martes, 11 de diciembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 81


AMBROSE BIERCE, DESAPARECIDO

Eduardo Galeano, raro ejemplar en nuestros días de la especie de escritores personales, lúcidos y comprometidos para los que es difícil imaginar un maestro, suele afirmar que la vida le ha favorecido con dos: el poeta salvadoreño Roque Dalton y el narrador y periodista estadounidense Ambrose Bierce, de cuya desaparición se cumplirán cien años en 2013.

“Quien no tiene enemigos, no merece amigos”, escribió Bierce y repite con frecuencia Galeano para referirse a lo que al parecer es una de las verdades eternas del extraño viaje de la vida. Enemigos los tuvo Bierce en abundancia y con algunos de ellos resolvió sus diferencias a la civilizada manera de la época, es decir, con un duelo a revólver, cosa ésta que junto a otras andanzas, entre las que pueden mencionarse su participación como voluntario en la Guerra Civil americana, sus deserciones del ejército, y su intento de establecerse en Dakota como agente de una compañía minera (cuyo socio, dicho sea de paso, acabó en la cárcel por estafa), hicieron de él muy pronto un personaje de leyenda, convertido tiempo después de su desaparición en figura literaria y del cine de Hollywood. Desaparición, además, que aquí hay que tomar al pie de la letra y que contribuyó no poco a dotar al personaje, que tanto había escrito acerca de misteriosas transfiguraciones y de fantasmas, de la aureola requerida para convertirse él mismo en uno de ellos. Pues en efecto, la vida y la desaparición de Ambrose Bierce puede que sean su mejor obra.

Había nacido en 1842 en Ohio, décimo de una prole de trece hermanos, hijos de un riguroso matrimonio calvinista. La madre se encargó de sacar adelante a la nutrida descendencia mientras el padre leía la Biblia. No parece que las altas dosis de doctrina religiosa ayudaran a pacificar espiritualmente a los Bierce, lo que podría explicar que uno de los hermanos acabara ejerciendo de forzudo en un circo, y que una de las hermanas se marchara como misionera a África, donde sirvió de alimento a una tribu de caníbales. Ambrose, por su parte, ingresó en una Escuela Militar y con diecinueve años se alistó en la infantería. De las atrocidades que presenció en la guerra dejaría constancia más tarde en muchos de sus relatos, publicados primeramente en revistas literarias y después agrupados, junto a otros de diverso tema, en el volumen Cuentos de soldados y civiles (1891), al que más tarde daría el dantesco título de En medio de la vida. Resultó gravemente herido en la batalla de Kennesaw Mountain, y acabó la guerra con el rango de mayor.

La carrera periodística de Bierce empezó en San Francisco, siendo colaborador de los periódicos Californian y Golden Era, así como de los semanarios California Advertiser y News-Letter, el último de los cuales dirigió entre 1868 y 1872. Ya entonces sus contribuciones periodísticas se caracterizaron por su carácter satírico y humorístico, del que se contagió por la estrecha relación que mantenía con Mark Twain y con otro de los autores que fustigaba a la sociedad americana de su tiempo, el neoyorkino Bret Harte, que también se había trasladado a San Francisco y era editor del Northern Californian. En las despiadadas crónicas de Bierce se hacían notar por aquel tiempo influencias de Swift, Voltaire y de su propio amigo, el autor de la memorable Las aventuras de Huckleberry Finn. Más tarde pasó tres felices años en Londres con su esposa. Allí fue aceptado en la Banda de la Calle Fleet, una especie de club social formado por escritores, periodistas y pub-crawlers, entre los que pronto, a causa de su humor corrosivo, fue conocido como “Bitter Bierce”. En septiembre de 1874 vuelve a San Francisco, donde se convirtió en director asociado de un nuevo semanario, el Argonaut. Por esos años, en vista de que en su casa había ya tres niños (además de su suegra) Bierce se escapaba con frecuencia al Bohemian Club, y de ahí, en 1880, a Dakota, donde viviría su desastrosa experiencia en la explotación de minas.

Durante estos años, y ya desde su estancia en Londres, Bierce había recopilado muchos de sus artículos en libros que alcanzaron una enorme difusión, tales como Telarañas de un cráneo vacío o La danza de la muerte. Así, no es de extrañar que William Randolph Hearst pensara en él cuando adquirió el San Francisco Examiner, al que, con un buen sueldo, se incorporó de inmediato. La colaboración de Bierce en la prensa del todopoderoso magnate duraría más de veintiún años, tiempo en el que nuestro autor adquirió pleno dominio de sus habilidades como reportero y narrador. Fueron aquellos, sin embargo, años difíciles para Bierce, a causa del suicidio de su hijo mayor, la posterior muerte de otro de sus hijos y la separación y el posterior divorcio de su esposa. Quizá por eso el tono de su sátira se ennegreció, y el ya exacerbado aire morboso de sus ficciones superó en sus efectos terroríficos incluso a las de Poe. Es en esos tristes años cuando Bierce acuña su lema personal: Nothing matters.

