martes, 3 de junio de 2014

LECTURA POSIBLE / 146

LA REPÚBLICA DE WEIMAR.
UNA DEMOCRACIA FRACASADA Y EL ORIGEN DEL FASCISMO ALEMÁN

Hace unos días el sociólogo y economista catalán Vicenç Navarro reflexionaba acerca del colapso de la primera República alemana y del nacimiento del fascismo, y establecía una comparación entre los acontecimientos ocurridos en Europa en los años veinte y treinta y la situación actual. En concreto, refiriéndose a la muy extendida creencia de que la alta inflación provocó el auge del nazismo, Navarro afirmaba: “El lector se asombrará, pues encontrará que no había ni pizca de inflación. No se puede decir que la alta inflación había llevado a Hitler al poder”.*

Curiosamente no es escasa la obra escrita en castellano acerca de la República de Weimar, quizá porque tradicionalmente nuestra historiografía ha encontrado semejanzas entre el proceso que llevó a la destrucción de la democracia y el triunfo del fascismo en Alemania y el que un poco más tarde se vivió en España. El interés por el tema se mostró en el ya lejano abril de 1997 cuando en Salamanca se celebró el simposio “Literatura y política en la época de Weimar”, que fue organizado por la Universidad de esa ciudad castellana. Entre las conferencias pronunciadas entonces hubo una de Roberto Rodríguez Aramayo en la que se refirió a las causas de que la República se hubiera proclamado precisamente en Weimar, y no en Berlín o en cualquier otra de las grandes ciudades alemanas. La leyenda ha querido ver en esta elección la voluntad de los republicanos alemanes, especialmente socialdemócratas, de “apartarse de la tradición militarista del imperio prusiano”, y a la vez la de reivindicar, puesto que la pequeña Weimar es una ciudad históricamente asociada a Bach, Schiller y Goethe, “los ideales del clasicismo alemán”. Nada de esto, sin embargo, estaba en la mente de los fundadores de la República. La Asamblea Constituyente de 1918, en realidad, fue creada en Weimar por el socialista Philipp Scheidemann porque “Berlín no era seguro”, ya que en la capital prusiana tenía mucho peso el movimiento obrero, y porque Scheidemann sabía que allí Karl Liebknecht estaba a punto de proclamar la república soviética. De hecho Scheidemann hizo su proclamación a toda prisa, con muy poco entusiasmo y obligado por las circunstancias. En ello se ha creído advertir, ya en el nacimiento del nuevo Estado, y de manera simbólica, el motivo “de su patética e inevitable defunción”.** A lo anterior añadió un doloroso dato el historiador alemán Reinhard Kühnl: muy poco después de la caída de la República, los nazis levantaron en las cercanías de este pacífico y respetable centro de la cultura alemana que era Weimar el campo de concentración de Buchenwald, en el que murieron unas 56.000 personas.

Reinhard Kühnl nació en Schönwerth (Checoslovaquia) en 1936. Estudió Historia, Ciencias Políticas y Sociología en Viena y Marburgo. En la Universidad de esta última ciudad fue discípulo de Wolfgang Abendroth, quien en su calidad de jurista fue uno de los responsables de la creación de los fundamentos constitucionales de la República Federal Alemana de postguerra. A él le correspondió supervisar la tesis doctoral de Kühnl, así como la de Jürgen Habermas. A Abendroth le tocó defender a su discípulo (Kühnl) de los ataques que éste recibió con motivo de su tesis, ataques que vinieron de un par de profesores de la Universidad de Marburgo y en especial de Ernst Nolte, uno de los autores del concepto de “totalitarismo”, y que acabaría siendo principal ideólogo de la así llamada Neue Rechte (Nueva Derecha).

Aquella polémica tesis (sobre la izquierda nacional-socialista) marcó el rumbo de los futuros estudios de nuestro autor, que acabaría convirtiéndose en uno de los mayores especialistas europeos de los orígenes y la naturaleza del fascismo. De ahí que su obra tenga hoy plena vigencia. Además Kühnl fue uno de los fundadores de la Asociación de Científicos Democráticos, y ejerció de profesor durante un año en la Universidad de Tel Aviv. Sin embargo, la mayor parte de su carrera se desarrolló en Marburgo, de cuya Escuela de Ciencias Políticas fue uno de los miembros más destacados. De él se publicaron en España dos libros, ambos descatalogados: Liberalismo y fascismo. Dos formas de dominio burgués (Fontanella, 1982), y La República de Weimar. Establecimiento, estructuras y destrucción de una democracia (Edicions Alfons el Magnànim, 1991). Sobra decir que Kühnl, que a lo largo de su vida se comprometió activamente con la labor de los sindicatos, sobre todo con el Deutsche Gewerkschaftsbund (DGB), es hoy un autor virtualmente desconocido entre nosotros. Su fallecimiento, el pasado febrero, da pie a este artículo que pretende ser un modesto homenaje a su memoria.

