martes, 4 de noviembre de 2014

VARIACIONES / 18

LA SINFONÍA AL INICIO DEL SIGLO XIX, O CÓMO ECHAR CUENTAS Y MEARSE ENCIMA

En un episodio de una popular serie de televisión norteamericana, en vísperas de un viaje a Las Vegas, se ve a un pícaro que intenta adiestrar a su sobrino adolescente acerca de la conducta que debe seguirse en una mesa de juego. El chico atiende en silencio a los sabios consejos de su tío, quien le explica que, llegada una buena racha, en ninguna circunstancia al tahúr le está permitido levantarse de la mesa, ni siquiera a causa de una imperativa necesidad fisiológica. Pues si el dinero acumulado sobre el tapete es mayor que el precio de los pantalones que uno lleva puestos, argumenta el tío, nada impide satisfacer cualquier necesidad de inmediato y sin levantarse. “¿Tengo que echar cuentas y mearme encima?”, pregunta, lleno de inquietud, el aplicado pupilo.

Algo parecido debieron preguntarse los aficionados a la música de principios del siglo XIX, cuando los pícaros y sabios de su tiempo les informaron de que las costumbres musicales estaban cambiando: las obras instrumentales –las sinfonías, en concreto– no debían despertar sólo su disfrute, como habían hecho siempre, sino que además debían “comprenderse”. Hasta esas fechas la creencia más extendida dividía a la música en dos especies bien definidas y de genéticas tan dispares como irreconciliables: la música vocal, que por tener un contenido literario incorporaba alguna clase de mensaje que requería la atención y quizá la reflexión del oyente; y la música puramente instrumental, mero artificio técnico apreciable sólo por los iniciados (los propios músicos), pero que para el oyente común no tenía más valor que el de un pasatiempo, lo que la hacía formar parte del catálogo de las artes decorativas, más o menos al mismo nivel que el papel pintado de las paredes. A esta fatigosa música instrumental que no decía nada al oyente se refirió Rousseau en 1768 en su Diccionario de la música, en el que atribuyó al filósofo Bernard de Fontenelle un comentario que haría fortuna y que se repetiría con variable frecuencia en los siguientes cien años: “Sonata, ¿qué quieres de mí?”

Al cambio de mentalidad que se produjo en el oyente en el paso de un siglo a otro, coincidiendo con el estreno de las sinfonías de Beethoven, está dedicado el ensayo La música como pensamiento. El público y la música instrumental en la época de Beethoven, obra del musicólogo y profesor de la Universidad de Chapel Hill (Carolina del Norte) Mark Evan Bonds, que ha publicado entre nosotros la editorial Acantilado.

Bonds estudió en las universidades de Duke y Harvard y completó su formación en Alemania, en Kiel. Sus investigaciones se han dirigido desde hace años hacia la transición de la música del siglo XVIII al XIX, y es autor de varios ensayos sobre la expresión musical de la Ilustración, la música instrumental y la teoría estética. Su último libro, Absolute Music. The History of an Idea, ha sido publicado en Nueva York este año por la Oxford University Press.

La música como pensamiento no aborda la historia de la música en el período citado, sino su recepción, la manera en que se modificó el modo de la escucha. Esta profunda transformación, como demuestra el autor, fue sintomática de toda una serie de cambios culturales, políticos y sociales que tuvieron lugar entre la Ilustración, la filosofía idealista y la Revolución francesa, por una parte, y el naciente Romanticismo por otra. Una transformación que se desplegó paralelamente al sentimiento nacionalista alemán, aspecto éste que añade al libro un interés inesperado, y que habría de estar presente en la conciencia de los alemanes durante el proceso de unificación, el cual llega hasta nuestros días. No es casual, en efecto, que el Himno a la Alegría de Beethoven, sobre un texto de Schiller, sea actualmente el himno oficial de la Unión Europea. Con independencia de ello, en su origen, como explica Bonds, la sinfonía, al igual que los cambios operados en relación a ella, en su apreciación y en su escucha, fueron fenómenos específica y netamente alemanes.

El sentido de la audición de la música todavía en tiempos de Haydn y Mozart está ligado a la naturaleza de sus mecenas, así como a los lugares donde la música debía escucharse, que no eran otros que los salones privados de la nobleza. En pocos años, después de la Revolución francesa, la ascendente burguesía se dota de teatros públicos en los que, previo pago, puede accederse a las representaciones que hasta no hace mucho han sido privilegio exclusivo de la aristocracia, y también esa misma burguesía reclama una música que se adapte no sólo a la gran dimensión de las nuevas salas de concierto, sino también a sus ideas, las cuales tenían por entonces un carácter que oscilaba entre lo revolucionario y lo nacionalista. Es en este contexto propicio en el que se estrenaron la sinfonías de Beethoven. A los registros ya experimentados por sus predecesores (el pastoril, el galante, etc.) el compositor de Bonn añadió uno nuevo, el heroico, el cual permitía al hombre común sentirse como un triunfante Napoleón durante unos minutos. Sin embargo, en esencia, y en términos estrictamente musicales, Beethoven se sirvió mayormente de esquemas que ya estaban presentes en las últimas sinfonías de Mozart: la repetición, la variación, el contraste, la interrupción, el silencio; de manera que, según nuestro autor, lo auténticamente revolucionario no debe buscarse en la música misma de Beethoven, sino en el nuevo sentido social que se le dio. A configurar este nuevo sentido, que presentaba una fuerte carga política, contribuyeron diversos autores que aplicaron a la crítica musical las ideas de la filosofía alemana, entre ellos E.T.A. Hoffmann, escritor de literatura fantástica y compositor al que se debe una muy influyente reseña del estreno de la Quinta Sinfonía de Beethoven que se publicó en 1810.

