martes, 20 de octubre de 2015

LECTURA POSIBLE / 196

OSO, DE MARIAN ENGEL

En 1971 el cineasta canadiense Michael Snow realizó un film experimental titulado La région centrale. Filmada en las tierras remotas del norte de Quebec, la película muestra un paisaje desértico visto a través de una cámara giratoria, cuyos movimientos arbitrarios estaban determinados por un mecanismo que actuaba sin intervención humana. La película fue ampliamente elogiada por Jean-François Lyotard, quien la consideró representativa de los empeños teóricos acerca de la postmodernidad en los que andaba enfrascado en esos años. Ésta, como apuesta estética y filosófica, debía tener por objeto, según Lyotard, “exhibir lo real, pero no dentro de una representación cerrada, sino planteando perspectivas en un contexto enteramente renovado: el del retorno de la voluntad”.

Unos años después del estreno de La région centrale la escritora de Ontario Marian Engel estaba criando a sus gemelos cuando inició un difícil proceso de divorcio, durante el cual debió recibir sesiones de psicoterapia. A sus conflictos psicológicos, que durante un tiempo le hicieron temer seriamente por su salud mental, se unió entonces la penuria económica, lo que la animó a aceptar la invitación de la Writers Union of Canada, de la que ella misma era presidenta, de participar en un volumen colectivo de relatos de tema pornográfico. Engel escribió un relato de poco más de treinta páginas, pero el volumen no llegó a publicarse. Más tarde la autora desarrolló la historia hasta que alcanzó la dimensión de una novela breve, a la que puso por título Bear y que dedicó a su psicólogo. De entrada, el original fue rechazado por las editoriales a las que fue presentado, en parte a causa de su brevedad y en parte también por lo que los editores consideraban “su extrema rareza”. Finalmente, tras las gestiones de otro escritor canadiense, Robertson Davies, el libro pudo publicarse en la editorial McClelland & Stuart en 1976, habiendo sido ahora traducido al castellano por Impedimenta.

Oso era la quinta novela de Engel, que no había tenido mucha fortuna con las anteriores. La primera de ellas, No clouds for Glory, se publicó en 1968. Inside the Easter Egg (1975) y The tattooed woman, que se publicó póstumamente en 1985, son colecciones de relatos, algunos de los cuales habían sido redactados originariamente para la emisora de radio CBC. También escribió algunos libros infantiles. Hoy se la recuerda especialmente por Oso, que en el momento de su publicación suscitó un gran escándalo y recibió sorprendentemente el premio literario más importante de Canadá, el General’s Literary Award, convirtiéndose de inmediato en uno de los mayores éxitos de ventas de la literatura canadiense. En 1986 se instituyó el Marian Engel Award, prestigioso premio literario que se concede anualmente en Canadá a una mujer escritora en la mitad de su carrera.

El asunto original del relato Oso, que como se ha dicho quedó inédito, estaba inspirado en una antigua leyenda india, y se ceñía propiamente a la relación entre una mujer y un oso en una apartada isla del norte canadiense. La narración se enriqueció con alguna que otra subtrama y con una mayor descripción psicológica de la protagonista, la joven archivera Lou, cuando su autora la convirtió en novela. El contenido “pornográfico” quedaba así, pues, circunscrito a un contexto más amplio en el que además de los antecedentes ahora conocidos del itinerario vital de la mujer, ocupaba un lugar mucho más relevante el escenario, es decir, el paisaje. Éste no se aleja del registrado por la cámara giratoria de Snow mencionada más arriba, ni tampoco de esa voluntad de mostrar lo real más allá de toda representación cerrada a la que se refería Lyotard. El libro, en efecto, carece de todo mensaje o consideración moral que determine su curso, e incluso el modo en que se nos narra la historia ostenta ese carácter arbitrario y casual que caracterizaba los movimientos de cámara en La région centrale. Nos encontramos aquí ante uno de los primeros ejemplos de lo que podría considerarse una literatura postmoderna.

