martes, 27 de noviembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 80


LA VIDA ASESINA, AMOR Y TRAGEDIA DE UN HOMBRE CORRIENTE

“¿Por qué quiere la naturaleza que nosotros, los hombres, no podamos amar más que mediante la violencia?”, pregunta a su amante el joven Jacques Verdier, protagonista de esta inquietante novela, una de las tres que escribió su autor, que la redactó en 1907 y que nunca pudo ver publicada (se editó por primera vez en 1927, dos años después de su muerte). Si ni el protagonista ni su creador pudieron responder dicha pregunta, con lo que el asunto en cuestión quedó en la nebulosa esfera de lo que suele llamarse la fatalidad o el destino, es posible que ambos hubieran encontrado nuevos motivos de reflexión al respecto en el caso de haberse tropezado con el breve y famoso ensayo titulado Lo siniestro que Sigmund Freud escribió en 1919. En él se lee: “Esta cualidad sensitiva [la de lo siniestro] se da en grado extremadamente dispar en los distintos individuos”, por lo que su estudio sólo puede abordarse tras “despertar en uno mismo un estado de ánimo propicio a ella”. Según las observaciones filológicas de Freud, lo siniestro vendría a ser aquello que es contrario a lo familiar, a lo íntimo y hogareño, lo que también sería aplicable a ciertos animales en estado salvaje, es decir, “no domesticados ni acostumbrados a la gente”. Un hombre siniestro sería, pues, y ante todo, un hombre no asimilado, extraño y, en una palabra, asocial.

El suizo Félix Vallotton apenas es conocido como escritor, incluso en su país natal y en el ámbito de su lengua, el francés, y si su nombre hoy nos dice algo es en su calidad de pintor y grabador que fue miembro del grupo de los Nabis, aquella pequeña comunidad de artistas que solía reunirse en el Café Volpini de París y que poseía un órgano de expresión propio: La Revue Blanche. A este grupo, además de Vallotton, pertenecieron Édouard Vuillard, Pierre Bonnard, Odilon Redon y Puvis de Chavannes, y el escultor Aristide Maillol. Las obsesiones de los Nabis eran el color y las emociones a él asociadas, y de hecho el cuadro que adoptaron como estandarte, obra de Paul Sérusier, es un paisaje conformado por manchas de colores puros entre las que predomina el amarillo. El expresionismo y el arte abstracto están ya a la vuelta de la esquina, y es posible que en los cuadros de Vallotton, también cuando representan interiores burgueses de apariencia serena, pueda observarse ya algo de ese aire siniestro que tanto debió chocar a los asiduos del Salon des Indépendants de París y a los de la Sezession de Viena.

También precursora del expresionismo es esta novela que se desarrolla en una conciencia atormentada y que proyecta amenazadoras sombras entre las que ya casi pueden reconocerse las de M, el vampiro de Düsseldorf y el Doctor Mabuse. Su protagonista es un joven de provincias que marcha a París para continuar sus estudios. Allí da la impresión de que la vida le sonríe, y su existencia pública, nada llamativa, se ve pronto favorecida por su afición al arte, que le induce a frecuentar los ambientes bohemios. Es verdad que en ellos no hará ninguna verdadera amistad, pero esas mínimas relaciones le permitirán desplegar su talento como historiador del arte. En efecto, los artículos de Jacques Verdier sobre la escultura del siglo XII se publican en las revistas especializadas, merecen los elogios de los entendidos e incluso su autor recibe el encargo de redactar un libro. En medio de todo eso, y con sólo veintiocho años, Verdier aparece suicidado en su apartamento. Su único legado es un sobre que contiene un manuscrito con este título: Un amor. En opinión del comisario y del juez estas dos palabras bastan para explicar suficientemente la muerte del joven, y así el manuscrito permanece virgen y traspapelado, víctima del mismo escaso interés que suscitaba el difunto Verdier. De este olvido lo rescata por fin un editor imaginario “para ofrecerlo íntegramente y en todo su esplendor”.

Paul Sérusier, El talismán, 1888
Este misterioso manuscrito constituye el cuerpo de la novela, por lo que la narración nos es dada en primera persona y de la propia pluma de Verdier. Éste evoca en el relato su infancia, una fotografía familiar que era lo único que conservaba de sus padres y que no sabe cómo ha perdido, una grave enfermedad (difteria) de la que se salvó casi de milagro, y enseguida nos describe el que sin duda es su primer recuerdo consciente: la guerra. “Todo esto permanece muy confuso y hago un esfuerzo por precisar recuerdos hasta ahora dormidos, mas de estos acontecimientos data la aurora de mi sensibilidad”. Las tropas llegan a la ciudad para hospedarse en las viviendas de los civiles, y en la memoria del niño Verdier queda impresionada para siempre la imagen de aquellos “harapientos, taciturnos, iluminados brutalmente durante un segundo inolvidable para volver a entrar al instante en la oscuridad hacia la que se apresuraba su pánico”. Y “vi a un desgraciado, con las dos piernas amputadas, traquetear dentro de un cuévano sobre los hombros de un amigo. Vi cómo se vendaban y desbridaban llagas; oí crujir de huesos, vi sangre, porquería y chorrear pus a lo largo de las aceras”.

