocio, dar rienda suelta a su sensualidad. Quiere decir todo ello que la mirada de Maurois no está exenta de crítica ni de ironía. Su obra, como la del filósofo mencionado más arriba, pone radicalmente en cuestión los valores de esa “creación destructiva” que rigen la producción capitalista, pero poniendo su atención no en los efectos que ésta tiene sobre la economía, el medio ambiente o la política, sino sobre las almas.

Bernard Quesnay, de cuya vida se nos ofrece con admirable concisión –en menos de doscientas páginas– un extenso tramo que abarca desde su juventud hasta su madurez, nos es presentado como un hombre dotado para el placer y la belleza que, desmovilizado tras la guerra, debe regresar a su pequeña población normanda, a Pont-de-l’Eure, para hacerse cargo de la empresa familiar. El hombre, que tiene sus dudas, por nada del mundo piensa enterrarse ni en la fábrica ni en la provincia, y considera que si transige con la responsabilidad que se le ha impuesto es sólo temporalmente. Durante algunos años, en efecto, Bernard mantiene intactos sus lazos con París, los cuales adoptan dos formas que son reveladoras de su carácter y sus inclinaciones: una amante, mujer casada cuya existencia se desenvuelve en el gran mundo, y su amigo Delamain, aprendiz de literato. Una combinación de ambos personajes vendría a componer el ideal de vida del que Bernard querría formar parte. Ilusoriamente, pues la fábrica se va señoreando de su existencia, absorbiéndole hasta clausurar toda salida. Al fin, Bernard se convertirá en un sucedáneo de la patriarcal figura de su abuelo, sacrificado para toda otra forma de vida y entregado de manera maniática a los vaivenes de la producción industrial, convertida en refugio “para no pensar”.

Compañera de viaje en el proceso de disolución del personaje es Françoise, su cuñada, mujer con la que el protagonista estuvo a punto de tener “algo” cuando perdió a su amante parisina y que, también sepultada por las exigencias todopoderosas de la fábrica, acabará sin embargo escapando con su marido, el hermano de Bernard, para tener su vida en otra parte. Es Françoise, como Simone, la perdida amante parisina, buen ejemplo del arte de Maurois para trazar con pocas pinceladas un retrato femenino, el cual aparece con ligeras variaciones en toda su obra: mujeres dominadas, inquietas y descontentas con el papel que se les reserva, próximas siempre a rebelarse. Todas se alejan del destino que parece haber elegido Bernard, de cuya rendición da cuenta él mismo una mañana, al término del entierro de su abuelo, cuando alguien le pregunta si estará en la fábrica por la tarde, a lo que él replica con una sola palabra que es a la vez un gesto, un signo de claudicación y renuncia: “Naturalmente”.

En la misma Pont-de-l’Eure, en Normandía, encontramos a los protagonistas de Le cercle de famille. Estamos ahora a finales del siglo XIX, y el patriarca, el señor Herpain, se dedica al comercio de lanas. De nuevo aquí el negocio familiar representa una forma insalvable de servidumbre que tiene la propiedad de alimentar, bajo un barniz de decoro burgués, la tensión en la que se mueven los personajes. La protagonista es Denise, una de las hijas, la cual descubre por casualidad que su madre tiene un amante. Él, el doctor Guerin, llega a casa cuando el padre está ausente. La muchacha toma conciencia de la relación ilícita en una escena por lo demás armoniosa: entreabre la puerta de su habitación, y ve a su madre cantando La vie antérieure, el poema de Baudelaire, acompañada al piano por un hombre. La primera fascinación de esa imagen feliz –el poema, la música de Henri Duparc– deja paso en la mente de la joven primero al juicio y después a la condena. Lo que sabe acerca de su madre marcará a Denise, quien rechazará con fervor una vida semejante y, en especial, el matrimonio. Entretanto, enviada a un internado, ella ha descubierto la literatura junto a tres compañeros. Con ellos se carteará a menudo, ya durante la Gran Guerra, época en la que flirtea con un oficial inglés. Con uno de sus amigos, Jacques, el hijo del notario, volverá a encontrarse durante un permiso. Y Denise perderá la virginidad con el soldado Jacques, en el mismo hotel de Rouan en el que una vez vio entrar a su madre y al doctor Guerin. Más tarde, en París, donde prosigue sus estudios, Denise será amada por dos hombres entre los que no puede elegir, para casarse finalmente con otro, un banquero, al que no tardará en engañar, pero, a diferencia de su madre, que fue toda la vida fiel a un único amante, los de Denise serán numerosos, aunque cada uno de ellos, y el paso de uno a otro, estén señalados por el cansancio y la rutina. También el banquero se refugiará en el trabajo, en la “industria de hacer dinero”, y ella tendrá una hija de la que ya no sabremos mucho, excepto que la juzga y la condena.

Novela ambiciosa, Le cercle de famille se desenvuelve en tres ambientes: el de la burguesía provinciana de Pont-de-l’Eure, corrompido por la envidia, la hipocresía y los chismorreos; el de la casa de huéspedes de París, con su vida promiscua y bohemia; y, por último, el mundo financiero de entreguerras del que forma parte el marido de Denise. Éste último da lugar en la novela a jugosas reflexiones acerca de la política del momento y de la economía. Alguna de ellas se refiere a la URSS –cuatro años antes de que Gide volviera de su viaje y escribiera su famoso libro– pero tal vez sean más notables las consideraciones que Maurois dedica a las finanzas: “La verdad es que a los hombres no les es más fácil dirigir la economía global que a un capitán de barco navegar en la tormenta”. El patrimonio de la familia se desvaneció tras extenderse a Europa la Gran Depresión; y es que, como escribe Maurois, el dinero no es creador.

André Maurois se exilió a Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, y como oficial del ejército de la Francia libre tomó parte en la liberación del norte de África. A su regreso a Francia recibió la Legión de Honor y escribió libros de ciencia ficción y una novela autobiográfica, Les roses de septembre, donde relató los amores de un anciano escritor por una mujer a la que conoció en Latinoamérica. Narrador de la burguesía y del caos de su “destrucción creativa”, las obras de Maurois nos hablan de esa parte irrevocablemente rota: la de las vidas, las pasiones truncadas y las esperanzas.

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