martes, 25 de septiembre de 2012

LECTURA POSIBLE / 74


LA RAÍZ ROTA, LA NOVELA DESCONOCIDA DE ARTURO BAREA

“Como las fotografías de anuncio de una película, así veía escenas de los cortos e interminables días pasados en Madrid: los muchachos del mercado negro; los golfillos escarbando en busca de comida entre los pies de la gente sentada en un café; la muchacha del burdel mostrándole sus dedos torturados; la cara enérgica del cura reclamando su vuelta a la gracia; el gesto de su hijo mayor explicando las leyes cínicas de los que estaban dispuestos a tener una vida fácil; los ojos fanáticos de su mujer y su hija (…) y una masa de facciones confusas de todos los policías”.

Con estas palabras, tan barojianas ellas, el protagonista de La raíz rota, última novela de Arturo Barea, empieza a hacer balance de su visita al Madrid de mediados del siglo pasado, a pocas horas de regresar a su exilio inglés.

Arturo Barea es bien conocido del lector español por La forja de un rebelde, trilogía escrita en Inglaterra entre 1940 y 1945, obra autobiográfica en la que el autor hizo una especie de narración colectiva de la España de las primeras décadas del siglo XX hasta la guerra civil, convertida ésta en protagonista absoluta del último volumen de la trilogía, que tituló La llama. El itinerario vital de Barea que se reproduce en La forja culmina con su exilio, primero en París y más tarde en Londres, donde se instalaría definitivamente. Aquí, por mediación de su esposa, la periodista Ilsa Kulcsar, firma un contrato con la BBC, para cuya emisión en castellano a América Latina escribe y presenta una charla semanal bajo el pseudónimo de Juan de Castilla. Estas charlas, que tuvieron un gran éxito, le proporcionaron unos ingresos estables durante el resto de su vida e hicieron de él el más célebre de los escritores españoles en el exilio, fama que se consolidó en 1956 cuando la BBC le organizó una gira por Argentina, Uruguay y Chile, donde fue recibido como un héroe de la extinta República española.

Años antes, en 1951, la editorial de Nueva York Harcourt, Brace & Company había publicado The Broken Root, que en 1955, ya en castellano, apareció en Argentina en la editorial de Santiago Rueda. Esta novela fue concebida como la lógica continuación de La forja de un rebelde, y en la mente de su autor debía consistir en un repaso al estado en que se encontraba la España del general Franco a diez años del fin de la guerra. Para lograr tal fin, Barea, que no era un novelista profesional, tropezaba con una dificultad en apariencia insalvable, pues si el éxito literario de su trilogía obedecía a algo era sin duda al hecho de que allí había contado episodios cosechados de su propia experiencia y que en muchos casos protagonizó personalmente. “Puedo hablar de lo que he visto, de lo que he vivido”, escribió en una carta a su amigo Roberto Giusti. Para redactar La raíz rota, imposibilitado como estaba en su exilio londinense de volver a España, Barea debió imaginar un acontecimiento autobiográfico que no había ocurrido ni podía ocurrir: un eventual regreso camuflado por razones familiares para el que se documentó ampliamente por medio de otros exiliados y de viajeros llegados de Madrid (por ejemplo sus sobrinas) a los que interrogó extensamente acerca de la realidad española. Con este material recopilado indirectamente, Barea trató de narrar el episodio de su regreso como si verdaderamente lo hubiera vivido, y si el resultado no alcanza el valor literario de La forja no se le puede negar, en cambio, su intrínseco acierto como testimonio documental, incluso costumbrista, de la España de la época. La novela, después de sus ediciones en Estados Unidos y Argentina, no se publicaría entre nosotros hasta 2009, habiéndose presentado este mismo año su segunda edición prologada por el hispanista Nigel Townson, máximo especialista en la obra de Barea.

El protagonista de la novela, Antolín Moreno, se nos aparece como uno de tantos exiliados españoles, el cual se gana la vida en Londres como camarero. Antolín, pese a su apacible existencia y a haber encontrado allí una compañera, Mary, no termina de adaptarse a la vida inglesa, a lo que se suma su añoranza de España, especialmente de Madrid, por no hablar del sentimiento de culpa que le corroe por haber abandonado a toda una familia formada por la esposa y tres hijos. Una inquietud imprecisa e inconcreta es, en fin, la que le empuja a la aventura de visitar Madrid, no sabe bien con qué propósito, aunque a veces alimente la esperanza de poder rehacer su familia y establecerse, para lo cual cuenta con la perspectiva de algunos negocios que le han encargado sus amigos de Londres. La espantosa realidad española de 1949 le desengañará de inmediato.