Nos centraremos en el libro La República de Weimar, uno de los más importantes de toda su producción, y que acaso el lector interesado pueda encontrar todavía en alguna librería de lance.

En este volumen Kühnl desmonta con éxito algunos de los mitos que se han creado interesadamente acerca de la República de Weimar. En primer lugar el del carácter “inevitable” de su caída; en segundo, el de lo que muchos historiadores han definido como “toma del poder” por parte de Adolf Hitler. Éste, según se desprende de la lectura del libro, no fue el creador del fascismo alemán, sino que fue más bien producto del mismo, es decir, de un fascismo que ya existía previamente y que estaba bien establecido, en sus principios y en sus procedimientos, cuando todavía Hitler era irrelevante en la política alemana. Además, Hitler no tomó el poder, sino que lo recibió.

Como es sabido, la Gran Guerra se saldó con un tratado de paz, el de Versalles, inspirado no por la voluntad de reconciliación, sino por la venganza. A Alemania se le impusieron sanciones de diversa índole: pérdida de territorios, la obligación de reconocerse como la única causante de la guerra, la prohibición de desarrollar su ejército, y sobre todo el pago de unas indemnizaciones que todas las partes sabían de imposible cumplimiento. Vicenç Navarro, en el artículo mencionado más arriba, recordaba que el economista John Maynard Keynes, que participó en las deliberaciones de Versalles como representante del gobierno británico, abandonó las mismas en protesta por el castigo que se dispensó a la vencida Alemania. Pero el tratado tuvo otras consecuencias. Tras la abdicación del emperador, el estallido de la revolución y la proclamación de la República, la cúpula militar alemana, en pleno, se negó a reconocer la derrota, y en consecuencia se abstuvo de enviar representante alguno a las conversaciones de paz. Fue la recién nacida República la que tuvo que asumir en solitario la grave responsabilidad de aceptar las duras condiciones impuestas por los vencedores, de modo que ya su origen estuvo marcado por lo que los sectores militaristas y conservadores consideraban una humillación nacional. Con el tiempo, la conciencia de esta humillación cobraría la forma de un mito que fue ampliamente divulgado por la prensa: el de “la puñalada por la espalda”, según el cual Alemania no había perdido la guerra en los frentes, sino en las despachos, a causa de la “traición” de los republicanos.

El hostigamiento que sufrió por parte de la derecha la débil democracia se inició al mismo tiempo que ésta. Esos mismos sectores derechistas, con el apoyo de los industriales, allanaron el camino a los tristemente célebres Freikorps, organización paramilitar ultraderechista formada por veteranos de guerra. A ellos, con el permiso del gobierno socialdemócrata, correspondió reprimir brutalmente la revolución y asesinar a sus líderes, Rosa Luxemburg y Karl Liebknecht. Los Freikorps sirvieron también de modelo a los llamados “Cascos de Acero” y a otras organizaciones anticomunistas que con la protección de los tribunales se dedicaron a diezmar el movimiento obrero durante los primeros años de Weimar. Y existían además los völkisch, asociaciones juveniles que reclamaban “el despertar de una auténtica germanicidad”.

