martes, 24 de junio de 2014

LECTURA POSIBLE / 148

¡MELISANDE! ¿QUÉ SON LOS SUEÑOS?, DE HILLEL HALKIN. UNA HISTORIA DE AMOR SIN FINAL

Las novelas con historia de amor no parecen ser del gusto de nuestro tiempo, más acuciado por urgencias individuales que, al menos en la literatura, favorecen mayormente el soliloquio y a veces, directamente, el onanismo. El veranillo de San Martín (o El verano tardío) es el título de una de esas novelas, aparecida a mediados del siglo XIX. En ella un joven que experimenta en sí mismo su primera historia amorosa conoce la larga y difícil aventura sentimental de una pareja ya en la madurez, aventura que otorga significado al título del libro. Pues he aquí que esta pareja que por distintos motivos se vio privada de hacer realidad su amor en la edad juvenil ha podido reencontrarse ahora tardíamente, a una edad en la que se espera que las personas, si no más apasionadas, sean más sabias. El autor de la historia, Adalbert Stifter, se evadió aquí totalmente de los cánones de su época, lo que parece inevitable cuando se trata de novelas de amor.

Otro tanto sucede con esta ¡Melisande! ¿Qué son los sueños? que el neoyorkino Hillel Halkin publicó hace dos años y que ahora ha sido traducida por la editorial Libros del Asteroide. Y muy bien puede decirse que la relación de este autor con la escritura novelística constituye todo un “verano tardío”, pues ésta que comentamos, escrita a la venerable edad de setenta y tres años, es su primera novela. En ella, además, el autor ha querido narrarnos la realidad de una historia que ya fue y que se frustró, y que ahora acaso vuelve a comenzar.

Halkin ha hecho una extensa carrera como traductor al inglés de obras de autores judíos, escritas tanto en hebreo como en yiddish. Estudió inglés en la Universidad de Columbia y en 1970 se trasladó a Israel, donde reside. Es especialista en la obra de Sholem Aleichem, cuyas bienhumoradas historias sobre Tevye el lechero dieron lugar a un musical de Broadway y a una película, tituladas ambas El violinista en el tejado. Como tal especialista apareció Halkin en el documental Sholem Aleichem. Laughing in the darkness, que se estrenó en 2011. Ha traducido también obras de S.Y. Agnon y Amos Oz, entre otros. Su biografía del poeta, filósofo y médico judeoespañol Yehudah Halevi recibió hace unos años el Premio Nacional del Libro Judío; es columnista en diversas publicaciones y miembro del consejo editorial de la Jewish Review of Books.

La Melisande del título no es la célebre de Maurice Maeterlinck de la que se sirvió Debussy para su ópera Pelléas et Mélisande, sino una anterior que aparece en una balada de Heinrich Heine. Esta balada trata de un amor ideal, el de Geoffroy Rudèl y Melisande, cuya trágica historia, tejida por las manos de la condesa de Trípoli, aparece reproducida en un tapiz del castillo de Blay. En el poema, la joven dice: “¡Geoffroy! Nos amamos una vez en un sueño / y ahora nos amamos incluso en la muerte. / Dios Amor hizo este milagro”. A lo que su amado responde: “¡Melisande! ¿Qué son los sueños? / ¿Qué es la muerte? Una cosa vana. / La verdad sólo pertenece al Amor, / y yo te amo siempre bella”.

Aparte del título, hay como veremos otras referencias que Halkin ha tomado de dicha balada, si bien hay que aclarar de entrada que aquí no hay tragedia, al menos no a la manera clásica, y que la protagonista de la narración sólo parece tener en común con las heroínas del mismo nombre la gran longitud de sus cabellos, que ella, a diferencia de las otras, se recoge en una trenza que será mencionada en diversos pasajes de la novela. Esta Melisande es la figura femenina de un trío cuyas contrapartes masculinas son Hoo y Ricky. El primero de estos es el narrador de la historia, en la que a menudo se apela a una Melisande que en el momento de la redacción de la misma está ausente. Este uso de la segunda persona del singular otorga al texto el aire de una carta, y en efecto lo que Hoo relata a la ausente Melisande es la voluble y accidentada historia de su relación. De hecho, el sentido de esta carta en forma de novela no es otro que el afán que experimenta su autor por recuperar a su amada, lo que imprime a la totalidad de estas páginas una atmósfera órfica, es decir, la de un descenso a los infiernos (que aquí son los infiernos de la duda, el deseo, el miedo y, lógicamente, la infidelidad) en busca de la esposa perdida. Esta urdimbre culta y mítica no estorba al desarrollo de la historia, y, muy al contrario, lo que posiblemente sea uno de los grandes logros del autor, consigue armonizar con los paisajes novelescos de la misma.