A la archivera Lou, cuyo trabajo consiste en catalogar viejos documentos en una institución de Ontario, se le encarga viajar al norte para hacerse cargo de una biblioteca y del edificio que la alberga, que han sido donados al instituto por una excéntrica señora. Así, el inicio de la narración evoca un modelo que nos resulta familiar por la literatura victoriana, en el que una joven virginal (casi siempre una institutriz) llega a un lugar desconocido para realizar algún trabajo. Aquí no hay niños que cuidar y educar, ni tampoco Lou es exactamente una joven virginal, pues como sabemos pronto mantiene en la actualidad una frustrante relación con el director del instituto, con el que se alivia sexualmente en sus ratos libres sobre su propia mesa de trabajo. Algo, de hecho lo principal, sí tiene en común este arranque con la literatura clásica de institutrices, y es que el lector sabe que a continuación la protagonista va a vivir una aventura.

Lo que no es posible imaginar es la naturaleza de la misma. Los hechos narrados transcurren en la región de Algoma, al noreste de Ontario. A esta región gélida y boscosa, repleta de lagos y ríos, llega Lou deseosa de escapar por un tiempo a su existencia monótona de Ontario, una existencia urbana y mayormente vacía, desprovista de horizontes. Si el paisaje es real, la Isla de Cary a la que llega la heroína es ficticia. En ella la recibe Homer Campbell, cuidador de la finca, tendero y buen conocedor de las gentes y la historia de este lugar remoto al que hace tiempo empezaron a llegar los turistas y los domingueros, con sus lanchas neumáticas fueraborda y sus inevitables urbanizaciones y casas de recreo, las cuales salpican la mayor parte de las islas de la región. No así la Isla Cary, que se ha conservado casi intacta por voluntad de sus antiguos propietarios, los Cary, descendientes de un militar que participó en las guerras napoleónicas. La isla posee sólo un edificio, cuya planta octogonal obedece a otro de los caprichos de los Cary. En la parte de atrás del edificio se hallan otras construcciones más humildes que sirven para guardar la leña y para albergar al oso de los Cary, animal semidomesticado de origen incierto que pasa sus días y sus noches atado a una cadena. Una vez mostrada la casa, e impartidos algunos consejos, el cuidador se marcha, dejando a Lou al mando de su recién conquistado y solitario reino.

La de Lou va a ser en adelante una aventura robinsoniana, en la que Viernes ha sido reemplazado por un oso. Además, periódicamente ella recibe la visita de Homer, quien le trae la correspondencia, y también Lou dispone de una lancha para ir a la tienda de aquél a fin de obtener sus suministros de comida y de whisky. El trabajo en sí avanza con lentitud, a pesar de que Lou es una archivera diligente. Sucede que su cometido no es sólo el de catalogar los libros de la biblioteca y comprobar si entre ellos hay ediciones valiosas: también, a ser posible, debería hallar la forma de documentar rigurosamente la colonización del lugar. A este respecto hay una laguna histórica que afecta en particular a las poblaciones anteriores a la llegada del hombre blanco. Indios dispersos subsisten todavía en la zona, pero no se sabe nada de ellos, salvo que una anciana india desdentada, visitante de la casa, parece ser la única persona que tiene amistad con el oso. También esta anciana guarda memoria de otros osos anteriores que habitaron el hogar de los Cary. Como sabrá Lou, existe toda una colección de notas que el más viejo de los Cary fue escribiendo y dejando aquí y allá acerca de la vida de los osos y de su simbolismo en diversas tradiciones. La cuestión, puesto que Lou pasa la mayor parte del tiempo sola, es: ¿qué se puede hacer con un oso?

La respuesta no tarda mucho en llegar. El animal de ojos tristes parece cobrar vida cuando ella lo desata y lo lleva de paseo, preferentemente a la orilla de la isla, donde ambos se bañan y se entregan a juegos náuticos, los cuales no podrán durar mucho, ya que empieza el verano, y con el buen tiempo no tardarán en aparecer los turistas. Mientras tanto, en Ontario, el director del instituto se impacienta y envía cartas en las que interroga a su empleada acerca de la marcha de su trabajo, quizá porque echa de menos sus apareamientos rápidos sobre la mesa de trabajo. Ella, Lou, quiere otra cosa. Está seducida por el carácter semisalvaje del lugar, del cual, según cree, no le costaría mucho participar, y cuyo centro, a veces majestuoso, a veces ridículo, tan adulto como infantil, transparente y enigmático, es el oso.

