martes, 12 de mayo de 2015

DISPARATES / 134

ORSON WELLES: NUEVOS LIBROS Y NUEVA PELÍCULA

La presente edición del Festival de Cannes conmemorará en los próximos días los cien años del nacimiento de Orson Welles con diversos actos, entre ellos la proyección de nuevas versiones restauradas de Ciudadano Kane y La dama de Shanghai, a lo que se añaden dos estrenos, los documentales Orson Welles, autopsie d'une légende, de Elisabeth Kapnist, y This Is Orson Welles, de Clara y Julia Kuperberg. Estos cien años del director americano se han recordado además en todo el mundo con la publicación de multitud de libros y con el reciente anuncio del rescate, montaje, y posible estreno este mismo 2015 de la que parece ser su última película, por ahora: The other side of the wind, acerca de la cual, y como anticipo, acaba de aparecer en Estados Unidos un interesante libro del periodista Josh Karp. Junto a este volumen que nos acerca al tramo final de la vida de Welles, otro libro aparecido estos días, también en Estados Unidos y del que es autor el guionista A. Brad Schwartz, nos revela abundante información acerca de un juvenil Welles consagrado a la histeria radiofónica.

Posiblemente el centenario de Welles que ahora se celebra pueda servir igualmente para desmontar algunas de las mistificaciones acerca del personaje, hombre que ya fue leyenda en vida y que tuvo el gusto de ocultar su persona bajo una tan arrolladora como contradictoria ficción. De ésta, de la ficción, dan cuenta sus trabajos para el teatro, la radio y el cine, así como gran número de proyectos que quedaron inconclusos y de los que alguno podría aún revivir en el futuro, junto a una cantidad ingente de materiales desperdigados en la obra de otros. Precisamente es quizá esta misma abundancia de información la que, a treinta años de su muerte, nos impide saber con certeza quién era Orson Welles.

En 1938 este joven venido de provincias (de Wisconsin) era una bella voz viril y aterciopelada, familiar para los oyentes que los domingos por la noche sintonizaban en Nueva York la CBS o alguna de sus emisoras asociadas. A falta de televisión, eran los años en que estaba de moda el radio drama, cuyo no pequeño reto consistía en adaptar algún clásico de la literatura, lo que significaba ajustarlo a una emisión de escuetamente una hora. Por el radioteatro de la CBS, que no era de los más populares y carecía de soporte publicitario, desfilaron el conde de Montecristo y Drácula, entre muchos otros. Esforzados artífices de estas emisiones en vivo eran los actores del Mercury Theatre on the Air y no pocos guionistas que adquirieron por este medio una experiencia y un dominio del arte de la concisión que les serviría más tarde para dar el salto a Hollywood. En el radioteatro de la CBS ya había interpretado el joven Welles algunos papeles, entre ellos el de narrador en la obra de Archibald Macleish The Fall of the City, una alegoría sobre el ascenso del fascismo que también contó en su reparto con Burgess Meredith. Para el 30 de octubre de ese año se programó la adaptación radiofónica de la novela de H.G. Wells La guerra de los mundos, sobre un guión de Howard E. Koch.

A Welles, director del programa, se le ocurrió que la historia podía adoptar la forma de un imaginario boletín informativo, siguiendo la pauta que ya se había ensayado el año anterior en The Fall of the City y apenas un mes antes en Julio César. La idea no entusiasmó a Koch, quien la víspera del ensayo telefoneó al productor John Houseman, “profundamente angustiado”, según éste, para comunicarle que una invasión marciana de New Jersey transmitida en directo por radio era inverosímil. El propio Houseman se unió al guionista y juntos trabajaron toda la noche, pudiendo presentarse en los estudios al amanecer con un borrador. A última hora de la tarde se hizo el ensayo, que fue grabado en acetato, sin música ni efectos de sonido, pero Welles, que ya estaba trabajando en el radioteatro de la semana siguiente, La muerte de Danton, lo encontró aburrido. Según él, le faltaban “el sentido de la urgencia y la emoción”.

