martes, 22 de julio de 2014

LECTURA POSIBLE / 152

W O EL RECUERDO DE LA INFANCIA, DE GEORGES PEREC. VIDA, FRAGMENTO Y METÁFORA

Los libros no empiezan en su página uno ni terminan en su página final. Hay mucho por delante, escrito o no escrito, y también por detrás, en libros sucesivos, tanto propios como ajenos, e incluso después de la muerte del autor, el cual, de todas formas, hace tiempo que ya no es dueño de su obra. Que los libros empiecen y acaben, que incluyan una fotografía, una reseña biográfica, un comentario sobre su contenido, todo esto no son más que convenciones a las que debe atender el editor, cuyo interés comercial es el de poner a la venta un producto. Éste hace bonito en las estanterías, y como se le atribuye la virtud de estar acabado no se nos entrega acompañado de un manual de instrucciones, ni su lectura requiere mayor esfuerzo. Sucede sin embargo que algunos escritores concibieron sus obras siempre inacabadas y conformadas por fragmentos que exigían de sus lectores un montaje ulterior, todo ello mucho antes de Ikea y de la era del “hágalo usted mismo”. Seguramente fue Kafka el primero que otorgó a su literatura lo que podría llamarse la perfección de lo fragmentario. A Kafka le sucedió Georges Perec.

Tal sucesión ocurrió de un modo imprevisto, ya que en principio no mucho parecían tener en común el tuberculoso praguense y el parisino descendiente de una familia polaca. Esa comunidad de intereses y esa sucesión legal (Perec nació doce años después de la muerte de Kafka) se observa inmediatamente cuando el lector profundiza en la obra de ambos. Para empezar, los dos proceden de la judería centroeuropea, lo que ya es algo. Hay un aire de familia en la manera que ambos autores tienen de afrontar la posición del individuo dentro de la sociedad y en especial frente al poder, como también en el gusto que comparten por el juego y los relatos de aventuras, como si un niño zumbón y al mismo tiempo despiadado habitara en ellos. Kafka no dio por acabada ninguna de sus novelas porque sabía que, en rigor, eran inacabables, y porque la aleatoriedad e inconstancia del fragmento no tenían carta de naturaleza en la literatura de su tiempo. También Perec fue escritor de fragmentos, pero en las pocas décadas que hay entre uno y otro la escritura se había abierto a nuevas posibilidades. La vanguardia, que, a diferencia de lo ocurrido en las artes plásticas, tanto tiempo había tardado en llegar a las letras, se abrió camino a través del Ulises y de otras obras aisladas cuyas inclinaciones experimentales acabaron por converger a finales de los años cincuenta en el Nouveau Roman. En el centro de éste se encontró Perec, quien así pudo superar el conflicto insoluble que se le presentó a Kafka. La escritura fragmentaria tuvo que ser aceptada como rasgo peculiar de un arte sin principio ni fin, siendo adoptada y asimilada por una cultura que encontró en ella la expresión exacta de un mundo complejo e inagotable, para cuya ilustración la literatura sólo podía ser una perpetua work in progress. Sus partes dialogan entre sí, saltando de un libro a otro e incluso de un autor a otro, terminando por poner en cuestión otra de las convenciones burguesas del arte: la de la autoría. De ese modo se insertan en las novelas de Perec textos de procedencia diversa, sin aparente relación. A todo ello hay que añadir el atractivo que para este chico travieso tuvo siempre la obra, medio seria y medio bromista, cargada de descripciones minuciosas, de Raymond Roussel, del que ya hemos hablado. Hubo no obstante algo que Kafka y Perec no pudieron compartir, y que se sumó de manera natural a la visión del mundo de éste último: las cámaras de gas.

Los textos de Perec han ido editándose en castellano de manera fragmentaria, como parecía obligado, encontrándose su obra dispersa aquí y allá, a veces en traducciones dudosas, aunque más sorprendente sea que algunos de dichos textos, debidos a uno de los clásicos del siglo pasado, sigan todavía inéditos. Parte de su extensa obra está siendo traducida al euskera por Igela Argitaletxea, y entre los títulos recientemente vertidos al castellano figuran: Tentativa de agotamiento de un lugar parisino (Gustavo Gili, 2012), La cámara oscura (Impedimenta, 2010), El aumento y El arte de abordar a su jefe de servicio para pedirle un aumento (Ediciones La Uña Rota, 2009) y ¿Qué pequeño ciclomotor de manillar cromado en el fondo del patio? (Ediciones Alpha Decay, 2009). Uno de estos libros inéditos era W o el recuerdo de la infancia, que ha publicado este año la editorial palentina Menoscuarto.

Si bien en la nómina de obras escritas por Perec existen unas pocas que constituyen referencias a juicio de la crítica (Las cosas, Un hombre que duerme, La vida instrucciones de uso), la misma singularidad de nuestro autor, su desdén hacia toda forma de jerarquía, desdén aplicado también a una literatura que desafía abiertamente los esquemas tradicionales, todo ello hace que sea impropio hablar en su caso de  lo que otras veces llamamos “obra menor”. La mera superficie de esta novela, incluso su tema, podrían inducir al lector a considerar como tal esta W o el recuerdo de la infancia, la cual sin embargo contiene en una dosis suficiente al “todo Perec”, lo que bien puede convertirla en aconsejable introducción al resto de su obra.