Conceptos como “lo infinito” o “lo sublime” tomados de la filosofía fueron puestos al servicio de una transformación en la recepción de la música, la cual pasó de ser pasiva a intelectualmente activa, reflejo de un ideal que presentaba a la música como encarnación en la tierra de un reino democrático y nacional alemán, lo que virtualmente convertía al compositor en “sumo sacerdote de un lejano reino espiritual”. Este reino imaginario conformado por la frustración política de la burguesía y por las ideas filosóficas elaboradas en primer lugar por Kant, pero después también por Hegel y Schelling, adoptó la forma de una aspiración en la que Alemania, como futura entidad nacional, ofrecería a Europa y al mundo un nuevo modelo del concepto de nación, basado en las ideas antes que en las fronteras, fundamentado en una cultura cosmopolita y en la Bildung –el ansia de emancipación y superación personal por medio de la instrucción, el cultivo de las artes y el espíritu–.

“El nuevo paradigma de la escucha surgido de la estética idealista hacia 1800”, escribe Bonds, “abandonó la premisa de que la música era un lenguaje. En lugar de un discurso, la obra musical pasó a considerarse un objeto de contemplación, el catalizador potencial de una revelación accesible para quienes participaran activamente en la obra escuchando con imaginación creativa”. Esa revelación tenía un carácter comunitario que ya había sido anticipado por los primeros románticos. En efecto, Novalis, Hölderlin, Friedrich Schlegel y Clemens Brentano optaron abiertamente por la erradicación de toda forma de distinción entre filosofía y arte, argumentando que “ambos participaban en la misma tarea: la búsqueda de la verdad”. En una sociedad como aquélla, delimitada geográfica y simbólicamente por el uso del alemán y sus dialectos, y sometida a la implacable censura prusiana, la música instrumental, especialmente la sinfonía, por su propia naturaleza de experiencia espiritual colectiva, se convirtió en vía de expresión natural para profundos anhelos que no podían realizarse políticamente. “La monumentalidad del género [sinfónico], unida a su diversidad tímbrica, llevó a muchos coetáneos de Beethoven a oír la sinfonía como la proyección de un Estado ideal donde las libertades personales podían florecer dentro de un marco estructurado, y donde las necesidades de la comunidad podían convivir en armonía con las del individuo”. Ello explica el comentario que el poeta y dramaturgo Franz Grillparzer dirigió en cierta ocasión a su amigo Beethoven: “El censor no puede sostener nada en contra de los músicos. ¡Si supieran de lo que trata tu música!”

Que esta concepción filosófica y política de la sinfonía predominó entre músicos y oyentes durante décadas lo prueba el siguiente comentario de Robert Schumann en 1835, en respuesta a la tendencia del momento, que otorgaba una creciente relevancia a la figura del director: “La orquesta debe seguir siendo una república, sin reconocer ninguna autoridad superior”. Y más tarde Richard Wagner, quien consideraba que las sinfonías de Beethoven eran insuperables no sólo en el ámbito musical, sino también en lo relativo a su capacidad para enlazarse con las aspiraciones colectivas, escribió que “en las sonatas compone él [Beethoven]; en las sinfonías, el mundo entero a través de él”.

La consecución del Estado estético, que ya había sido sugerido por Goethe, alcanza su síntesis en el Himno a la Alegría con el que concluye la Novena Sinfonía de Beethoven, apasionada recreación de una armonía social “que sólo podía cimentarse”, escribe Bonds, “en una base de individuos que hubiera alcanzado un nivel indispensable de autorrealización personal”. Dicha síntesis constituía la ideal consumación del deseo universal de unión de lo sublime con lo absoluto, máxima aspiración de una comunidad estética y política que ya estaba recogida en una inscripción del Templo de Isis (la Madre Naturaleza), de la que Beethoven tenía una copia en su mesa de trabajo: “Soy todo lo que es, ha sido y será, y ningún mortal ha descubierto el velo de mi cara”. Palabras que en los contemporáneos del compositor debían de evocar al Ideal hegeliano desplegándose en la Historia, y que a nosotros, conocedores de la manera en que esas mismas ideas fueron revisadas en las primeras décadas del siglo pasado, nos parecen cercanas a una de las últimas tesis de Walter Benjamin, aquélla referida al Angelus Novus de Klee: “La tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve la espalda, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso”.

El libro de Bonds es un excelente comentario al desarrollo de la filosofía idealista y a su aplicación estética en los inicios del siglo XIX, pero también una muy rigurosa ilustración de la sociedad que vio nacer el Romanticismo y en la que se gestaron las ideas que nutrirían en sus inicios a la nación alemana. Y no en último lugar el libro es también un retrato de grupo en el que sobresalen Beethoven y su obra, esa mezcla de dolor, tensión, monstruosidad, armonía y anhelo de lo infinito a la que Grillparzer se refirió en su funeral como “las cuerdas rotas del arpa que ha quedado en silencio”.

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