martes, 29 de abril de 2014

LECTURA POSIBLE / 142

VIAJE DE PETERSBURGO A MOSCÚ, LA CRÓNICA DE UN SIGLO Y MEDIO DE VIDA RUSA

“Las intenciones de este libro son evidentes en cada página: su autor está lleno y contagiado del extravío francés, recurre a cualquier cosa o persona para menoscabar el respeto al poder y la autoridad y para llevar al pueblo al resentimiento contra los gobernantes y el Estado. Estas páginas tienen un contenido de inspiración claramente criminal, completamente insurgente. Preguntar sobre esta oda al autor, con qué sentido ha sido compuesta y por quién”. Estas palabras fueron escritas por la emperatriz Catalina la Grande de Rusia en los márgenes de un libro que cayó en sus manos en junio de 1790. El libro se había publicado en mayo en una tirada de veintitrés ejemplares sin el nombre de su autor, y había ocasionado ya gran revuelo antes de que fuera leído por la emperatriz en su palacio de verano, en Tsárskoye Seló. La indignada emperatriz llamó al funcionario Ryleev, jefe de policía encargado de la censura, el cual no supo explicar por qué había firmado personalmente la licencia de impresión del libro, sin duda sin haberlo leído y confundido por su inofensivo título: Viaje de Petersburgo a Moscú. Dicha obra, casi desconocida para el lector español, es sin duda la más influyente que se ha escrito en Rusia; su lectura fue obligatoria en los institutos de la Unión Soviética y todavía hoy lo sigue siendo en algunos centros de enseñanza.

La emperatriz leyó el libro entre el 25 y el 26 de junio. El 30 su autor ya estaba preso en la fortaleza de Pedro y Pablo, en San Petersburgo. Su nombre era Alexandr Nikolayevich Radíschev, y resultó que no era un completo desconocido para la emperatriz. Ésta, poco después de ascender al trono, y contando él trece años, lo había nombrado paje, privilegio reservado a las leales familias de la nobleza, y que era entonces el paso previo para el acceso al cuerpo de oficiales del ejército imperial. Además, como premio a sus brillantes calificaciones, y teniendo él diecisiete años, la emperatriz lo incorporó a un selecto grupo de nobles que debía estudiar Derecho y Lenguas Extranjeras en la Universidad de Leipzig. Sobre este joven prometedor, convertido ahora en adulto que acababa de rebasar la cuarentena, recayó el 24 de julio de 1790, “por ser el autor de un libro lleno de las ideas más perniciosas contra la paz social, que menoscaban el debido respeto al poder, que tienen como fin provocar en el pueblo el descontento contra su gobierno y sus gobernantes, y que, por último, incluyen ofensas contra la autoridad y el poder del zar”, la condena a muerte.

El estudiante Radíschev se había familiarizado en Leipzig con las ideas de la Ilustración francesa, unas ideas de las que también se consideraba deudora la emperatriz Catalina, pero que se habían asentado en uno y otra de manera bien diferente. En 1790 la aristocracia y las monarquías de Europa vivían con pánico los acontecimientos de la Revolución francesa, pero estos mismos acontecimientos sirvieron para que algunos jóvenes cultivados y con ideas reformadoras adoptaran actitudes más radicales. Radíschev fue uno de ellos, y si sus lecturas en Leipzig le sirvieron para introducirse en las ideas que por entonces se divulgaban en la atmósfera intelectual europea y americana, su conocimiento de la realidad rusa, de regreso a su país, hizo de él en efecto el primer revolucionario ruso, del que se han reclamado herederos tanto comunistas como anarquistas (por no hablar de otras diversas tendencias que se desarrollaron a finales del siglo XIX), y cuyo elevado ejemplo moral sigue hoy vigente.

Junto a dicho ejemplo, el detalle de que Radíschev fuera un escritor, y no un político, un filósofo, o un revolucionario profesional al estilo de los de la Komintern, ha tenido también una influencia duradera en el modo en que los rusos han contemplado históricamente la transformación social. El primer referente de la misma en Rusia, este Viaje de Petersburgo a Moscú, es de carácter libresco, y libresca fue la manera, durante más de cien años, en que la idea de la revolución prosperó en ese país. En ninguna otra parte de Europa ha pervivido tan intacta y floreciente como en Rusia la asociación “ilustrada” entre revolución y literatura; ni en ningún otro lugar de Europa se ha esperado con tanta constancia del intelectual su implicación y su liderazgo en materia política y social. Ello explica obviamente el papel que los rusos, entre ellos muchos campesinos analfabetos, atribuyeron a Tolstói, pero también la imagen que tenían de sí mismos numerosos escritores del siglo XIX y de las primeras décadas de la era soviética.

