martes, 1 de octubre de 2013

LECTURA POSIBLE / 118

JUAN DIEGO BOTTO: CINCO HISTORIAS DE NO FICCIÓN

Con excepciones, que afortunadamente siempre las hay, hace años que la historia de nuestro tiempo no la contamos nosotros. Da la impresión de que el presente ya no nos pertenece, como si hubiera escapado de nuestras conciencias. Y al decir “nosotros” me refiero a los hombres blancos y occidentales, formados y deformados en la tradición cristiana. Ciñéndonos a nuestro ámbito más próximo, el de la literatura en castellano, es posible que entre los autores consagrados sólo uno, Rafael Chirbes, tenga la voluntad y el arte necesarios para escribir sobre el tiempo que vivimos. A un nivel internacional, la televisión y el cine de Hollywood nos han acostumbrado a una irrealidad hecha a medias de plástico y de silicona, toda ella plagada de capullos que lo mismo pueden ser zombis, vampiros, superpolicías o niños prodigio, y que tienen en común el hecho de que no existen, ni siquiera en el gran país que los ha creado. La civilización occidental, cuando cuenta algo (y siempre lo hace), no es capaz de emitir sino ruidos, y no es muy exagerado afirmar que ha perdido la facultad de contarse a sí misma, lo que puede ser un signo inequívoco de su propia defunción.

Como el mundo todavía existe y sigue estando habitado por personas, y como por otra parte sabemos que éstas tienen la necesidad desde hace miles de años de explicarse a sí mismas (lo que acaso, precisamente, constituye la razón principal de que sean personas), cabe suponer, y suponemos en algún lugar de nuestra conciencia que milagrosamente se mantiene con vida, que hay alguien ahora mismo, en alguna parte, que cuenta su historia, posiblemente en un consulado, en una oficina de inmigración o en un locutorio telefónico. Pero no conocemos esas historias. Esas voces no llegan hasta nosotros porque sus propietarios, sean quienes sean y estén donde estén, son invisibles; sus cuerpos, sus almas y sus vidas no pertenecen a la esfera de realidades sensibles; son voces de ultratumba, trozos invisibles de este mundo.

Nadie, aparte de ellos mismos, puede contar esas historias, y de hecho uno de los dramas no menores de nuestro tiempo es que no podemos ponernos en su lugar, lo que acarrearía que nos volviéramos invisibles nosotros mismos. También invisibles y por tanto inaudibles, relegados a la inexistencia cotidiana que ellos habitan.

Hay algo, y no es poco, que sí puede hacerse: consiste en prestarles la voz, trasladar a lo público lo que en general nunca sale de la experiencia privada. Pero para eso es necesario al menos haber sido alguna vez uno de ellos, haber percibido el hambre, la discriminación, la lluvia, el sol, la alegría, el llanto, la humillación, el insulto, el silencio, la persecución gubernativa, la esperanza, el mundo, en una palabra, como suele ser percibido por ellos. Porque la solidaridad no es sólo cuestión de voluntad o de moral, sino también de vísceras, es decir, de la piel, la carne y la sangre.

Esto último es lo que ha hecho Juan Diego Botto en los monólogos de su obra Invisibles. Voces de un trozo invisible de este mundo, montaje teatral que se estrenó en Madrid hace un año, que se ha visto en Barcelona hasta hace unos días y que ahora, junto a otros textos, podemos disfrutar también en forma de libro.

Sabemos (Botto lo explica muy bien en estas páginas) que a la hora de la creación ninguna elección es inocente. Cada grande o pequeña producción de la industria de Hollywood es tan política como El acorazado Potemkin, y así también ocurre entre nosotros, de lo que fácilmente se deduce que esta obra de Botto convertida en libro es doblemente política: en primer lugar porque la elección inicial lo es, y en segundo porque es intencionadamente política. Esta intención podemos encontrarla con frecuencia en lo que todavía subsiste de nuestra actividad cultural independiente, en esos precarios márgenes sumamente minoritarios que casi nunca tienen eco en los medios de comunicación, pero es rarísima en lo que llamamos la cultura de consumo, una cultura a la que creemos que es posible adscribir a Botto, si atendemos a su amplia e internacional filmografía. De ello podemos deducir un tercer ingrediente político, el cual posee un carácter tan personal como los anteriores, pues el autor ha tenido que servirse de su propia posición en el mundo del espectáculo a fin de poner en pie estas historias, esta vez no para prestar cuerpo y voz a las palabras de un dramaturgo o un guionista, sino a las de quienes para nosotros, el público, no tienen ni voz ni cuerpo.

Dado que estos textos originalmente fueron y son teatro es obligado referirse a ellos, ante todo, en el contexto para el que fueron pensados, es decir, como monólogos que su propio autor representa en la escena. Monólogos hay y los ha habido con el suficiente exceso y de tan escasa calidad en los últimos tiempos como para expulsar para siempre al espectador de los teatros. Sin embargo, la obra que Botto estrenó en las Naves del Matadero de Madrid y que hasta hace nada se ha visto en el Lliure de Barcelona es de las que ha podido reconciliar al amante del teatro con este tan noble como antiguo género. Posiblemente, ciñéndonos a la experiencia madrileña, nunca se habían visto monólogos de tal calidad e intensidad desde los lejanos tiempos de unas funciones que Vittorio Gassman protagonizó en el desaparecido Teatro Albéniz. Con la diferencia de que Gassman se sirvió entonces de textos de probada eficacia en los escenarios, al contrario que Botto, que se arriesgaba con los suyos. Del éxito de estas representaciones, que han estado en cartel durante un año por todo el país, han sido también parte la actriz Astrid Jones, que ha tenido a su cargo uno de los monólogos de la obra, y su director, Sergio Peris-Mencheta.

