martes, 26 de abril de 2016

LECTURA POSIBLE / 209

LOS RASGOS PROPIOS DE CHRISTA WOLF

Recordaba una revista estadounidense hace unos días, a propósito de lo que se describía allí como la gran estafa que constituye de arriba abajo la fraseología de Donald Trump, que “ninguna mentira es demasiado obvia para aquellas personas que se sienten íntimamente predispuestas a creerla”. Escrita hace tiempo por Christa Wolf, de quien se guarda memoria en Estados Unidos porque vivió allí algunos años, y cuya figura por cierto parece hoy más desdibujada en Europa, la frase en cuestión alude a un tema que fue constante en la narrativa de la autora alemana: el de la discriminación, en la conciencia del hombre moderno, entre verdad y mentira, junto a las circunstancias que hacen posible el perseverante y dramático acomodo a la segunda. Esas verdad y mentira nunca circularon tan rápida y masivamente como ahora, siendo también ahora, en una sociedad de la información como la nuestra, cuando más problemático resulta discernir entre una y otra.

La producción de nuestra autora fue en efecto una búsqueda de algo hoy tan poco prestigioso como es la verdad, de lo que han dejado testimonio muchas de sus páginas. Ya solamente esto debería ser motivo suficiente para volver a la lectura de Christa Wolf, quien en una advertencia preliminar a su novela Muestra de infancia anotó que “el que crea reconocer similitudes entre una figura del relato y su propia persona o algún individuo de carne y hueso, recuerde la extraña carencia de rasgos propios que delatan muchos de sus contemporáneos”. Esta ausencia de rasgos propios que aqueja a nuestra época, esta galopante inflación de tecnócratas intercambiables que desde aquí hasta China repiten lo mismo, sin que se advierta en sus discursos el más ligero signo de personalidad o de lo que alguien pudo llamar hace décadas “factor humano”, forma parte de un aprendizaje que Wolf inició en carne propia en su país natal, un país que todavía era Alemania y que después iba a ser el Reich y la RDA, y que aún más tarde volvería a ser una Alemania reunificada, aunque poco proclive a aprender de su propio pasado. Christa Wolf escribió siempre sobre Alemania, incluso cuando se hallaba al otro lado del océano, y el devenir de los tiempos que le tocaron en suerte la hizo ser cronista del declive de un país y de un socialismo en los que ella, como otros muchos, había puesto sus ilusiones, y cuya disolución dejó en quienes como ella sí poseían rasgos propios una mueca perdurable de fracaso y de perplejidad. No es raro, pues, que el suicidio, en sus diversas formas, fuera el final de algunos de sus personajes, funcionarios del Estado que alguna vez e insensiblemente pasaron de ser amigos a convertirse en extraños cargados de discursos vacíos y de ajenidad.

Wolf, que se había unido al Partido Socialista Unificado de Alemania (SED) a la edad de veinte años, poco después de terminar la escuela secundaria, fue estudiante de literatura alemana en las universidades de Jena y Leipzig, y redactó su tesis sobre la obra de Hans Fallada. Miembro de la Academia de las Artes y candidata entre 1963 y 1967 al comité central del Partido, fue la novelista más difundida de su país, lo que le permitió obtener algunos privilegios, entre ellos el permiso para viajar al extranjero. Al inicio de los años ochenta su obra también empezó a ser reconocida en la Alemania occidental, pero para entonces Wolf ya había manifestado públicamente su disidencia, lo que se concretó con motivo de la crisis que siguió a la expatriación del poeta y cantante Wolf Biermann. Nuestra autora abandonó el SED en junio de 1989, y en noviembre de ese año tomó parte en la célebre manifestación contra el gobierno de la RDA que culminó en la Alexanderplatz de Berlín.

En carne propia es precisamente la expresión que utilizó Wolf para titular una de sus novelas mayores, pese a ser a la vez una de las más breves. Publicada en 2002, es una indagación personal que a través de la metáfora de la enfermedad nos muestra la decadencia y el previsible final de la RDA. Una mujer innominada se encuentra en la habitación de un hospital aquejada de una grave infección. La narradora describe con maestría su lucha contra la muerte y en particular contra esas células infecciosas que se han acomodado a su organismo. En su cama-barco, junto a una joven doctora, y a impulsos de la fiebre, la enferma realiza viajes por Berlín Este a la manera de aquel estudiante que acompañado por el diablo Asmodeo recorría las alturas de Madrid en El diablo cojuelo. Pero aquí no se levantan los tejados de la ciudad para comprobar cómo viven sus habitantes, sino que el viaje se dirige a los estratos profundos, al subsuelo. El recorrido por el laberinto de sótanos conduce al lector a través de la reciente historia alemana, hasta los refugios antiaéreos y luego, por un estrato superior, hasta los bajos de una mercería, donde encontramos a un funcionario de la policía política encargado de manipular los cables telefónicos, sin duda a fin de interceptar las llamadas de una vecina sospechosa, la cual no es otra que la misma enferma. “Se nos ha inculcado que todas y cada una de las cosas adquieren sentido, demuestran estar dotadas de sentido por el hecho de que puedan ser contadas como una historia”, escribe la narradora, pero sólo para comprobar la falsedad de tal afirmación, pues pronto el sinsentido, en forma de fiebre, se apodera de su conciencia. Por el camino la autora se interroga acerca del significado de un capricho de Goya, El sueño de la razón produce monstruos, asunto que ha sido muy discutido en Alemania pero curiosamente nunca en España, ya que el mismo sólo tiene razón de ser en la lengua de la narradora. El alemán, en efecto, tiene dos palabras para “sueño”: Traum (soñar) y Shlaf (dormir). Al traductor del título de la obra goyesca corresponde elegir entre una y otra, resultando que la elección determina una interpretación totalmente distinta del capricho. ¿Aparecen los monstruos cuando la razón duerme, o sucede al contrario: que estos son el genuino producto de aquélla? Pregunta sin respuesta que no está de más tratándose de Alemania, ya sea de la razón de Estado del Reich o de la que fue su continuadora en el proyecto del llamado socialismo alemán. La Historia, en fin, no tiene sentido, ni lo adquiere tampoco cuando se cuenta, lo que nos ilustra acerca de las deficiencias y las limitaciones de la razón humana, pero también de la literatura.