Salta a la vista la intención del autor de concentrar en unos pocos personajes y situaciones la totalidad de la visión que por entonces tenía de España. Una concentración que a veces puede resultar abusiva, pero de la que se desprenden también los no desdeñables logros de la novela. Así, por ejemplo, la familia de Antolín, un microcosmos abigarrado que habita una desvencijada vivienda de la calle Amparo, en Lavapiés, pretende ser un cuadro completo y espeluznante del Madrid de la época. Luisa, la esposa de Antolín, es una mujer prematuramente envejecida en la que nada recuerda a la mujer que el protagonista conoció. Convertida en una fanática del espiritismo, trata de compensar la miseria de su existencia con las insondables fantasías del más allá. Pedro, el hijo mayor, es un camisa nueva cuyo descreído falangismo constituye una rebelión contra el padre rojo y ausente, y sobre todo una útil protección para sus turbios asuntos con el estraperlo y el tráfico de drogas. Por lo demás, los manejos de Pedro son los que han permitido al grupo no perecer de hambre, lo que le otorga el rango de “cabeza de familia”. El ingenuo Juan, el hijo menor, viene a ser la contrafigura del otro, el cual reparte su tiempo entre el trabajo en el taller, su novia Lucía y sus actividades clandestinas en el Partido Comunista. La hija, Amelia, es una beata enfermiza y sin carácter, traída y llevada por las monjas y por el intrigante padre Santiago. Ninguno de ellos muestra el menor afecto hacia Antolín, al contrario de lo que (salvo en el caso de Juan) sucede con las mil libras con que cuenta éste para establecerse en Madrid. Así, en torno a Antolín se cierne una densa telaraña formada por egoístas mezquindades, turbias maquinaciones y delicados conflictos en los que impera ante todo el sórdido interés personal. De hecho, la súbita aparición del protagonista desencadenará infinidad de resentimientos y ambiciones que hasta el momento habían permanecido en estado latente, y por último la inevitable, anunciada por el “más allá”, tragedia final.

Y es que la guerra, muy lejos de haber concluido, persiste en la intimidad familiar, enquistada ahora en forma de miseria, terror y odio, materializada en una atmósfera tan desolada como irrespirable bajo el peso de un poder absoluto y arbitrario, el cual sólo se pone en marcha por medio de la delación, de la que cualquiera puede ser culpable y a la vez víctima. En este panorama cobran vida propia algunos personajes secundarios que quizá constituyen los mayores aciertos de la novela: como la bella y vivaz Conchita, que nació con una cruz de Caravaca en el paladar y a la que en consecuencia se atribuye el don de sanar y de hablar con los espíritus; doña Consuelo, “la Tronío”, que rige con la mayor decencia su casa de citas, en la que se apañan toda clase de lucrativos negocios; o como el sinvergüenza y muy bien relacionado coronel Caro, al que es preciso acudir en las más variadas situaciones. La conclusión de Antolín es que en España es imposible emprender cualquier empresa, excepto si es ilegal, y que la corrupción, más que un accidente, constituye de hecho un modo de vida al que nadie escapa, ni en las esferas de arriba ni en las de abajo. A este respecto sorprende leer la propuesta que hacen al protagonista de cierta confabulación acerca de unas facturas falsas que recuerda palabra por palabra a algún escándalo de nuestra España actual.

En medio de la turbulencia de acontecimientos en los que Antolín se ve involuntariamente envuelto, aparecen aquí y allá algunas reflexiones de mayor calado que ilustran el pensamiento de un exiliado acerca del presente y el futuro de su país. ¿Qué alternativas había para España? A lo que el protagonista contesta: “Un gobierno apoyado por los aliados no podía ser más que un gobierno de compromiso en el que la Iglesia, la aristocracia y la industria tuvieran asegurados sus privilegios”. Y “tenía la convicción de que una solución semejante sería aceptada por los españoles como una transición necesaria para evitar otra guerra civil”, lo que bien parece una descripción avant la lettre de nuestra historia reciente. Del mismo modo, la conciencia del exiliado, familiarizada ya con las ideas europeas de postguerra, se rebela contra el machismo imperante en la aislada España, o bien debe mostrar su perplejidad ante el desprecio que merecen a su hijo comunista los logros del Laborismo, a consecuencia de los cuales “la gente ahora no tiene que pagar al dentista y a los chicos los rellenan con vasos de leche en la escuela”. Pues sucede que las discusiones políticas de Antolín desvelan las profundas diferencias generacionales entre él y sus hijos, pero también entre el exilio exterior y el interior.

La raíz rota posee valores que únicamente pueden entenderse en el contexto en que fue escrita, y que incluyen una sincera preocupación por el país natal del autor y por su propia condición de exiliado, condición que comparte con quienes quedaron en el interior. De ese desarraigo de unos y de otros trata la novela, pues como dice uno de los personajes, tras la guerra civil y los acontecimientos que la siguieron, “aquí todos tenemos las raíces rotas”.

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