Las vicisitudes por las que pasó el guión en los dos días siguientes fueron las comunes en este género de producciones, sometidas, ellas sí, a la urgencia y la emoción propias de la radio. Cuando el sábado se hizo el ensayo general, nadie quedó satisfecho. A primera hora de la tarde del domingo se presentó el director musical con su orquesta: se trataba de un tal Bernard Herrmann, quien a la vuelta de unos años iba a tener algo que decir en la historia del cine. El productor Houseman escribió: “Fue a partir de cierta hora, alrededor de las dos, cuando la cosa empezó a tomar forma bajo la mano de Orson, y una extraña fiebre, en parte travesura infantil, en parte celo profesional, se apoderó del estudio”.

Al angustiado guionista Howard E. Koch tampoco le iba a ir mal, y unos años más tarde escribiría Casablanca. Por lo demás, la gestación del radioteatro La guerra de los mundos reúne ya todos los rasgos que iban a ser propios del Welles cineasta: la inventiva, la improvisación y una no desdeñable facultad para arrastrar a sus cómplices hacia travesuras increíbles, las cuales debían ser tomadas muy seriamente. Esta modesta emisión de radio que ha hecho correr ríos de tinta incorpora además un carácter mítico que es inseparable de la huella personal de Welles, con el significativo añadido de que gran parte, si no la totalidad, de lo que constituye dicho mito es falso.

En contra de lo que se ha dicho y escrito con frecuencia, no hubo ningún pánico en las calles de Nueva York durante la emisión del programa, entre otras cosas porque el radioteatro de la CBS tenía una escasísima audiencia. Si algunos periódicos, en efecto, crearon la fábula de una ciudad sumida en el terror de una invasión extraterrestre fue porque vieron en aquella emisión la excusa para dirigir una campaña de desprestigio contra la radio. Ocurría que desde la Depresión el relativamente nuevo medio se había convertido en un serio competidor que concentraba cada vez mayores ingresos por publicidad, dañando gravemente a la industria de la prensa escrita. De lo que se trataba, pues, era de desacreditar a la radio como fuente de noticias. Del supuesto pánico aireado por la prensa lo único que pudo demostrarse fue que en Grover’s Mill alguien disparó su escopeta de perdigones contra un depósito de agua, al que confundió con un marciano. La demanda de una oyente que alegó que el programa le había producido una “conmoción nerviosa” fue desestimada. Y otro oyente de Massachusetts declaró que había gastado el dinero que ahorraba para comprarse unos zapatos en un billete de tren que le permitiera escapar de los marcianos. Welles se apresuró a comprarle un par de zapatos.

La versión de la CBS de La guerra de los mundos sirvió para mostrar el poder de los medios de comunicación y para advertir de los peligros de la tecnología. Pero también tuvo otras consecuencias prácticas: la publicidad gratuita de la que se favoreció el programa permitió a éste recibir el patrocinio de las sopas Campbell, por lo que pasó a llamarse “The Campbell Playhouse”. Lo más notable fue que Welles se hizo célebre de la noche a la mañana. Muchos años después, en 1994, el guión fue subastado por Christie. A su comprador, Steven Spielberg, le costó sólo 20.000 dólares, una nadería en comparación con los beneficios que obtuvo de su versión de La guerra de los mundos en 2005.

El libro de A. Brad Schwartz Broadcast Hysteria, que ha publicado la editorial Hill and Wang, muestra cómo la emisión radiofónica de aquella víspera de Haloween desató la histeria, no de las masas, sino de la prensa escrita, en un contexto histórico caracterizado por la crisis económica, el ascenso del fascismo y el temor a la guerra. Schwartz ha tenido acceso a la colección de cartas y telegramas que los radioyentes enviaron a Welles en los días siguientes a la emisión del programa, colección que hoy se conserva en la Universidad de Michigan, y si no ha encontrado excesivos signos de pánico o histeria, sí ha podido desarrollar en cambio un estudio de psicología social referido a los fenómenos virales tan comunes hoy en nuestra civilización electrónica.

