martes, 10 de febrero de 2015

DISPARATES / 125

EL CURA Y LOS MANDARINES, DE GREGORIO MORÁN

¿Cuáles son los antecedentes próximos del esperpento nacional? ¿Quiénes eran y qué méritos poseían los mandamases de nuestro turbio pasado? ¿Cómo treparon hasta las altas instancias del poder y de qué relaciones se sirvieron? ¿Cuál ha sido su legado? Responder a estas preguntas es algo que no han hecho ni ellos ni sus hijos. Sucede que si hay un consenso español del que proceden todos los demás y que ha regido nuestros destinos en los últimos cuarenta años, con los resultados que están a la vista, es el de que más vale guardar celosamente los secretos de familia, callar la manera en que nuestros grandes han llegado a serlo, ya que tal cosa dejaría al aire sus vergüenzas. Dar al público esa información requería de una voluntad tenaz, de audacia, de una no pequeña dosis de escepticismo crítico, de un saber enciclopédico en la materia, de abundante paciencia y de un humor a medio camino entre los de Luis García Berlanga y José Luis Cuerda. A lo que habría que añadir un rasgo más que no suele estar al alcance de muchos: el de la posesión de una sensibilidad curiosa, abierta y un poco estrambótica para la escucha y la lectura de los testimonios directos, expresados a veces entre líneas y siempre sibilinamente para los oídos no iniciados. Habíamos olvidado, por costumbre, la necesidad de conocer esta intrahistoria o pequeña historia mundana que por elemental prudencia académica no tiene lugar en los manuales. Y ahora que por fin disponemos de ella comprendemos que nos era imprescindible.

Los lectores con una edad superior al medio siglo pasarán por las páginas de este libro, o habrán pasado ya, porque cuenta con varias ediciones, con las mismas abnegada minuciosidad y la sonrisa (a veces trocada en indignación) con las que su autor lo ha escrito. Los jóvenes, de momento, no entenderán nada. Cuarenta años de pactado silencio educativo, a los que hay que añadir los cuarenta de silencio a secas anteriores, obran maravillas. Creerán estos jóvenes hallarse ante un libro de ficción, una novela que acaba resultando inverosímil por exceso de fantasía de su autor. La información contenida aquí les resultará a ellos de difícil acceso a causa de esa ruptura generacional que de hecho, a falta de otras, ya se ha producido, una información que si llega tan tardíamente es por culpa nuestra, y que había estado a punto de caer totalmente en el olvido. Y sin embargo El cura y los mandarines llega justo a tiempo.

El libro trata de una anomalía, la española. En cualquier país europeo los personajes descritos aquí tienen sus equivalentes en otros que florecieron en los años treinta o cuarenta del siglo pasado. Los  nuestros llegan hasta hace muy poco o hasta ahora mismo. Las insignias, los uniformes, los sables, los carnets del partido, las condecoraciones que en Alemania, Austria, Italia y Hungría, todo aquello que los supervivientes quemaron en 1945 para convertirse en demócratas de los pies a la cabeza, adaptarse al futuro y perpetuar el poco o mucho poder que les quedaba, todo eso, como parte de la cuestionable historia familiar, se guarda con esmero todavía hoy en los armarios de algunas casas españolas (casas bien, se entiende): la camisa azul, la boina roja de requeté con su borla amarilla, los pantalones breeches y las botas altas. El ajuar completo convive en amistosa vecindad con los trajes de primera comunión. Precisamente a los jóvenes les convendría acercarse a este libro, crónica realista y cuidadosamente documentada de una España tan infame como ridícula.

El telón de fondo es el de la postguerra y sus penurias asociadas: penuria material, moral, del pensamiento. Por delante de ese telón desfila el coro, una corte de los milagros compuesta por acaparadores de filosofía tomista, canónigos encargados de la censura de libros, caballeros mutilados que llegan a gobernadores civiles, plumíferos marrulleros, jesuitas con cilicio, generales africanistas, ex curas huidos, agentes de la CIA, ministros del Opus, y mas ex curas reconvertidos a la lucha armada. Todos porfían en este apolillado teatro de variedades, este anacronismo de la Historia perpetuado hasta el último tercio del siglo XX, al que cabe añadir a modo de corolario a sus hijos, biológicos y espirituales, aquellos que después serían los padres de la “transición”.

Algunos de estos todavía alientan y siguen teniendo mando en plaza: Juan Luis Cebrián, Luis María Ansón. Ellos mismos, por cierto, disfrutan desde hace tiempo de hijos, sobrinos e incluso nietos espirituales, más decididos que nunca a arrimar el hombro para que continúe el cotarro. Más decididos porque se ven en peligro. Otros ya hicieron su tránsito a un mundo mejor: Pío Cabanillas, Jesús Polanco, Javier Pradera. Todos están en este libro con sus nombres y apellidos, vida y milagros, porque El cura y los mandarines es aquí y entre nosotros lo que para el Reader’s Digest era su Who is who?, o para las casas principescas de Europa el Almanaque de Gotha, ese mismo, por cierto, que desapareció tras la caída de todos los fascismos (menos uno) y que volvió a ser reflotado a finales del siglo pasado por Juan Carlos I.

Del fondo de aquel abigarrado escenario de la larga postguerra surgieron algunos personajes a los que no unía la liberalidad ni tampoco el liberalismo, pero sí la “angustia cultural, ansiedad humana, soledad espantosa de jóvenes con ambición y ningún horizonte que no fuera la aspiración a una inteligencia superior”. Ya hemos citado a algunos de fuste, hijos brillantes, mandarines a los que correspondió dar el último toque a la “transición”, aquél que no podía dar el franquismo tras su naufragio. En el centro de todos ellos nuestro autor no pone a ninguno de los más exhibidos en el período en cuestión, sino a uno de esos ex curas al que todo el mundo creía de Santander, aunque nació en Madrid, un joven llamado Jesús Aguirre, el cual dijo su primera misa en la parroquia de la Ciudad Universitaria y con el tiempo llegaría a ser el duque de Alba, lo que en España es casi tanto como el rey, o más.

