martes, 11 de noviembre de 2014

LECTURA POSIBLE / 166

KALLOCAÍNA, DE KARIN BOYE. UNA NOVELA SOBRE EL TOTALITARISMO

Karin Boye, autora sueca nacida en Gotemburgo, vivió entre 1900 y 1941. Fue poeta y novelista, fundadora de Spektrum, publicación de corta vida que sirvió para introducir a los surrealistas en Suecia, y traductora de T.S. Eliot. Como poeta es bien conocida en su país natal, y son dos las novelas que hoy mejor representan su obra narrativa: Crisis, que se publicó en 1934, y Kallocaína, de 1940, sin duda su obra más divulgada, que ha sido traducida a más de diez idiomas y que en 1981 dio lugar a una serie de la televisión sueca dirigida por el cineasta Hans Abramson.

Boye fue principal animadora de la cultura sueca a partir de los años veinte, desde el seno de la asociación socialista “Clarté” y de Spektrum, que fue concebida como un “órgano de expresión radical para los jóvenes” en el que se abrieron camino las nuevas ideas en materia de literatura modernista, psicoanálisis y política social. Estuvo casada entre 1929 y 1934 con otro miembro de “Clarté”, Leif Björck, del que se separó tras conocer a Gunnel Bergström, quien dejó a su marido por Boye. Con su nueva pareja mantuvo una larga relación epistolar que, editada por quien es también la biógrafa de nuestra autora, Pia-Kristina Garde, se publicó con el título de Karin Boye: okända brev och berättelser (Karin Boye, cartas inéditas e historias, Ellerströms, 2013).

En su ensayo El lenguaje más allá de la lógica, publicado en 1932 en la revista citada más arriba, Boye advirtió de la manera en que el psicoanálisis afectaba al lenguaje simbólico personal y abría nuevas perspectivas para la exploración literaria. El psicoanálisis habría demostrado, según Boye, la existencia de un almacén simbólico que es común a toda la humanidad, al que los escritores no podían sustraerse y que tendría el misterioso efecto de hacer su obra comprensible, “a pesar de ellos”, a culturas y sociedades ajenas, tanto en el tiempo como el espacio. Ese mismo lenguaje simbólico, tomado ahora como nuevo no obstante pertenecer a la especie desde tiempos remotos, ofrecía a la personalidad del autor un campo infinito en el que proyectarse, con lo que el lenguaje más allá de la lógica podía servir igualmente al individuo y a la colectividad.

Estas ideas están presentes en toda la obra de Boye, tanto en sus temas como en sus procedimientos poéticos y narrativos. No en balde nuestra autora poseía un espíritu inconformista “que impulsó su vida y su obra a través de un deseo implacable de revuelta y ruptura”, según ha anotado su compatriota Lotta Lotass, escritora ella misma a la que se debe en parte la actual revalorización de la obra de Boye. De dicha revalorización es resultado el interés que últimamente han despertado en Suecia sus colecciones de relatos, y, entre nosotros, la publicación por la editorial Gallo Nero de esta Kallocaína, única de sus novelas traducidas al castellano.

Si en Astarte, novela de 1931, el protagonista era un maniquí en torno al cual giraban unos personajes que terminaban por conformar una crítica moderna de la sociedad de consumo; y si en la ya mencionada Crisis se trataba de un seminarista descreído cuya peripecia terminaba por constituirse en una reflexión de la autora acerca de su propia homosexualidad, en Kallocaína nos encontramos de nuevo ante un personaje que, tras hacer balance, cuestiona su sociedad y a sí mismo, encarnándose finalmente en promesa de “un nuevo mundo”. El libro ha sido considerado por la crítica como deudor de Un mundo feliz, la novela de Aldous Huxley que se había publicado unos años antes, y como precedente de la orwelliana 1984, que no vería la luz hasta una década más tarde. Sin embargo, la Kallocaína de Boye tiene sus propios orígenes y un significado que es característico tanto de las inquietudes ya manifestadas por la autora en su obra anterior como de su experiencia personal del momento en que la redactó. En efecto, en 1940 Suecia se hallaba en una ambigua situación que oscilaba entre la neutralidad y el colaboracionismo con el Tercer Reich. De hecho Suecia era un país ocupado y sometido a bloqueo, regido por un gobierno títere que reproducía a título doméstico las formas de dominación de la Alemania nazi. Es en este difícil contexto, en el que Boye pudo tratar a diversos alemanes exiliados que acabarían por ser forzados a abandonar el país, en el que se gestó la novela.

