martes, 22 de marzo de 2016

DISPARATES / 151

LOS ESPAÑOLES, DE GABRIEL MAGALHÃES

La joven editorial catalana Elba tiene en su haber una serie de títulos exquisitos entre los que figuran uno de Dalí sobre su relación con Picasso y otro, debido a Marcel Reich-Ranicki, sobre la crítica literaria. Entre sus proyectos inmediatos se anuncia un ensayo acerca de los alemanes vistos por un autor norteamericano, y es de esta idea original de donde procede la de un libro sobre los españoles cuya redacción fue audazmente encomendada a un observador portugués, Gabriel Magalhães. Éste, colaborador en La Vanguardia desde 2009, ha respondido al encargo recibido con un libro que es a la vez crítico y personal, y en el que se nos muestra una visión profunda de nosotros mismos, tan alejada de toda complacencia como afectuosa.

Gabriel Magalhães nació en Luanda (Angola). Hijo de retornados tras el fin de las colonias portuguesas, pasó su infancia en Beasain, en Guipúzcoa, cursó estudios en la Universidad de Lisboa y en la de Salamanca, y en la actualidad es profesor en la de Beira Interior, en Covilhã. Es autor de ensayos escritos en castellano, como Los secretos de Portugal. Peninsularidad e Iberismo (2012), y de otros redactados en su lengua natal: Como sobreviver a Portugal (2014) y O mapa do Tesouro (2015). Su novela Não tenhas medo do Escuro, publicada en 2009, recibió ese año el Premio Revelación que otorga la Asociación Portuguesa de Escritores.

Para este católico poco convencional que pasa su vida, en su calidad de agente doble, como confiesa él mismo, entre los dos estados de la Península, el reto que Occidente y en especial Europa debe afrontar en los próximos años es el de un “renacimiento de la espiritualidad que debe hacerse conservando todas las dimensiones de nuestra libertad política y cultural”. Para él, este regreso a las profundidades del alma es inseparable “de la garantía y de la autenticidad de estas libertades”, tarea colectiva en la que desempeña un papel protagonista la lectura en su calidad de transformadora de la realidad, pues “la lectura siempre es un gesto revolucionario, en la medida en que abre nuevos horizontes que primero surgen en nuestra mente, pero que después son proyectados a la esfera de lo que existe. El futuro”, añade Magalhães, “se construye con libros que han logrado infiltrarse en la realidad. Entre ellos y el mundo hay puentes, muchos quijotescos, pero también otros que permiten recorridos razonables, positivos, que hacen más felices a los hombres”. Es a este propósito al que obedece su obra, y también este Los españoles, ensayo que desde su aparición hace unas semanas ha tenido una notable recepción en Cataluña y casi ninguna en el resto de España.

Ya en la introducción de este libro que tiene por subtítulo Un viaje desde el pasado hacia el futuro de un país apasionante y problemático alude el autor en varias ocasiones a la historia y al presente de España como “laberinto”. Se inscribe así su reflexión en un noble trayecto literario al que pertenecen otros igualmente bellos libros que han tratado de abordar la complejidad y los disparates de nuestro país, desde aquel inolvidable El laberinto español de Gerald Brenan hasta los diversos textos que componen El laberinto mágico de nuestro Max Aub. Laberinto no es palabra que se preste con facilidad a la descripción de la mayoría de las naciones, y en cambio encaja a la perfección en el relato con el que intentamos describir la nuestra, de la que el propio Magalhães se siente parte, y cuyas lejanas sinuosidades en el tiempo alcanzan como estamos viendo a nuestro inmediato presente. En la tarea de desvelar dichas sinuosidades Magalhães parte con ventaja, beneficiándose de su naturaleza de agente doble que con la misma perspicacia dialéctica puede hablar de España desde dentro y desde fuera, buen conocedor, como denota su biografía, de estas interioridades nuestras con respecto a las cuales él puede acercarse y alejarse, a conveniencia, sucesiva y a veces también simultáneamente. Así, Magalhães se puede asombrar como portugués de lo que en España asombra a los extranjeros, por ejemplo de nuestros horarios y de nuestra facultad innata para festejarnos a nosotros mismos, y ello mediante la celebración de una identidad colectiva y callejera que adopta manifestaciones dispares, las cuales, al menos en lo que se refiere a Europa, son únicas de nuestra tierra, pudiendo oscilar entre el abigarramiento etílico de los Sanfermines y la indignación asamblearia del 15 M. Pero al mismo tiempo, como español en ciernes, el autor es capaz de adentrarse temerariamente en otras realidades intrínsecas de la cosa española y a las que alude ya sin rodeos desde el subtítulo de su ensayo: ese inacabable carácter problemático de España como país guerracivilista, portador de la tragedia de las machadianas dos Españas y, en particular, del problema de una territorialidad o plurinacionalidad que a día de hoy está todavía muy lejos de resolverse.

Esta parte del libro, a la que se dedica algunos capítulos, pero que actúa como hilo conductor del mismo, es el tema central de Los españoles, estos raros seres que como las personas de la Trinidad tienen la virtud de ser uno y varios, lo que les permite hablar todos a la vez sin escucharse, como sucede en las tertulias televisivas, otro rasgo por cierto genuino de la españolidad e incomprensible para el foráneo, tertulias en las que hablamos y gritamos, a veces sólo para comunicarnos unos a otros la necesidad de una cita en la que volveremos a hablarnos y gritarnos en un futuro próximo. Para añadir más dificultad a este diálogo que recuerda más bien al ancestral duelo a garrotazos de un cuadro de Goya, el mismo tiene lugar, como no podía ser de otra manera tratándose de España, en diversos idiomas, todos ellos lenguas oficiales del Estado según un artículo de la Constitución del que nunca se ha acordado nadie, y lenguas entre las que figura una, el catalán, que para enredar todavía más la madeja tiene a su vez la propiedad de ser trina, convirtiéndose en valenciano o mallorquín según donde se hable.