El libro desconcierta de entrada al lector no iniciado, pues ya en las primeras páginas advertimos que nos encontramos en realidad no ante uno, sino ante dos libros, o mejor dicho: dos textos fragmentarios que se van encadenando el uno al otro, uno de los cuales aparece en cursiva. Este texto, escrito por Perec a la tierna edad de trece años, cuenta la historia de W, una isla de Tierra del Fuego que en principio se nos aparece asociada a un naufragio y a la desaparición de un niño. En razón de los acontecimientos de la guerra, su protagonista, un desertor del ejército, ha recibido en Alemania una nueva identidad, la cual no ha sido inventada por quienes le han facilitado la documentación, sino que corresponde a la del niño desaparecido en el naufragio aludido, un enfermizo muchacho hijo de una cantante de ópera. Los cadáveres de la tripulación y de los pasajeros del barco (entre ellos la madre) han sido identificados, todos a excepción del niño, el cual, según parece, pudo ser abandonado en tierra antes del naufragio. Un misterioso personaje encomienda al desertor, actualmente engrasador en un taller mecánico, la tarea de viajar a Tierra del Fuego para encontrar al muchacho con el que comparte nombre. Hasta aquí nos hallamos ante una novela de aventuras, la cual de hecho sólo sirve de introducción al cuerpo principal del texto que se nos presenta en cursiva, y que se refiere a las extrañas costumbres, descritas con detalle por el narrador, que reinan en la isla de W.

El segundo texto es autobiográfico, y resulta ser una reconstrucción de la infancia de Perec, reconstrucción que nos conduce hasta el momento en que escribió el relato aludido. Aquí nos habla de sus primeros recuerdos, guiándose a veces por medio de los escasos vestigios que quedaron de sus padres, y de su extensa parentela polaca residente en París, en especial de sus tías, las cuales se ocuparon de él tras la muerte de su padre, “caído por Francia”, momento en el que su madre consideró que el niño se encontraría más seguro en el campo, cerca de Grenoble. En varias ocasiones el relato nos remite a la parisina estación de Lyon, donde el niño Perec se despidió de su joven madre, que se ganaba la vida como peluquera, y que entonces le compró para el viaje, en un convoy de la Cruz Roja, un tebeo titulado Charlot paracaidista. No volvió a verla. Unos meses después fue detenida en París e internada en el campo de concentración de Drancy, desde donde la deportaron a Auschwitz. Como su padre, que antes de ser soldado fue tornero, era una persona sencilla y casi analfabeta. Perec anota acerca de su madre: “Volvió a ver su país natal antes de morir. Murió sin haber comprendido”.

Afirma Perec en este libro que “no tengo recuerdos de infancia”, afirmación a la que contradice el texto aquí laboriosamente redactado y por medio del cual intenta comprender el autor a aquel muchacho de trece años que escribió su fantástico relato sobre la isla de W. Esa afirmación no era cierta, pero quizá la convicción con que la formulaba era el modo en el que el Perec adulto se protegía de su propia historia, de la que no estaba dispensado, y sobre la que había caído brutalmente “otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, que ya había respondido por mí: la guerra, los campos”. Aquel chico estaba habitado por “la blanca ensoñación de Ismael y la paciencia de Bartleby”, convocados por él como sombras tutelares. Precisamente a la iniciación de Perec a la lectura corresponden los últimos recuerdos aquí recogidos, libros de Verne y de Flaubert, pero también las aventuras de Porthos y d’Artagnan, a los que se añadirían enseguida las obras de Roussel, Kafka, Leiris y Queneau. A éste último habría de unirle una complicidad literaria, connivencia o, “todavía más, más allá, un parentesco finalmente reencontrado”. Queneau, fundador en 1960 de OuLiPo, “taller de literatura potencial”, suministró a Perec los materiales matemáticos que encontramos en su obra y que se manifiestan en forma de palíndromos, lipogramas y otros rompecabezas parecidos, de los que algunos figuran en el libro que comentamos. Todo ello, como sucede en el resto de sus obras, sin que tales experimentos que vinculan a nuestro autor con el Colegio de Patafísica, con el surrealismo y con Boris Vian, estorben a la que es la primera y máxima cualidad de su prosa: la transparencia.

Pues ocurre que esos experimentos están tan arraigados en su obra como a la vez fuera de ella, alojados en el libro bajo capas de otros libros que se reescriben cotidianamente, y de cuya reescritura participa el lector sin saberlo. Así es como llega Perec, lector de sí mismo, a esa historia de la isla de W cuyo sentido y relación con la experiencia propia de su joven autor se comprende a medida que avanza la lectura. Se revela allí lentamente el significado de W, lugar en el que toda la sociedad humana está sometida al Deporte, convertido éste en economía, cultura, moral y Ley implacable aunque también imprevisible. Esa sociedad, a la manera de una moderna Esparta, es descrita en este espeluznante relato con la frialdad y la lógica que se desprenden de su divisa olímpica, la cual imparte su doctrina sobre ese imperio del terror en el que “la Victoria es una gracia y no un derecho”. Anota escrupulosamente Perec que esta distopía de pesadilla concebida en la infancia y rescatada a principios de la década de los setenta se hacía realidad en esos días en que la dictadura de Pinochet había tenido a bien convertir algunos islotes de Tierra del Fuego en campos de concentración, dotando así a sus fantasmas de entonces de un último eco.

Y es que, como ya sabemos, los libros siguen escribiéndose mucho después de su punto final, convertidos en algo más que recuerdo o como el propio Perec expresa bellamente al evocar a sus padres en un pasaje de esta extraordinaria novela: “No escribo para decir que no diré nada, no escribo para decir que no tengo nada que decir. Escribo: escribo porque hemos vivido juntos, porque he sido uno entre ellos, sombra entre sus sombras, cuerpo junto a sus cuerpos; escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura: su recuerdo ha muerto en la escritura; la escritura es el recuerdo de su muerte y la afirmación de mi vida”.

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