El texto que se nos presenta aparece figuradamente como obra del químico Leo Kall, quien se encuentra en el momento de su redacción prisionero de una potencia extranjera, el así llamado Estado Universal. La razón de ser de su escritura la da el propio personaje en las primeras páginas: “Pues, aunque los años que llevo aquí como prisionero y como químico –serán más de veinte, calculo– han sido años de sobra llenos de trabajo y de premuras, existe algo que, sin duda, opina que no es suficiente, algo que me ha ido guiando y que me ha descubierto otro trabajo, uno que yo no tenía la menor posibilidad de descubrir, a pesar de tener en ello un interés profundo y doloroso. Ese trabajo estará cumplido cuando haya terminado el libro”. De modo que es un imperativo moral el que mueve al personaje, un imperativo que, como es costumbre en la obra de Boye, abarca lo que de más personal hay en el protagonista y lo colectivo, lo que es propio de su intimidad y a la vez del período de la Historia que ha vivido.

Leo Kall nos describe su vida en un apartamento subterráneo junto a su mujer y sus tres hijos. El poder totalitario al que están sometidos los habitantes del Estado del Mundo es una parodia del poder nacional-socialista y de su capacidad para invadir todos y cada uno de los campos en los que se desarrolla la actividad humana. Toda la ciudad es subterránea, y para desplazarse en la superficie es preciso una licencia, como también es necesaria una licencia para hacer o recibir visitas. El apartamento de los Kall, que obedece a un modelo estandarizado, dispone en la llamada “habitación parental”, el dormitorio, de un “ojo y un oído policial” permanentemente activos. Los habitantes de este Estado no son ciudadanos, sino “conmílites”. La asistenta es en realidad una espía designada por la autoridad, y mientras los hijos son enviados a la edad de ocho años a un campamento en el que se les adiestra militarmente, los padres, por su parte, deben prestar diversos servicios policiales y militares, entre ellos el de supervisar los actos públicos instituidos por el Estado. La descripción que nos ofrece Kall es sobrecogedora, y compite con ventaja (en lo que a terror se refiere) con los círculos infernales de Dante. El sistema de este régimen policial y militar, de gran complejidad, está inspirado no obstante en un concepto de extremada sencillez: la falta de confianza, y por tanto el miedo a la delación, la cual puede venir de un vecino, de un compañero de trabajo, de la esposa o del propio hijo.

En medio de este panorama Leo Kall descubre un nuevo producto químico al que da su nombre: la kallocaína. Y es que si es cierto que todo poder apunta a convertirse en totalitario y a dominar y regular todos los aspectos de la vida humana, también lo es que hasta ahora ha habido un ámbito al que el acceso le ha resultado problemático: el pensamiento. La kallocaína es en efecto un suero de la verdad que además de la virtud de revelar los pensamientos más profundos del individuo tiene también la de operar sin pérdida de la conciencia por parte del mismo, lo que añade al valor de su confesión la vergüenza, el aturdimiento y el miedo que se sufren posteriormente, cuando cesan los efectos de la droga. El resultado es la consecución de los más ambiciosos propósitos del Estado, poseedor y registrador fáustico del alma de los conmílites, reducidos todos ellos a un estado de servidumbre y privación de libertad nunca visto anteriormente.