Según Magalhães, el español pontifica desde el palco de ópera particular que es la barra del bar, y se pasma y siente un dolor en el corazón cuando no encuentra tales barras al viajar al extranjero. Y es que al español le sorprende que más allá de las fronteras no exista ya España. Hay en los españoles una herencia y una añoranza imperial que para nuestro autor se remonta a la romanización, y que explica así: “El Estado siempre proyecta una sombra de la organización de Roma. Los peninsulares somos romanos, pero nuestra romanización no aniquiló nuestra diversidad. Nos dieron una lengua, y nuestra radical complejidad la multiplicó en muchos idiomas”. Y añade: “Uno de los trazos más romanos que conservamos es el de la esperanza en una gran unidad política redentora. La verdad es que los pueblos de aquí se abandonaron a sí mismos para integrarse en Roma: esa desmemoria de lo que eran se transformó en un intenso recuerdo de lo que pasaron a ser. Tenemos a Roma esculpida en nuestro ser”. Ello, a juicio del autor, explica el entusiasmo que despertó entre nosotros el proyecto de Europa. Si para las rubicundas gentes del norte Europa no pasaba de ser desde el principio un negocio, un acuerdo comercial destinado a crear un ambiente amable en el que pudieran evitarse las trifulcas del pasado, la misma Europa, por obra de un absurdo malentendido, se apareció en nuestro firmamento como una redención colectiva, una superación milagrosa de todas nuestras propias y antiguas diferencias, trifulcas y congojas: “Un nuevo imperio, pero mucho más avanzado, en el que los juegos circenses serían sustituidos por un espectáculo de todo tipo de innovadoras tecnologías”.

La lenta evaporación del malentendido europeo está en la raíz del renovado aflorar de otros firmamentos, ahora nacionales, que fueron aplacados por aquél y condenados en consecuencia a un transitorio adormecimiento. Magalhães, incluso en esos periódicos momentos de tregua, cree advertir los signos de una tensión española nunca resuelta que, apenas apaciguada, busca desesperadamente la manera de renacer. Para ilustrar tal tensión se sirve de la literatura, y en especial de ejemplos espigados de nuestro Siglo de Oro. Si Don Quijote y Fuenteovejuna son signos inefables del conflicto y de la tensión nacional, vendría a ser La vida es sueño un intento racional de relativización de los mismos, pero un intento que habría quedado para el español fosilizado en forma de horizonte utópico y por ello inalcanzable. Anota nuestro autor, al respecto de esta tensión, el porcentaje de parados que hoy presenta España, y que es también único en la Unión Europea. “Para el ciudadano de a pie”, escribe, “esto se transforma lógicamente en la evidencia de que vive en una nación fría, cruel, que escupe a las personas como si fueran huesos de aceituna”.

Nada de lo anterior sofoca el optimismo de Magalhães, para quien la problemática España posee hoy, en germen, los recursos requeridos para un futuro esperanzador que igualmente podrían ser útiles para la vieja Europa: “En parte considerable, lo que hemos comentado explica la epifanía de Podemos. Los españoles desean un país más inclusivo. No ignoro que, cuando escribo esto, muchos me leerán con un rictus sarcástico: si hay que tener parados para seguir tirando, así tendrá que ser, y no me venga usted con pamplinas. Éste es el pensamiento español de siempre: glacial, realista, práctico. Pero a una gran parte de España le gustaría cambiar estas reglas del juego”. Magalhães explica así, de paso, las razones de una curiosa conexión entre Cataluña y Portugal, pues la mera existencia de ésta última, en modo independiente, vendría a ser la garantía de que la unión política española, entendida en su versión más monolítica, “no representa una fatalidad ni una maldición de la historia”, sino que podría ser la puerta de entrada “a una España que quizá no sea esta España, sino otra, que todavía está un poco lejos de la actual”.

Insiste Magalhães en diversos pasajes de este libro en la importancia de la política lingüística y en el enorme y descuidado patrimonio que para los españoles representa la pluralidad de lenguas. Esa pluralidad que existe y que convive pacíficamente en la sociedad nunca ha sido suficientemente reconocida por las élites políticas que han gobernado en los últimos casi cuarenta años. Y concluye: “Los portugueses nos hemos esforzado locamente, de un modo insano, para tener el derecho de nacer, vivir y morir en el interior de nuestro idioma y en el modo de ver el universo que esa lengua representa. Acaso por ello nuestro gran arte ha sido siempre la literatura, con figuras como Camões y Pessoa. Inventar una nación con varios idiomas, sentidos por la gente como patrimonio de todos, sería abrir una vía maravillosa, un horizonte impensado: una nueva España. Y ése, creo, es el gran reto que los españoles tendrán ante sí en los próximos años. Si son capaces de lograrlo se habrán salvado a sí mismos, y muy posiblemente también a Europa”.

Ha escrito Enric Juliana, amigo y acompañante de nuestro autor en paseos por Lisboa y por Barcelona, que “cuando quedas con Magalhães hay que acudir a la cita con papel y lápiz. Siempre acabarás tomando nota”. De ello da fe el lector de este libro, cuyas audaces páginas sugieren un nuevo pacto de convivencia más allá del neoliberalismo y de la visión cerrada (y errada) de una España ajena a su propia diversidad nacional.

No hay comentarios:

Publicar un comentario