Portada de la edición que Crítica
(Planeta) no llegó a publicar
En el cuadro de aquellos jóvenes con pretensiones ahogados por las taras del régimen Jesús Aguirre no figuraba, en principio, entre los llamados a prosperar. Hijo de madre soltera que tuvo que irse de Santander para dar a luz en la capital, nada en sus inicios anunciaba una carrera que iba a ser tan lenta y segura como fulgurante. Su primera aparición en escena tuvo lugar en Munich en 1962, en aquellas dos jornadas de junio a las que un oscuro funcionario del Ministerio de Información calificó con inesperado éxito de “contubernio”. Aquel proyecto de europeización de España, auspiciado por ex falangistas devenidos en demócrata-cristianos, militantes del PSOE y monárquicos, o lo que es lo mismo: la totalidad de lo que se consideraba entre gentes de orden “la oposición antifranquista”, fue financiado por la CIA y constituyó el único y muy tímido intento emprendido por Estados Unidos de convertir a España en un país presentable. Intento fallido que se frustró a causa de la respuesta intempestiva del régimen, el cual movilizó a todo su aparato de propaganda para sacar a los españoles a la calle. Era Europa la que debía españolizarse, y si los implicados pudieron extraer de aquellos hechos alguna conclusión esta es la de que “cualquiera que fuese el grado de debilidad del régimen, el mismo se sustentaba en la brutalidad de sus reacciones, que le daban seguridad y cohesión”. Resultado de ello fue la suspensión del derecho de libre residencia, y el destierro de muchos de los participantes en el contubernio a la isla de Fuerteventura, o directamente al exilio. Para la mayoría (José María Gil Robles, Dionisio Ridruejo, etc.) terminó allí su carrera pública. No así para Jesús Aguirre, que tuvo el acierto de mantenerse en Munich en un discreto segundo plano. Esa mezcla de astucia y modestia, muy propia de los miembros de esa generación que sí habrían de hacer carrera, sobre todo tras la muerte del Caudillo, sería un rasgo característico del personaje y la razón principal de su éxito.

Aquella España que debía conquistar espiritualmente a Europa es la misma en la que se realizó un Congreso de Moralidad en Playas y Piscinas en cuya segunda resolución se leía: “Supuesto que creemos que España es la esperanza de la salvación del mundo, no debe consentirse claudicación alguna en este orden de la moral, fundamento y esencia de nuestra Patria”. De lo que puede deducirse fácilmente el peso de España en la comunidad internacional de la época, al menos en lo relativo a las playas y las piscinas. Y no obstante, pese a esa capacidad del régimen para cerrar filas cuando se sentía amenazado, abundaron ya entonces los signos de que su hegemonía estaba en entredicho. Por una parte con motivo de las huelgas de los mineros asturianos, las cuales se extendieron al País Vasco y dieron lugar a uno de los estados de excepción que jalonaron el franquismo, y por otra porque los descontentos de Munich ensayaron otros cauces por los que aventurarse, si era posible, con menor riesgo. De ahí procede el conflicto entre los nacional-católicos y un “cristianismo vanguardista” que iba a tener entre sus hijos espurios al “Felipe”, el Frente de Liberación Popular que se fundó, igual que ETA, en un convento. Otros optaron por una especie de oposición más pacífica, en el ámbito de la cultura, que no tardó en ser absorbida en su mayor parte por el discurso oficial. En ese quebradizo engranaje desempeñaría un papel protagonista Jesús Aguirre desde su puesto de director de la editorial Taurus.

El cura y los mandarines, de hecho, estudia las muy enjundiosas relaciones entre la cultura y la política en una España que en la “transición”, y después de ella, iba a estar muy necesitada de grandes grupos editoriales y de comunicación que fueran tan dóciles ante el poder político y económico como eficaces en la tarea de establecer el mito fundacional de la democracia, operación publicitaria que requería expertos mandarines, autores agradecidos y editores espabilados. Y ahí estuvo siempre discretamente el duque consorte Jesús Aguirre, elevado desde su primeriza parroquia hasta la más encumbrada de las noblezas por voluntad de la única señora de nuestra aristocracia “que siempre hizo lo que le dio la gana”.

El libro, pese a la admirable perseverancia de su autor, no estaba concluido cuando, el año pasado, lo ofreció a la editorial Planeta para su publicación. Le faltaba el último capítulo, que debía ser escrito por dicha institución planetaria cuyo presidente, otro mandarín, nos ha dejado hace unos días. El amargo e ilustrativo episodio de la censura del libro por Planeta ha sido ampliamente comentado y no es preciso referirse a él. Quede este último capítulo como muestra elocuente del estado en que se halla hoy este intrincado bosque de los letrados.

Ha escrito Juan Carlos Monedero en alguna ocasión que si algo debe reprochar su generación a la anterior es la dificultad para encontrar en ésta algo parecido a “maestros”. El libro de Gregorio Morán explica con suficiencia los motivos de tal desamparo generacional, arraigado en una tradición de incuria, de ineptitud, de oportunismo y de miserables componendas, todo ello puesto bajo el lema de “bien está lo que bien acaba”. Un dicho que algunos, especialmente entre los miembros de la generación de Monedero, empiezan ahora a cuestionar en la creencia de que España tiene arreglo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario