martes, 24 de septiembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 117

MEMORIA DE UNOS OJOS PINTADOS, DE LLUÍS LLACH

Barcelona viene a ser una de esas ciudades con fortuna literaria a la que gran número de autores autóctonos o adoptados han hecho un hueco más que notable en las letras hispánicas, de lo que son testimonio diversas obras de Juan Goytisolo, Juan Marsé y Eduardo Mendoza, por citar sólo a unos pocos. Y no es extraño que sea así, si nos atenemos a la desbordante y trágica historia de una metrópoli que ha sido escenario de algunas de las esperanzas y de los conflictos más singulares de nuestro desdichado siglo XX.

A esta ya amplia nómina de autores se suma ahora Lluís Llach (Girona, 1948) con una necesaria novela que como el propio autor afirma escapa en su mayor parte a la ficción, pues contiene hechos reales que le han sido transmitidos por la tradición oral. Una tradición que en el caso que nos ocupa, y como suele ocurrir, ha sido salvaguardada por mujeres, dos, concretamente, cuyos nombres cumple consignar aquí en tanto que artífices, ellas también, de la historia que transmitieron al autor, ya en la juventud de éste, y a la que el mismo ha dado forma para ponerla a disposición del público lector: Presentació Sendra y Maria Grau.

Lluís Llach es suficientemente conocido como músico y compositor, habiendo pertenecido a esa dorada generación de cantautores cuyas obras pusieron banda sonora a la última oposición antifranquista, en los años de la así llamada “transición democrática”. Y conviene indicar enseguida que esta primera novela de Llach participa plenamente de esa mezcla de realidad y poesía que ya está presente en su música, y que aquí, como en aquélla, vuelve a orientarse sin complejos hacia la rebeldía y la denuncia, rebeldía solidaria con los vencidos, como aquel viejo Siset de L’estaca o como los Germinal y David de esta novela, y denuncia de una transición que dejó intactas no pocas cosas, en nombre como sabemos de una reconciliación tan cacareada como imaginaria.

El libro que nos presenta Llach, que fue publicado originariamente en catalán el año pasado, renuncia a sutilezas literarias a fin de ofrecernos honestamente, como el título sugiere, un trozo de memoria, la cual llega hasta nosotros por difíciles vericuetos para seducirnos con la sencillez y humanidad de sus personajes, cuyas trayectorias se exponen aquí sin adornos y de forma descarnada, a veces brutal, como corresponde a las vicisitudes que tuvieron que sufrir y al destino de los mismos. Esas vicisitudes se suceden en un marco histórico y geográfico que abarca desde la dictadura de Primo de Rivera hasta la de Franco, casi siempre en la Barceloneta, barrio obrero de la capital catalana en el que nacieron y compartieron infancia Germinal, David, Mireia y Joana, “la pandilla de los cuatro”, que se introdujeron en la vida bajo una barca varada en la playa, “La Sarita”. El itinerario de estos personajes está íntimamente unido al espacio, a esa Barceloneta sin la que el mar “nunca habría sido de la ciudad” y que se configura entre “la amplia libertad del mar y el denso trasiego del puerto”. Al ritmo que marcan sus erecciones y masturbaciones, el narrador nos va dejando pruebas del amor por ese territorio de su infancia y de la pobreza y la dignidad de sus habitantes, entre los que surgió uno de los focos anarquistas más señalados de la Barcelona de preguerra, sobre lo que hábilmente nos ilustra el autor. Enclave destacado en ese espacio era la Escuela del Mar, edificio de madera en el que se pusieron en práctica algunas de las tendencias más avanzadas en materia de educación, y que junto a la librería “El ocaso del capitalismo” constituyó una influencia decisiva en la formación de los protagonistas. Más tarde, en una situación muy diferente, igualmente cobrará relevancia otro edificio muy característico de la época y de la cultura catalana: el Instituto Pedro Mata de Reus, que ejercía entonces de institución psiquiátrica.

El trayecto vital de los personajes es parejo al de su Barceloneta, al de la ciudad, su país, e incluso al de Europa. Así, a la pujanza de los años juveniles sucederá una decrepitud prematura convocada por el fascismo y por la guerra, que trastocarán para siempre las vidas de los cuatro jóvenes. De esa época ingenua e inaugural, tan prometedora, queda el recuerdo de una sociedad que, en medio de las penurias materiales, ensalzaba por encima de todo la educación, el conocimiento y la cultura, de lo que es buen testimonio el encuentro del padre de Germinal con el poeta Salvat-Papasseit, “el poeta de los obreros” (algunos de cuyos poemas, dicho sea de paso, fueron puestos en música por el propio Llach), así como la disposición de los maestros de la escuela a facilitar los estudios del enfermo David. El carácter sereno de éste es contrapunto del de Germinal, y dejando a un lado lo que estas páginas tienen de valioso documento es posible que las mejores de ellas sean las dedicadas por el autor a la relación entre ambos, que acaban componiendo una tan densa como emocionante historia de amor. Una historia que recuerda a las de Jean Genet, quien en esos años se hallaba en la misma Barcelona de la novela, de cuya vida marginal y nocturna, también presente aquí, dejó constancia en su Diario del ladrón.

Pues ocurre que si es cierto que el libro, como se ha dicho, carece de sutilezas literarias, no lo es menos que aquí y allá aparecen pasajes cargados de ese lirismo que ya conocemos en la música de Llach, como por ejemplo en las páginas en que se relata la proclamación de la República, identificada ésta con una barca que aparece en la arena de la playa, traída “por los antiguos dioses de Grecia”, lo que obviamente evoca el viaje a Ítaca de un poema de Kavafis (también puesto en música por Llach). Igualmente notables son las páginas dedicadas a los bombardeos de la aviación italiana y a la Batalla del Ebro, en la que el protagonista y narrador participará en su calidad de miembro de la “quinta del biberón”, o todo el pasaje que, ya en la postguerra, transcurre en el sanatorio psiquiátrico adonde David ha sido enviado a causa de la enajenación causada en su sensibilidad por los acontecimientos vividos.

Esa sensibilidad que se ha visto truncada es la de David y es también la de un tiempo en el que “aún se creía en el ser humano como en un ente único, merecedor de una oportunidad ante el destino y alentador de generosidades magníficas”. Portadores de esa sensibilidad son aquéllos “en los que aún pervive el recuerdo de la solemne heroicidad de los marginados, la posibilidad de captar la imponente grandeza de los sin nombre”.

Documento excepcional de las ilusiones y los fracasos de una generación revolucionaria que a nosotros nos toca de cerca, este bello libro de Lluís Llach ha sido concebido como el monólogo que un representante de aquélla, ahora octogenario, dirige a un hombre joven, un director de cine preocupado por su carrera profesional y que se presenta ante aquél en la actitud de “pasar de todo y de que nada puede descolocarle”. Así, el monólogo del anciano Germinal, que se va despojando de las capas de pintura que le obligaba a llevar su profesión de travestido en el Paralelo, termina por ser la tentativa de tender un puente entre aquella generación que lo vivió todo (y más) y las actuales, tan necesitadas ellas de un norte hacia el que dirigir sus empeños.

Un norte del que es buena crónica la azarosa vida de Germinal y de su amado amigo, que constituye una lección de Historia y de la existencia de unos seres comunes enfrentados a los extremos, entre el amor y el odio, de una turbulenta época no tan lejana. Porque como dice uno de los personajes: “Pensar en cualquier futuro mejor sin tener que pasar por el trastorno de la lucha más arriesgada es un sueño que sólo se puede permitir un demente”.

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