Para que la enfermedad prospere es necesario el derrumbe del sistema inmunológico, pero ¿por qué ocurre? “Tal vez”, escribe Wolf, “porque se ha hecho cargo del derrumbe que no se permitió la persona. Porque, astutas como son esas fuerzas secretas que hay en nosotros, ha tirado por tierra a la persona, la ha enfermado para, de esa manera algo larga y complicada, arrancarla de la vorágine de la muerte”. La memoria desempeña un papel crucial en esta indagación de la verdad en el interior de un cuerpo enfermo, el cual pese a todo aspira a encontrar algo parecido a la salud, pues, como dice Wolf, “alguna vez llega el momento en el que hay que ir en busca de lo olvidado”. Y será su compañera en esas incursiones febriles por el subsuelo de Berlín, a través de la memoria alemana, la que le revele que finalmente “la vida utiliza a la muerte como recurso para arrancar de su imperdonable letargo a quien está cansado, harto de la vida, para devolverlo a la vida mediante un sobresalto saludable, para que se ponga otra vez en movimiento y sepa para qué está en este mundo”.

Si En carne propia narra el fin de la RDA y en parte una enfermedad que padeció la propia Christa Wolf, tampoco deja de lado la enfermedad política y social que la autora encontró igualmente en la Alemania reunificada, tras la caída del muro, donde fue víctima de una campaña mediática en la que se la acusó de espionaje. La Alemania unificada que no fue hospitalaria con nuestra autora tuvo que verla tomar el camino de la emigración a América, donde escribió La ciudad de Los Angeles o el abrigo del Dr. Freud, que se publicaría en 2010. El libro habla del desencanto de quienes participaron en el proyecto de un socialismo alemán, pero también del estado de cosas en el mundo capitalista en los inicios del nuevo siglo. A través de un viaje por Estados Unidos en el que la narradora busca a una emigrante alemana que había mantenido correspondencia con una amiga, Wolf describe la miseria de los negros y la primera guerra de Irak, todo ello inserto en una compleja estructura multitemporal en la que aparecen reminiscencias del nazismo y de la vida en Berlín Este.

De nuevo aquí se intenta seguir el curso de la verdad, el cual se desenvuelve paradójicamente en un mismo plano que no es temporal, sino moral: el de la ignominia. La redacción del libro fue contemporánea con la llamada Literaturstreit, controversia en la que la intelectualidad alemana juzgó (y en gran medida condenó) a los escritores de la RDA, y resulta ser en este contexto de histeria y de caza de brujas en el que se formula contra nuestra autora la acusación de haber sido colaboradora de la Stasi, de lo que es consecuencia natural el voluntario exilio a Estados Unidos y de hecho el libro mismo, que así viene a ser una especie de reflexión autobiográfica y de crónica casi periodística. Los Angeles, otro de los temas de la novela, es aquí “el nuevo Weimar bajo las palmeras” al que también tuvieron que exiliarse los hermanos Mann, Brecht, Feuchtwanger y muchos otros, acabando por constituir así una especie de almacén de residuos de la cultura germánica, de lo que la propia autora es ejemplo.

Este año se cumplen cinco de su muerte. En Berlín subsiste una asociación, la Christa Wolf Gesellschaft, que realiza actividades periódicas y en especial unos llamados “Encuentros con Christa Wolf” a los que acuden autores y estudiosos de lo que fueron la una y la otra Alemania, cuyas heridas recíprocas aún no se han cerrado. En la verdadera Weimar (no la de las palmeras) el Deutsches Nationaltheater está representando estos días una obra sobre texto de Wolf, el que escribió a propósito de la explosión del reactor nuclear de Chernóbil, Accidente. Noticia de un día, en el que se trata, según su director escénico, Enrico Stolzenburg, “del colapso del ser humano ante las fuerzas intangibles y descontroladas que él mismo ha desatado”. Fuerzas que desafían lo que comúnmente pretendemos que es verdad y cuyo sentido quiso desvelar esta escritora con rasgos propios, buscadora en los subsuelos de la memoria donde germinan las enfermedades fatales, las que nos deben devolver el movimiento y nuestra razón de ser en este mundo.

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