Tras sufrir las penurias y restricciones del medio radiofónico, la llegada a Hollywood supuso para Welles el descubrimiento de una industria de recursos casi ilimitados. Ello no impidió que existiera entre ambas partes, incluso mientras él dirigía sus obras maestras y hacía ganar a los estudios grandes cantidades de dinero, una desconfianza que por distintas razones, no sólo políticas, sino también relativas a los métodos de trabajo, acabaron dando con Welles en el exilio. Durante su estancia en Europa, en los años sesenta, hallándose fuera del circuito y casi siempre escaso de financiación, Welles se aventuró en numerosos proyectos sin tener en cuenta la viabilidad real de los mismos. Algunos se convertirían también en obras maestras, pero otros muchos quedaron truncados. En medio de esto, en 1970 recibió de la BBS, una de las compañías del llamado “Nuevo Hollywood”, que acababa de estrenar Easy rider, el ofrecimiento de adaptar una novela.

De vuelta a California, e instalado en el Beberly Hills Hotel, Welles empezó a hacer uso de sus viejas amistades, y de la incondicional disposición de algunos admiradores como Peter Bogdanovich, para poner en marcha un nuevo proyecto que nada tenía que ver con la novela para cuya adaptación le habían llamado. La idea era contar la historia de un hombre en decadencia que ha visto esfumarse sus poderes creativos. En contra de lo que pueda parecer, el argumento no era autobiográfico, y en realidad quien sirvió de modelo para el protagonista de The other side of the wind fue Ernest Hemingway.

Curiosamente, esta producción de un Welles ya en sus últimos años nos devuelve a su juventud, al año anterior a La guerra de los mundos, cuando fue reclamado por Hemingway para poner su voz al narrador de The Spanish Earth, la película de propaganda que, bajo los auspicios del novelista americano, se filmó durante la guerra civil española. El encuentro tuvo lugar en un estudio de grabación de Manhattan, y tras un enfrentamiento en el que Welles sugirió que la pose machista de Hemingway obedecía a una homosexualidad reprimida, ambos acabaron a puñetazo limpio.

Jake Hannaford, el protagonista de la historia, fue interpretado por John Huston, y otros papeles principales fueron encomendados a Peter Bogdanovich, Oja Kodar y Dennis Hopper. Las más de mil bobinas filmadas fueron a parar a un almacén parisino, siendo sus derechos propiedad de la hija de Welles, Beatrice, de la actriz Oja Kodar y de una compañía franco-iraní. Precisamente esta participación de capital persa fue una de las razones alegadas para que el film quedara inconcluso, a raíz del derrocamiento del Sha y la revolución islámica. Sin embargo, en su libro Orson Welles’s Last Movie, que ha publicado St. Martin’s Press, Josh Karp cuenta que el propio Welles no parecía querer terminar la película, y describe cómo una escena de unos minutos en un baño requirió más de quinientas fotos tomadas a lo largo de cuatro años. Y es que de la lectura del libro se desprende que Welles, en su trabajo de dirección, era un hombre entusiasmado con la fabricación de su propio juguete, y al que poco importaba que éste llegara al público o no. Otra de las actrices del film, Susan Strasberg, escribió refiriéndose a Hannaford (y a Welles): “Todo lo que él crea tiene que ser destruido. Es una compulsión”.

Karp, que ha podido ver el material filmado, ha escrito que ahí se encuentra el mejor Welles, quien al parecer supo extraer de Huston y de Bogdanovich los variados matices de la ambigua relación entre un viejo y cansado director de cine y su joven actor. Los actuales productores de la película, que en unos días será enviada desde París hacia Los Angeles para ser escaneada, tienen por delante un duro trabajo. Estiman que los gastos ascenderán a unos dos millones de dólares, y han emprendido en la red una campaña de crowdfunding para recaudar fondos. Orson Welles sigue como siempre.

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