El inventor de la kallocaína nos describe con detalle los experimentos realizados sobre “víctimas voluntarias”, así como la comprobación de la existencia de una especie de secta con extrañas creencias y aún más extraños rituales. En dicha secta se guarda precariamente lo que de humano queda todavía en el Estado del Mundo, lo que la convierte en objetivo de las autoridades. En la persecución y captura de estos seres subversivos participará Kall de buena gana, en su calidad de entusiasta defensor de los intereses supremos del Estado. Estos buenos servicios permitirán a Kall trepar por la escalera imaginaria con la que sueña desde niño, alcanzando en su ascenso puestos de responsabilidad en los que podrá codearse con las autoridades. Sin embargo, tal ascenso se verá interrumpido bruscamente, lo que le servirá a Kall para percatarse del error en el que se ha fundado toda su vida. Es la conciencia de este error, tardía, pues su despertar se produce de manera inseparable del sacrificio de todo aquello que habría debido amar, lo que motiva el libro y la necesaria reflexión que éste contiene.

Pieza clave en el argumento de la novela es el personaje de Rissen, jefe de Leo Kall y colaborador en sus experimentos químicos. Rissen es un hombre extraño, ajeno a la marcialidad que predomina entre los habitantes del Estado del Mundo y al que su subordinado atribuye ideas disolventes, las cuales justifican la desconfianza inicial, y finalmente el odio, que manifiesta hacia su jefe. Sucede que Kall descubre en sí mismo indicios de una rebelión de la que oscuramente hace responsable al otro, y que reprime violentamente en sí mismo a fin de no hacerse sospechoso al Estado. Así, establece con Rissen una relación especular en la que éste es paradigma del conmílite desleal, del enemigo, encarnación de todos los males y chivo expiatorio.

Decir que Kallocaína es una novela de ciencia ficción o una antiutopía es decir muy poco. Quizá, y por encima de todo, sea una novela de amor, aunque frustrado, el amor imposible del protagonista por su esposa, Linda, imposible porque así lo quiere el todopoderoso Estado, incapaz en cambio de evitar que de la lección de amor y humanidad que ésta imparte a su marido se derive la esperanza de ese “nuevo mundo” con el que con frecuencia soñó la autora.

El libro tiene inquietantes pasajes en los que se muestran rasgos de una sociedad que no son del todo extraños a nuestro mundo actual, unos rasgos que permiten afirmar al narrador que, en su condición de cautivo del enemigo, puede sentirse más libre de lo que nunca llegó a ser en sus tiempos de conmílite modélico y celebrado inventor. Perturbadora reflexión que tiene su corolario en el informe anexo firmado por un censor del Estado Universal, el cual justifica la inclusión del libro, como ejemplo de degeneración, en la lista de manuscritos peligrosos.

Posiblemente Boye, que se suicidió el mismo día de la invasión de Grecia por los nazis, acertó a señalar en esta novela el sentido último del totalitarismo, el cual aspira a sustituir las relaciones humanas y la confianza en la que éstas se fundamentan por la sumisión al Estado, anulando incluso los márgenes en los que otras sociedades han tolerado diversas formas de clandestinidad. Y no obstante, pese a la negrura de este texto excelentemente traducido por Carmen Montes, la autora no renunció a dejar en él una confiada esperanza en la condición humana, artífice de ese mundo nuevo al que aludió en sus obras y a cuyo doloroso alborear se refirió en uno de sus poemas más célebres, Por supuesto que duele, en el que se lee: “Sí, duele cuando los tallos brotan. / ¿Por qué, si no, la primavera vacila? / ¿Por qué todo el ardiente deseo / se une a lividez amarga y fría? / (…) / Entonces, cuando ya no existe ningún temor, / caen brillantes las gotas de la rama, / se olvidan de su temor ante lo nuevo, / se olvidan de su ansiedad por el viaje, / viven su mayor certeza por un segundo / y pueden descansar en la confianza, / esa creadora del mundo”.

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