El libro se abre con una cita de la Telemájida, obra del poeta y científico Vasili Trediakovski: “Un monstruoso craso, insolente, enorme, que por cien bocas ladra”. Este ser monstruoso no es otro que la monarquía rusa, de cuyos estamentos y administración, y de cuyas instituciones, se ocupa el autor con un aliento crítico nunca antes visto en la literatura de ese país. La obra es ante todo un alegato contra la esclavitud, y adopta la forma de un imaginario viaje por la Rusia de su tiempo. Pero es también un denso compendio de crítica social en el que se examinan las clases que formaban la Rusia zarista y en el que se describe el estado de la educación y las ciencias, a la vez que se denuncian los efectos de la censura: “Que el mal siempre se vuelva contra sus inventores y que el que persiga los pensamientos siempre vea los suyos ridiculizados y condenados a la destrucción. Si la venganza puede disculparse en algún caso, puede que sea en este”. La mayor parte del libro, sin embargo, está destinada a narrar los abusos de los hacendados sobre los campesinos y la naturaleza perversa del régimen de servidumbre, en virtud de la cual un tercio de la población tenía una consideración no muy distinta de la del ganado. Radíschev señala a la monarquía como la causa principal de la falta de justicia y del atraso ruso, una monarquía que en lo que se refiere a Catalina la Grande se erigía sobre endebles cimientos, razón por la cual, pese a su pretendido carácter ilustrado, estaba impedida de cuestionar los privilegios feudales de aristócratas y hacendados. El libro no ahorra detalles escabrosos acerca de los procedimientos por los que eran sometidos los campesinos sin tierras, y en diversos pasajes concluye que frente a tales infamias no queda más defensa que la fuerza.

La emperatriz tuvo que conmutar a Radíschev la condena a muerte, dada su condición de miembro de una familia noble, pero ordenó su reclusión por diez años en el penal de Ilimsk, en Siberia. Tras el fallecimiento de Catalina, nuestro autor fue invitado a formar parte de la llamada Comisión Legislativa, pero desengañado de ésta, y amenazado con un nuevo destierro, se suicidó en 1802. Su libro no volvió a publicarse íntegramente hasta 1858, en Londres, y en 1872 en San Petersburgo, si bien ésta última edición fue confiscada al año siguiente y convertida en pasta de papel. La prohibición sobre ésta y otras obras de Radíschev sólo se levantaría en Rusia en 1905.

Lo expuesto más arriba acerca del legado que Radíschev dejó a los escritores rusos puede ser interpretado también literal y materialmente. Sucede que a la muerte de Pushkin se encontró entre sus pertenencias un ejemplar del Viaje de Petersburgo a Moscú, encuadernado en cordobán rojo. Se cree que este mismo ejemplar fue el utilizado por la policía en los interrogatorios a los que su autor fue sometido. Aunque Pushkin pertenecía ya a otra esfera, la romántica, no por ello dejó de sentirse atraído por este autor que en poco tiempo había caído totalmente en el olvido. Él hizo la primera revisión literaria de la obra de Radíschev, y ya en 1836 escribió un artículo sobre el tema que tendría que haber aparecido en Sovremennik (El Contemporáneo), publicación que fue prohibida por la censura. Años antes (en 1830), Pushkin había empezado a redactar un libro de viajes en el que el narrador recorrería el mismo trayecto que el de Radíschev pero en sentido inverso: Viaje de Moscú a Petersburgo, en el que intentó contrastar lo escrito por aquél con la realidad rusa de su tiempo. Aunque el libro quedó inconcluso, existen suficientes muestras del interés del autor romántico por la obra de Radíschev, de quien se consideraba sucesor. El propio Pushkin, por otra parte, también fue desterrado a Siberia tras la publicación de su sediciosa Oda a la libertad, período este del que es producto el poema El prisionero del Cáucaso, en el que, junto a una descripción del estado moral de la juventud de su tiempo, dejó caer algunas reflexiones de carácter político y social, muy próximas a lo escrito por Radíschev unas décadas antes.

A la crónica iniciada por Radíschev, y continuada por Pushkin, iba a añadirse un nuevo capítulo en 1937, mientras se conmemoraba el centenario de la muerte de éste último. Andréi Platónov empezó a recopilar entonces materiales para una novela que iba a llamarse Viaje de Leningrado a Moscú, y que esperaba completar con las experiencias adquiridas durante un viaje en el que el autor repitió el trayecto de la obra de Radíschev. Platónov tenía un amplio conocimiento de las estepas rusas, que recorrió en el ejercicio de su profesión de ingeniero, y era ya para entonces uno de los escritores más importantes de la URSS, autor de novelas como La excavación o Chevengur, pese a que también él debió hacer frente a la censura. De hecho la mayor parte de su obra sólo fue publicada póstumamente. El libro proyectado por Platónov no llegó a escribirse, pero sus relatos, sus novelas anteriormente citadas, y sobre todo Chevengur, vienen a ser una nueva entrega de esta saga acerca de las desdichas y las convulsiones de Rusia, la cual no parece haber concluido. A falta de ese libro que Platónov concibió como la continuación del escrito por Radíschev más de un siglo antes, nos queda ese monumento literario que es Chevengur, relato épico que tiene mucho de novela de caballerías pero que es sobre todo una honesta sátira de las luces y las sombras de la Revolución rusa.

Y también la lección moral de Radíschev planea sobre esta novela como lo hace sobre la obra del autor de Eugenio Oneguin, una presencia cargada de lucidez y de valiente reflexión crítica, la cual ha tenido que luchar a lo largo de los siglos con la incomprensión de censores y autoridades, y cuya enseñanza no debería caer en el olvido. Pues como escribió Pushkin: “¿Cómo se puede no mencionar a Radíschev en un artículo sobre la literatura rusa? ¿A quién vamos a recordar entonces? Es un silencio imperdonable”. Un silencio, como el que ha caído después sobre la obra de Platónov, que fue voluntad de sus censores, y que habría de repararse en beneficio de la literatura, esa lengua sin fronteras ni censuras que es parte imprescindible de la conciencia humana.

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