El libro, que fue publicado hace unos meses, ha venido a completar y enriquecer la experiencia que pudieron tener los espectadores de la obra, aunque no a sustituirla. Aquí Botto explica la génesis de cada uno de estos monólogos, que si algo tienen en común, aparte de tratar de un modo u otro el tema de la emigración y, literalmente, la “desaparición” de las personas, es el alto grado de implicación personal del autor-actor con sus protagonistas.

Juan Diego Botto nació en Buenos Aires en 1975, hijo de un opositor a la dictadura militar, hombre de teatro que fue arrestado y cuyo rastro se pierde en la siniestra Escuela de Mecánica de la Armada. Cristina Rota, su madre, por entonces embarazada, eligió el exilio, y con sus dos hijos se trasladó a Madrid, donde, también ella mujer de teatro, acabaría fundando el Centro de Nuevos Creadores, escuela dramática por la que han pasado algunos de los actores y actrices más interesantes de la escena de hoy. Su origen, pues, ya emparentaba a Botto con esos “ellos” a los que ha prestado voz en esta obra que, según confiesa, “escribí espoleado por muchas emociones, y quizá la más remota de ellas tiene que ver con esa constante búsqueda de unas raíces lejanas”.

El libro, concebido como la ilustración detallada de cada uno de los monólogos que componen el montaje escénico, acaba excediendo los límites de éste y convirtiéndose en una reflexión personal en la que tienen cabida retazos de autobiografía y consideraciones de actualidad acerca del estado de la justicia en España y en el mundo. Cobra, por ello, vida propia, separándose de los motivos que le dieron origen y constituyéndose en obra literaria autónoma.

En la génesis de la obra dramática, que no queda explicada en ella misma pero sí en el libro, desempeña un papel esencial el conocimiento directo de Botto de las circunstancias que condujeron a la muerte a Samba Martine, inmigrante congoleña fallecida, tras negársele la más mínima asistencia sanitaria, en el llamado Centro de Internamiento para Extranjeros de Aluche, en Madrid. Este acontecimiento, reelaborado y descrito por otra inmigrante, aparece en el monólogo Mujer, pero de hecho sirve de impulso a la totalidad de la obra, en la que uno de los personajes, a la vista de lo que el llamado “país de acogida” ofrece al material humano que se le confía, declara: “Me di cuenta de que la cosa era no existir. Ponerme entre paréntesis, que mi vida no contara. Sólo trataría de juntar el dinero suficiente para volver. No saldría, no reiría, no amaría”. Al interrogarse Botto acerca de los motivos personales para comprometer la propia suerte con la de los desahuciados del mundo, se da la siguiente respuesta: por amor. Lo cual es tan válido para la inmigrante muerta sin asistencia médica como para los desaparecidos de la dictadura argentina o los enterrados en las cunetas españolas, todos ellos a la espera de una justicia que sólo llegará mediante la conciencia colectiva y el amor.

El libro también ilustra el amargo humorismo con que están tratados los monólogos Arquímedes y Locutorio, el primero de ellos una hábil recopilación de los más indecentes argumentos racistas enunciados por nuestros gobernantes y repetidos por los medios de comunicación, y el segundo un intento de diálogo (el único de la obra original y del libro) frustrado por la distancia y por la incomprensión.

Como deja claro Botto, la invisibilidad de los más débiles sería imposible sin la complicidad de la mayoría de ese “nosotros” que cree ser una categoría diferente y superior dentro de la escala humana. Pues las actitudes racistas y xenófobas, en efecto, no son privativas de quienes nos gobiernan y de quienes siguen sus consignas en los medios de comunicación, sino que además están profundamente arraigadas en una sociedad que nunca aprendió a ser democrática y que demasiado a menudo olvida su naturaleza histórica: la de un país de emigrantes que ahora, tras un breve lapso, recupera de pronto la identidad que creía perdida. A este tema del cinismo español en las últimas cuatro décadas, hoy más vigente que nunca, dedica Botto un lúcido capítulo que deberá ser ampliado en los próximos años.

Confiesa el autor en estas páginas su sorpresa ante el hecho de que su libro haya sido publicado en una colección de “no ficción”. Lo que parece indicar que por una vez nuestra industria editorial ha entendido el contenido y las motivaciones de la obra que ella misma publica. De ficción estamos rodeados y en ella vivimos cómodamente. Es la no ficción la que llevamos mal, la que no queremos ver y de la que a veces, pese a todo, nos llegan señales, como las Madres de la Plaza de Mayo nos las enviaron un día, como los inmigrantes muertos en campos de concentración a los que nos gusta dar otro nombre o como este libro, que debería ser leído por quienes vieron la obra y por quienes no la vieron, y por cualquiera que crea que “derechos humanos” son más que bellas palabras.

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