“Se puso el sol sobre una región en la que el sentido de la moralidad había muerto irremisiblemente, en la que la conciencia social se había enquistado, en la que la capacidad intelectual de las gentes se había disuelto como un azucarillo en el agua, de tanta debilidad y confusión como había venido mostrando”, escribiría en El famoso legado de Gilson, uno de sus relatos más célebres. Ambrose Bierce escribió un total de noventa y tres historias cortas, la mayoría de ellas bañadas en las turbias aguas de la literatura gótica que devoró ansiosamente cuando era niño y muchas de ellas de carácter sobrenatural. Uno de los ejemplos más logrados de lo anterior es El monje y la hija del verdugo (1892), novela basada en la traducción hecha por su amigo el odontólogo Gustav Adolph Danziger de Der Mönch von Berchtesgaden de Richard Voss. Cuenta la historia del amor prohibido y fatal de Ambrosio, joven monje franciscano, por una muchacha, Benedicta. Paralelamente a esta veta siniestra de la obra de Bierce, se extiende por toda ella una profunda nostalgia de aquellos pioneros que encontraron su ideal de vida en la soledad de los bosques y que en su tiempo se habían extinguido. Estos personajes vivían en las colinas al este del Valle del Mississippi, desde los Grandes Lagos hasta el Golfo de México, o bien en los desolados campamentos vecinos a las explotaciones mineras de California, pues “durante más de cien años aquellos hombres fueron acercándose al oeste lenta pero tenazmente, en un avance imparable, generación tras generación, con sus rifles, sus machetes y sus hachas, reclamando la rendición de la Naturaleza y de sus criaturas salvajes”. Dichos personajes alimentaban en la época de Bierce la mitología americana, a la que ya pertenecen con todo derecho algunos de sus relatos, como Suceso en el puente sobre el río Owl o Chickamauga, que narra la batalla del mismo nombre de la Guerra Civil americana.

En inquietante armonía con su afición a lo macabro discurre, en la obra de Bierce, un flujo de amarga ironía, a menudo humorística, que el autor exhibió magistralmente en unos breves textos que a modo de definiciones publicó en el Argonaut y más tarde en el Diccionario del Diablo (1906). En este libro, de completa actualidad, el descreído Bierce se burla de todo y arremete contra todos a fin de provocar una sana rebelión frente a las ideas adquiridas, desmenuzadas por su pluma de manera concisa para mostrar la absurdidad e inanidad de los que mandan, y el modo en que el poder de todos los tiempos doblega el lenguaje para doblegar mejor las conciencias.

Bierce metamorfoseó a hombres en animales y a la inversa, puso en contacto a los vivos con el más allá, desveló las mezquindades del alma humana, denunció la crueldad de la guerra y mató de miedo a los más valientes de su siglo, todo ello sin dejar de añorar una época de libertad anterior a la moderna y avasalladora civilización. Ya era uno de los autores más grandes de Estados Unidos cuando en 1913, hastiado y desengañado, abandonó Washington, donde había trabajado para uno de los periódicos de Hearst, y se marchó a México por El Paso a fin, según dijo, de echar un vistazo a la revolución que allí estaba desarrollándose. Su última carta fue enviada desde Chihuahua el 26 de diciembre de 1913. Nunca más se supo de él. Según se cree, el setentón Bierce se unió a las fuerzas revolucionarias de Pancho Villa y cayó en la batalla de Ojinaga el 11 de enero de 1914. Las especulaciones acerca de su muerte han dado lugar a diversas obras literarias, entre ellas la novela Gringo viejo de Carlos Fuentes, que fue llevada al cine por Luis Puenzo. Pero tal vez su desaparición no sea más que una última broma, concebida por Bierce para ser convertido él mismo, por medio de otros, en ficción literaria. Bromas aparte, su obra ha dejado una profunda huella en la literatura americana, o más bien en la latinoamericana, en especial por ese anhelo de la brevedad que está presente en el Diccionario del Diablo y que tanto tiene en común con obras recientes del ya mencionado Eduardo Galeano.* Otro discípulo suyo, el periodista norteamericano George Sterling, escribió: “Es imposible hallar en el periodismo de nuestro país otro hombre más honesto que él”.
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* Acerca de la influencia de Ambrose Bierce en la literatura de América Latina véase: Graciela S. Tomassini, Ambrose Bierce y el microrrelato hispanoamericano. Invenio, vol. 11, Número 21, 2008

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