martes, 19 de enero de 2016

LECTURA POSIBLE / 201

DIARIOS DE STENDHAL: LAS TINIEBLAS DE UN NOVELISTA

“Ayer escuchamos una ópera que nos dejó asombrados”, escribió Henri Beyle en una carta de 1810. La ópera en cuestión era Las bodas de Fígaro, y el joven Beyle, que había sido oficial de los ejércitos napoleónicos y se sentía poderosamente llamado por las artes, pues no en balde poseía un espíritu romántico, parecía por entonces destinado a llevar la vida de un oscuro funcionario imperial. Beyle había dejado su ciudad, Grenoble, para matricularse en la Escuela Politécnica de París. En lugar de eso, prefirió ingresar en la escuela de la vida, y como ésta había que ganársela solicitó y consiguió un puesto en el Ministerio de Defensa, donde trabajaba uno de sus primos. Hay que decir que nuestro hombre se consideraba feo, lo que no le impidió ejercer de dandi a tiempo parcial y de sensible diletante. Sin embargo, a la edad de treinta años, más que por lo que era y a causa de sus sucesivos fracasos, se caracterizaba más bien por lo que no era. No era músico, a pesar de haber estudiado contra la voluntad de su padre violín, clarinete y canto; ni militar, carrera que abandonó ya tempranamente; como aprendiz de Casanova tampoco le iba mejor, y aunque no dejaba de visitar los salones, los bailes y los teatros la mayor parte de sus enamoramientos y cortejos resultaron infructuosos; por último, de las comedias que había escrito poco antes él mismo prefería no acordarse. A Henri Beyle todo le aburría y le desesperaba, y Stendhal aún quedaba lejos.

Del joven Henri Beyle, que todavía no se llamaba Stendhal, ha empezado a publicar sus diarios la editorial asturiana KRK. El primer volumen, aparecido hace unos meses, abarca desde 1801 hasta 1805, un período agitado para Francia y Europa, de cuyas aventuras políticas y militares, sin embargo, encontraremos poca noticia en estas páginas. El futuro Stendhal escribía en su diario sobre todo acerca de sí mismo; de sus permanentes y siempre fallidos proyectos literarios; de la quina, las sanguijuelas y los granos de opio que le resultaban indispensables para combatir sus fiebres; de sus deudas con sastres y libreros; y, claro está, de sus desgracias amorosas. Sorprende que un hombre tan agobiado por el spleen se entregara tan concienzudamente a la observación de sí mismo, o quizá lo segundo no sea más que el efecto necesario de lo primero, en especial en aquellos escenarios urbanos de París y Milán que eran ya por entonces plenamente burgueses y por tanto “modernos”, cosa que allanaba el camino del ocio en el que florecía el paseante solitario, el observador de la vida mundana, el flâneur elegante y escéptico, el aficionado a la psicología (sobre todo femenina), y en último extremo el literato.

Más que París, Milán fue para Beyle un resplandor, un descubrimiento. De ello deja pocas dudas cuando escribe: “Yo estaba absolutamente borracho, loco de felicidad y alegría”. De la capital lombarda le fascina todo, empezando por la Casa d’Adda donde lo aloja su amigo Martial Daru, siguiendo por los monumentos, las mujeres, los cafés, las chuletas empanadas y la Scala. Por aquel tiempo Beyle no conocía aún las óperas de Mozart ni las de Rossini, pero sentía pasión por Il matrimonio segreto de Cimarosa. Las óperas italianas descubiertas en esos años, y sobre las que tanto iba a escribir más tarde, a propósito de su transparencia y su variedad melódica, con las cuales se sentía capaz de apreciar los matices de una fisonomía “como a través de un cristal”, según escribió en Vida de Henri Brulard, no dejarían de tener su influencia sobre la calidad de la prosa y el estilo en virtud de los cuales Beyle se convirtió en Stendhal. En Milán “mi vida se renovó, y el malestar que traía de París desapareció para siempre”. No para siempre, habría que añadir, pues el teniente Beyle es enviado a la guarnición de Brescia, donde vuelve a aburrirse. Enfermo de sífilis, se le concede un permiso por convalecencia, y debe regresar a París a principios de 1802.

Tras un breve paso por Grenoble, Beyle frecuenta en París los teatros y los salones, estudia declamación, baile, inglés y griego, lee mucho y escribe comedias insípidas en las que vanamente intenta reproducir la voluptuosidad del aire italiano. Abandonado el ejército, como se ha dicho, recibe de su padre una magra asignación mensual de doscientos francos que no le permite llevar ni de lejos el tren de vida que quisiera. París es grande y hay que moverse en coche, pero los postillones son acreedores furiosos. Efímeramente, Beyle dispondrá de un cabriolé propio en 1809 (de él estará muy orgulloso), pero hasta entonces hay que vivir como se pueda, arrastrando la insalvable timidez y la falta de confianza en uno mismo ante los pies de las mujeres. En lo que respecta a esto, la sinceridad que Beyle arroja sobre su diario, con la minucia con que un usurero haría sus cuentas, resulta conmovedora. Tanto más cuanto que es pareja a una lucidez casi masoquista mediante la cual Beyle se complace en anotar cumplidamente todos sus errores y despropósitos. Así sucede por ejemplo que coquetea con su guapa prima Adèle Rebuffel, a la que ama con locura. Durante su estancia en Milán no ha podido olvidar a esa muchacha de catorce años que en cierta ocasión apoyó cariñosamente una mejilla sobre su hombro, durante un espectáculo de fuegos artificiales. “Desde hace dos años, cada vez que estaba abrumado por el dolor, este recuerdo me devolvía el coraje y me hacía olvidar todos los males”. Ahora vuelven a encontrarse en París. Adèle, que además tenía veinte mil libras de renta, le da un mechón de pelo, y Beyle se pregunta si quiere casarse con ella… Pero es con la señora Rebuffel (la madre) con quien Beyle se acuesta, y Adèle acabará casándose no mucho después con un banquero.