Acabada la guerra, se encadenan tres acontecimientos que marcarán la infancia y la vida del personaje. En el primero, un compañero de juegos le acusa falsamente de un empujón que dio con él en las aguas del río. El segundo tendrá un final más trágico, ya que una inocente broma infantil provoca el accidente que cuesta la vida a un vecino. Es el tercero, sin embargo, el que deja una huella más perenne en Verdier, responsable involuntario ahora del envenenamiento y posterior muerte de su amigo Musso. El abrumador sentimiento de culpa que recae sobre el muchacho, junto al brutal descubrimiento de la fragilidad de la vida, se convierten en el bagaje con que poco después Verdier abandona su ciudad natal para ir a París.

Aquí el joven no tarda en dar muestras de retraimiento y de un recelo bien comprensible hacia la vida social. Y es que ha advertido que bajo la sensata, ordenada y pacífica apariencia de las cosas, no existe más que una acechante violencia dispuesta a aflorar en cualquier ocasión, una violencia que convierte instantáneamente en podredumbre todo lo bello y para la que él, Jacques Verdier, es la condición necesaria, tan destructiva como inocente. De este modo el personaje llega a contemplarse a sí mismo como el siniestro agente propagador del sufrimiento humano, un agente asesino que en especial tiene la facultad de imponer el dolor a aquello que ama. La confirmación de lo anterior le llegará a través de una muchacha, Jeanne Bargueil, que sirve de modelo a uno de sus conocidos, el pintor Darnac. Pues sucede que de nuevo un accidente en el que él participa, otra vez de manera inconsciente, causa a la joven horribles heridas que darán pie a una ulterior y enfermiza relación casi amorosa. “Casi”, ciertamente, porque los sentimientos de él ya están puestos en otra parte.

Félix Vallotton, Autorretrato, 1885
La señora Montessac es la dama mundana a la que admira con reverencia el joven de provincias, pero es también la esposa del director de la revista para la que escribe sus artículos. Desde el primer momento Verdier mantendrá una lucha interior a fin de eludir esa especie de imperativo irracional que le hace frecuentar y cortejar a la dama, pero esta vez la violencia soterrada que opera secretamente en su vida cobrará una forma nueva, los celos, que repartirán equitativamente el sufrimiento entre él y su amada. La relación entre ambos tiene todas las trazas que son propias del folletín decimonónico, a lo que se añade ese sentimiento amenazador que impera en la mente de Verdier, el cual se sabe expuesto a ser la causa de las aflicciones, y hasta de la muerte, de ella. Mientras tanto, no es de extrañar que el refugio de Verdier, al que vuelve una y otra vez, sean las esculturas que debe estudiar con vistas a la redacción de su libro. Las estatuas están faltas de vida y por tanto libres de accidentes. Y sin embargo, a medida que el estado de la conciencia del personaje se vuelve más delirante, puede parecer que dichas estatuas son ya cuerpos heridos, o mejor aún: cadáveres producto de alguna violencia anterior. Así, cerca ya del desenlace de la historia, durante su visita a Versalles, Verdier ve sólo “galerías funerarias, llenas de tumbas y bustos fríos, lóbregas representaciones de nuestro valor militar”. Huyendo de esas imágenes de pesadilla, el personaje sale a pasear por los jardines del palacio, “poblados de chiquillos, niñeras y militares; intenté que los retozos de ese mundo ingenuo me apasionaran, pero el esfuerzo fue vano, mi pensamiento recaía perpetuamente en sus lodos”.

A las estatuas y a su siniestra apariencia de cuerpos animados se refería Freud en el ensayo al que aludíamos, y que Vallotton pudo leer (aunque sólo después de redactar su novela). “Mi pasado, doloroso o pueril, mis exiguas dichas, mis remordimientos, Jeanne, el olor a cadáver de mi vida, el porvenir, todo eso al fin se deslizaba, se fundía, se derrumbaba en cascada a lo largo de mi ser, como la ropa fatigada de mi cuerpo”, termina por escribir Jacques Verdier, próximo a despojarse ya de esa envoltura siniestra que para él es la vida. 

Esta perturbadora novela de Vallotton se nos presenta como uno de los relatos más sombríos y pesimistas que se han escrito (sea Verdier o no un neurótico) acerca de la naturaleza humana. Pero también es un libro vanguardista cuya excelencia no está en lo que podríamos llamar su acabado, sino en lo que propone y sugiere al lector atento, que no es otra cosa que una manifestación del eterno conflicto entre Eros y Tánatos. Parece que el libro, como el manuscrito Un amor redactado por Verdier antes de su muerte, se ha traspapelado en alguna parte y no cuenta con el favor, ni de público ni de crítica, que merece, lo que quizá obedezca a aquello que decía Borges de que cada libro debe encontrar al lector para el que fue escrito. Y La vida asesina todavía no ha encontrado al suyo.

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