miércoles, 12 de febrero de 2014

DISPARATES / 95

Boris Grigoriev, Muchacha con búcaro (1917)
EL TIEMPO

“Zajar Pávlovich pensaba de joven que cuando se hiciera mayor se volvería más inteligente. Pero la vida había transcurrido sin que él se hubiera dado cuenta, sin pausas, en ininterrumpido entusiasmo: jamás sintió el tiempo como un objeto duro con el que se pudiera chocar; el tiempo sólo existía para él en tanto que misterio oculto en la maquinaria de los despertadores. Pero cuando Zajar Pávlovich descubrió el secreto del péndulo, se percató de que el tiempo no existía, que lo único que había era la fuerza tensa y regular del muelle. Sin embargo, la naturaleza tenía algo de pacífico y triste, había en ella fuerzas que actuaban de manera irrevocable. Por supuesto que en ocasiones había riadas de primavera, caían sofocantes lluvias torrenciales y el viento entrecortaba la respiración, pero lo que predominaba era una silenciosa e indiferente letanía: la corriente de los ríos, el crecimiento de las yerbas y la sucesión de las estaciones del año. Zajar Pávlovich suponía que estas monótonas fuerzas mantenían aturdida a la tierra entera; hacían ver retrospectivamente a la mente de Zajar Pávlovich que nada iba a mejor, que tanto las ciudades como las gentes iban a seguir tal y como eran. Que la desgracia había de perseguir permanentemente al hombre a fin de que en la naturaleza las fuerzas se mantuvieran invariables. Cuatro años antes había habido malas cosechas, los campesinos habían abandonado las aldeas y los niños se habían tendido en sus prematuras tumbas. Pero tal destino no había sido pasajero: había vuelto ahora para preservar el exacto funcionamiento de toda la vida.

Aunque los años pasaban, Zajar Pávlovich comprobaba con asombro que no cambiaba ni se hacía más inteligente, sino que seguía exactamente igual que cuando tenía diez o quince años. Sólo algunos de sus anteriores presentimientos habían llegado a convertirse ahora en pensamientos habituales, pero eso no hacía que las cosas hubieran ido a mejor. Cuando antes imaginaba su vida futura, veía un espacio profundo y azul, tan lejano que llegaba a parecerle casi inexistente. Zajar Pávlovich sabía de antemano que cuanto más avanzara por la vida más pequeño se haría ese espacio de vida no vivida, y que tras él quedaría un muerto y gastado camino que se iría alargando cada vez más. Pero se equivocaba: la vida crecía y se amontonaba, y el futuro por venir crecía y se expandía igualmente –más honda y misteriosamente que en su juventud–, como si Zajar Pávlovich se estuviera alejando del fin de su vida o se acrecentaran sus esperanzas y su fe en la misma.

Al contemplar su rostro en los cristales de los faros de las locomotoras, Zajar Pávlovich se repetía a sí mismo: «Es asombroso: no voy a tardar en morir y sigo como siempre.»”

Andréi Platónov, Chevengur

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