Estos paisajes se inician en Nueva York, en los últimos años cincuenta del siglo pasado. Mellie, Hoo y Ricky son estudiantes del mismo instituto de secundaria. Los tres amigos sienten inclinaciones literarias y tienen parecidas simpatías con la izquierda, todo ello en esos tiempos difíciles todavía perturbados por la “caza de brujas”. Hay unos padres comunistas cuyas ideas cuestiona Ricky, representante aquí de una rebelión generacional que da sus primeros pasos en el trotskismo y en la protesta contra la guerra de Vietnam, y también una especie de ménage à trois aunque reprimido, encorsetado en una tan aparente como correcta relación de amistad. Sucede que estos jóvenes adolecen de lo mismo que reprochan a sus padres, todos adaptados voluntariamente a las pautas de una vida burguesa a la que hay que someterse. Ricky, que viene a ser algo así como el líder intelectual del trío, optará por rebelarse, y su camino, tras un breve emparejamiento con Mellie, le llevará a la India.

Allí su iniciación convertirá a Ricky en un “bhikshu”, un vagabundo, guiado espiritualmente por un maestro que le aconsejará regresar por un tiempo a Nueva York para poner sus ideas en orden. Ocurre todo lo contrario, y el pensamiento y la conducta del joven se vuelven cada vez más erráticos, llevándole hasta la locura. Este descarrilamiento psíquico tiene dos etapas separadas por el tiempo que acontecen en Central Park: una primera en la que el joven, al inicio de su aventura espiritual, intenta desprenderse de su dinero regalándolo a la gente que encuentra en el parque; y una segunda, al término de la misma, en la que decide pasar una noche entre indigentes y criminales, con el propósito de desenmascarar y vencer a sus demonios interiores. Tras esto es hospitalizado, y Hoo y Mellie se casan.

La naturaleza del amor y de la complicidad de los esposos parece inquebrantable y está muy bellamente expuesta, con frecuencia por medio de citas literarias que llegan a componer el territorio simbólico en el que se desenvuelve la pareja. Él, especialista en lenguas clásicas, es profesor universitario; y ella, intelectualmente desengañada, como la condesa de Trípoli, se convierte en tejedora de tapices. Sin embargo, no tardan en aparecer las grietas que acabarán por hundir el matrimonio: por una parte el descubrimiento de la infertilidad de Mellie, causada al parecer por el aborto al que se sometió durante su devaneo con Ricky, y por otra el reconocimiento de que dicha relación no ha sido olvidada ni perdonada por Hoo. A lo que hay que añadir un doble sentimiento, no compartido, de traición “al otro”. Ello no impide que se hagan realidad los versos de Keats que estudiaba ella en su época universitaria: “Seré tu sacerdote y levantaré un templo / en alguna región virginal de mi mente”. Años después el solitario Hoo se encuentra en la más pequeña de las islas griegas, y es aquí donde recibe noticias de Mellie, escribiendo a continuación su carta de amor, es decir, la novela que comentamos. ¿Y en qué lugar, sino en Grecia, podría concluir esta historia repleta de alusiones míticas en la que el propio romance de los personajes se convierte, en labios de Millie, en fabuloso relato que Hoo reproduce amorosamente en su carta? Y sin embargo no hay conclusión que valga, pues el final de la novela remite a un nuevo principio, el cual suscita en el lector la esperanza de que esta vez, ambos, lo hagan mejor.

“Sólo la Historia está más ciega de lo que lo estábamos nosotros, porque conoce el desenlace y no puede imaginar ningún otro, mientras que nosotros imaginábamos de todo menos lo que finalmente ocurrió”, escribe el narrador, quien de ese modo, ya cercano a la vejez, incorpora su relación con Mellie al curso mismo de la Historia, crónica sin fin convertida aquí en relato sentimental de su generación. El cuento, narrado por quien es ahora un profesor jubilado, explora la naturaleza de la memoria, un camino en el que se sirve de diversos cicerones literarios, desde Camus hasta Dostoievski, y que conduce a un intento de comprensión de nosotros mismos necesario para extender la mano y tocar al amado. La realización erótica buscada aquí debería servir, en el lenguaje místico de Mellie, para “crear un alma”, alma frustrada por el lejano aborto, el resentimiento y la culpa. A ello alude una de las imágenes poéticas a las que Mellie es tan aficionada y que aparece en la novela en dos ocasiones: la de un mundo de hadas habitado por ninfas y ondinas que desde el fondo de un estanque miraban a los hombres y que creían poder entenderlos, tal y como, a la inversa, el mundo de los hombres creía en ellas. “Eran jóvenes e insensatos”, dice Hoo. “Ahora, hasta las ondinas son viejas y sabias. Miran hacia arriba, hacia el reflejo de los árboles en el cielo, y dicen: ‘Es fácil entender por qué una vez creímos en seres terrenales’”. Unos seres terrenales que, no obstante su verdadera existencia, han dejado de reconocerse, y que con el tiempo no serán más que recuerdos. “¿Cuáles fueron nuestros mejores momentos?”, se interroga Hoo. “¿Cuándo mostramos nuestra mayor intensidad? ¿No fue acaso cuando nos perdimos tan completamente en el juego que nos olvidamos de que eso es lo que era?” Una pregunta que atraviesa cada una de las páginas de esta bella y conmovedora novela de amor.

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