A Adèle le sucede Victorine, la hermana de un amigo, y a ésta Louason, cuyo verdadero nombre era Mélanie Guilbert. Mélanie había huido de su casa a los dieciséis años, y, huida de nuevo a los dieciocho, llegó a París embarazada para ser actriz. En 1803 se casó con un diplomático del rey de Prusia, al que abandonó a las dos semanas. Es en diciembre de 1804 cuando conoce a Beyle. Se encontraron en los cursos de declamación del actor Dugazon, cayendo él rendido enseguida ante el aire melancólico de la joven. “Así que ella me ama”, escribe, “y yo seré feliz con esta alma aún más tierna que la mía”. Se ven todos los días, se abrazan y se besan mucho, pero Mélanie no quiere llegar más lejos por miedo a quedarse otra vez embarazada. Él dedica páginas y páginas de su diario a describir la evolución de sus sentimientos, se exhorta a seducirla, a no olvidarse de llevar siempre condones cuando va a verla, se reprocha su timidez y su “falta de espíritu”… Serían amantes por fin, en Marsella, al año siguiente. Pero ella no consigue llegar al orgasmo, se lamenta Beyle, “lo que significa que no siente placer”. Viven juntos siete meses. Luego, ella se marcha a Rusia contratada por el teatro de San Petersburgo, y allí se casa con un consejero de Estado, matrimonio que también durará poco. ¿Es posible que una joven mujer apasionada sea también frígida? Stendhal trataría más tarde de responder a esta pregunta en su novela Lamiel, cuya protagonista tenía por modelo a su amiga Mélanie. Ella iba a suicidarse en 1828. “A pesar de la desgracia de ser, lo más grande es pertenecer a la especie humana”, pidió que se grabara sobre su tumba.

Todo son desastres. Pero tenía que vivir Beyle estas humildes tragedias para que más tarde Stendhal pudiera escribir Rojo y negro y La cartuja de Parma. Y no sólo eso. Las experiencias de estos años de tinieblas están esbozadas y repartidas aquí y allá en toda su obra, por ejemplo en Féder o el marido adinerado, novela inacabada que Stendhal empezó a redactar en fecha desconocida y que se publicó en 1855, y en Ernestine o el nacimiento del amor, novelita que escribió en 1825 para que sirviera de apéndice a la segunda edición de Del amor, ejemplo práctico y concreto de las teorías en él expuestas y que se publicó en 1853. También en estas obras los personajes se encuentran en los salones burgueses del Faubourg Saint-Honoré y en los palcos de la Ópera, donde unos y otros se murmuran ternezas y las palabras de amor van derechas al corazón. “Nada era vulgar, nada era exagerado”, como escribió Schiller y como siempre tuvo presente Stendhal en cada una de sus narraciones.

Era inevitable que los psicólogos y psiquiatras cayeran sobre los diarios de Beyle. En 1979 la doctora Graziella Magherini describió el así llamado “síndrome de Stendhal”, dolencia psicosomática cuyos síntomas consisten en una brusca elevación del ritmo cardíaco, vértigo, confusión, angustia, depresiones, todo ello causado por una excesiva exposición a la belleza. Beyle lo describió así: “Había llegado a ese punto de emoción en el que se combinan las sensaciones celestiales dadas por las bellas artes y los sentimientos apasionados. Estaba yo saliendo de Santa Croce [en Florencia] cuando noté que me latía el corazón, la vida estaba agotada para mí, andaba con miedo a caerme”. Tales transportes del espíritu habían tenido ya sus antecedentes en la vida amorosa de Beyle mucho antes de que Stendhal los pusiera por escrito. El apunte de una inmotivada “impotencia”, producto de algún achaque psicológico, no deja de aparecer en los personajes masculinos de Stendhal, desde el Julian Sorel de Rojo y negro hasta el Lucien Leuwen de la novela homónima. Estos jóvenes que lo tenían todo para triunfar acabaron fracasando porque más allá de la belleza, la femenina o la del arte, no encontraron nada que animara sus vidas, privados como se hallaron de todo ideal heroico y de la dosis de épica que es capaz de contrarrestar por sí sola las trivialidades y las mezquindades de la vida burguesa. El deber, cierto “deber” burgués de resistir al amor y a la pasión, termina por anular finalmente a estos personajes que parecen (y que a veces están) todos inacabados, como el propio Beyle, el cual, si se salvó, fue sólo porque se convirtió en Stendhal, porque escribió.

Aunque escasamente presentes en los diarios, las inquietudes políticas que sabemos que turbaban a Stendhal aparecen aquí en forma de conflicto irresoluble entre la subversiva pasión juvenil y el reaccionario orden imperante. Que dimitir de esas pasiones, como hacen sus personajes, es tanto como cavarse la propia fosa es lo que nos iba a contar el Stendhal nacido de las experiencias descritas en estos diarios, anotados cuidadosamente por quien sabía algo de ello, y que, como el Fabrizio del Dongo de La cartuja, con el tiempo iba a dimitir de todo menos del amor.

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