George Grosz, Autómatas
republicanos
, 1920
En su libro, Kühnl analiza estas organizaciones revelando su carácter fascista, así como diversos rasgos de los que más tarde se apropiaría el nacional-socialismo, por ejemplo su teoría racial, todo ello aderezado con un enérgico discurso imperialista y un tan estridente como decorativo anticapitalismo. Este último rasgo desempeñó un papel relevante en la propaganda del Partido, lo que explica que en su nombre aparezca la palabra “socialista”. Para Kühnl, sin embargo, caer irreflexivamente en el uso de la expresión “nacional-socialista” equivale a dejarse llevar por la propaganda y en consecuencia a perpetuar una visión engañosa de la ideología nazi. No está de más recordar que ya Oswald Spengler teorizó acerca de un imaginario “socialismo prusiano”, el cual no era más que un nuevo nombre para la ya bien conocida dictadura militarista. De ahí que Kühnl prefiera utilizar el más exacto calificativo de “fascismo”. Pues Hitler y sus seguidores, en efecto, no eran anticapitalistas y mucho menos socialistas, pese a que ellos se obstinaron en divulgar esta supuesta especificidad del fascismo alemán. No podían serlo aunque sí quisieran parecerlo, ya que precisamente una de sus tareas principales era la de seducir y liderar al movimiento obrero, arrebatando a éste sus naturales organizaciones sindicales y políticas. Y no podían serlo porque el fascismo alemán nunca habría prosperado sin el apoyo del poder económico establecido, lo que incluye a los terratenientes y, sobre todo, a la industria, a la que Hitler prometió un rearme masivo (en clara violación de lo establecido en Versalles), y pingües beneficios.

Ese poder económico, durante toda la República, mostró repetidamente su programa fascista para Alemania, para cuya aplicación sólo había que esperar el momento adecuado. “El partido nazi (NSDAP) comenzó a ser tomado en consideración como un factor político interesante bastante tarde”, escribe Kühnl, quien explica cómo el 4 de enero de 1933 tuvo lugar una “reunión decisiva en la que se acordó la formación del gobierno de Hitler”. La reunión tuvo lugar en el domicilio del banquero de Colonia Von Schroeder, y a ella asistieron representantes de los grandes terratenientes, la industria pesada y el ejército. Así se impuso a Alemania el camino de la dictadura y se liquidó la República de Weimar.

Al año siguiente, ya en el exilio, los dirigentes socialdemócratas reconocieron sus errores, al menos algunos de ellos. En primer lugar la República no tuvo entre sus objetivos la renovación del Estado, que debería haber incluido a altos funcionarios, magistrados y oficiales del ejército. De hecho la República fue administrada por rancios conservadores nostálgicos de los tiempos del Imperio, la mayoría de ellos convencidos antirrepublicanos. Además, las fusiones de grandes empresas industriales y la formación de cárteles fueron interpretadas por la socialdemocracia como un paso favorable a la lenta conversión del capitalismo, por vía pacífica y parlamentaria, en un sistema socialista. Los dirigentes socialdemócratas no podían estar más equivocados. A esto hay que añadir los bandazos de los ideólogos del Partido Comunista (KPD), que pasaron en varias ocasiones de un ultraizquierdismo revolucionario a un moderado compromiso con los socialistas, el cual prefiguraba el frentepopulismo de unos años más tarde. Y pese a todo en las últimas elecciones democráticas, las celebradas en noviembre de 1932, el partido de Hitler perdió dos millones de votos, a la vez que, en conjunto, mejoraban sustancialmente los resultados de socialistas y comunistas, que fueron los partidos más votados. De la sociedad civil partió entonces la reclamación de una alianza de la izquierda a la que se adhirieron diversos intelectuales, entre ellos el físico Albert Einstein. No se les escuchó.

Volviendo al principio. La leyenda de la inflación como causante del ascenso de Hitler sirve hoy de argumento a los defensores de la economía de la austeridad para justificar su política, como si pudiera establecerse una relación directa entre el gasto público y la aparición en la sociedad de tendencias fascistas. La realidad parece ser la contraria, y uno de los grandes aciertos del libro de Kühnl consiste precisamente en iluminar el proceso histórico de Weimar desde una perspectiva que resulta elocuente y provechosa para el lector de hoy. El fracaso de la República no era inevitable, y su fin no estaba inscrito ya en sus principios, por difíciles que estos fueran. Otro tanto puede afirmarse de la República española, cuyo desenvolvimiento tuvo notorios paralelismos con el caso alemán. Lo que no supo ver entonces la izquierda, ni aquí ni allí, es la fuerza y la buena organización de los sectores que conspiraban para acabar con la democracia, como tampoco su propia debilidad. Una enseñanza que ilustra magníficamente el libro de Kühnl y que no conviene despreciar.
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* Vicenç Navarro, Los orígenes del fascismo en Europa: antes y ahora. Público, 27/5/2014.
** Roberto Rodríguez Aramayo, El ‘amor secreto’ de Max Weber y su proyección en la Republica de Weimar, en: Cirilo Flórez Miguel y Maximiliano Hernández Marcos (eds.), Literatura y política en la época de Weimar, Editorial Verbum, 1998.

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