“Amaba al oso”, dice la narradora. “Había en él unas profundidades que Lou no podía sondear, que no podía palpar ni destruir con los dedos del intelecto. Se acostaba sobre su panza y él le daba golpecitos con las zarpas. Tocaba la lengua del oso con la suya y notaba su grosor. Exploraba sus encías, los dientes que eran casi colmillos. Le levantaba los negros labios con los dedos y le pasaba la lengua por el borde de las encías”. Y en otro lugar añade: “Era una enorme criatura viva, más vieja, grande y sabia que el tiempo, una criatura que por ahora era su criatura, pero que en cualquier momento podría volver a su propio mundo, a su propia sabiduría… Tenía una polla gruesa, protegida y envuelta en su funda. Lou se arrodilló y jugó con ella, pero no se le levantó. Ah, bueno, el verano aún no ha terminado, pensó”.

El oso es un amante torpe, cuyas mayores habilidades sexuales no se concentran en el misterioso pene, sino en la lengua. De noche, en silencio, junto a la chimenea, a muchos kilómetros de Ontario y de “una vida que podría considerarse como una ausencia de vida”, Lou se desnuda y se abre de piernas para que el oso le dé placer a lengüetazos.

El lector sabrá al mismo tiempo que Lou que el pene del oso es del todo imprevisible, pero será justo entonces cuando este juego entre la bella y la bestia empiece a revelarse como peligroso. La causa de que concluya el idilio no será sin embargo el animal, que al fin y al cabo es lo que es, sino ella, quien no es más que humana y sólo ha jugado por un verano a ser salvaje. Por lo demás, de los enigmas acerca de la colonización del territorio es muy poco lo que llega a saberse, al menos de la manera convencional, y Lou tiene que despedirse de su oso sin que éste vuelva la mirada atrás. En medio del gozo de ese verano en la Isla de Cary, sólo un breve atisbo de culpa, pronto olvidado, se le manifiesta a Lou por medio de un sueño, cuando se le aparece su madre y le hace escribir cartas de disculpa a los indios por haberse liado con uno de los suyos, con un oso. Al término de su aventura, cuando emprende su regreso a Ontario, la narradora nos informa de que Lou se siente “fuerte y pura”.

Aunque no un buen amante, en cambio el oso ha resultado ser un excelente psicólogo. No es sino a través de él como Lou cura su melancolía, y en último término es posible que su relación con él le haya transferido los conocimientos acerca del lugar que había ido a buscar, conocimientos que no eran susceptibles de catalogación ya que no se presentaban en forma de viejos documentos, sino que era preciso experimentar físicamente porque formaban parte de la vida.

Oso, incluyendo sus pasajes más eróticos, es una novela escrita con sencillez y frescura, y la impresión que deja en el lector es la de haber visitado fugazmente una isla de paz. En parte el éxito de la novela se debe a la habilidad de su autora para ensamblar diversos mitos en un relato intencionadamente dosificado para llevar en volandas al lector hasta el centro mismo de esta pasión animal y, podría decirse, ecológica, ambientada en un paisaje digno de los poetas románticos y del fanatismo que por él sintieron sus primeros habitantes. De “gangrena espiritual” y de “pacto fáustico con el diablo” fue tildado el libro en el momento de su publicación. Hoy Oso es considerada como la novela canadiense por excelencia, por su desinhibición sexual y por su alabanza implícita de la naturaleza y de la vida silvestre. A ese uso inteligente de leyendas de distintas culturas, integradas en un relato orgánico, obedece su postmodernidad; y también a su rechazo de toda lección o conclusión moral, estorbos a veces bien intencionados cuya ausencia casi siempre, y al menos en este caso, hay que agradecer.

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