martes, 26 de noviembre de 2013

LECTURA POSIBLE / 125

CHRISTOPHER MORLEY Y SUS LOCOS LIBREROS

Hay una buena literatura ligera como también ocurre en otros ámbitos, por ejemplo en la música, y una parte importante de la misma se ha escrito en Estados Unidos. Mark Twain tiene algo de culpa en ello, aunque posiblemente las razones profundas sean más complejas. Muchos de los emigrantes que se establecieron en Norteamérica eran de origen protestante, y por tanto en gran medida lectores de la Biblia, lo que en los países donde predomina alguno de los cultos derivados de Lutero ha servido históricamente, a la gente sencilla, como iniciación a la lectura. Además, no pocos de estos emigrantes tuvieron que familiarizarse con la lengua inglesa a través de los libros. El espíritu democrático de los pioneros, como ilustró cumplidamente Willa Cather, resultó propicio a una literatura, e incluso a una filosofía, de carácter accesible y exenta de las clasistas complejidades al uso en Europa, donde mayormente se escribía para los ya iniciados. La literatura doméstica llegaba al lector generalmente por medio de las bibliotecas públicas y los periódicos, y más tarde de libros que debían exhibirse en las estanterías de los hogares, como signo de éxito social. Esta historia épica de la introducción de la literatura en Norteamérica es la que narra Christopher Morley en sus primeras obras, La librería ambulante y La librería encantada, dos clásicos de la novela ligera estadounidense que ha publicado entre nosotros la editorial Periférica.

Morley nació en 1890 en Pensilvania, hijo de un profesor de matemáticas y una violinista. Estudió historia moderna y después de graduarse empezó a trabajar como lector en la editorial Doubleday, que por aquel entonces publicaba en América los libros de Somerset Maugham y Joseph Conrad. Es en 1917 cuando inicia su carrera como periodista, primero en Nueva York y luego en Filadelfia, y publica su primera novela, cuyo éxito le animó a escribir una secuela que se publicó dos años más tarde. Hoy es recordado sobre todo por su novela Kitty Foyle, editada en 1939 y que dio lugar al año siguiente a una oscarizada adaptación cinematográfica (Espejismo de amor se tituló en España) protagonizada por Ginger Rogers.

Nuestro prolífico autor publicó más de cien títulos, entre novelas, ensayos y libros de poesía. Su veneración por la obra de Conan Doyle le llevó a fundar un club de lectura, “The Baker Street Irregulars”, fue productor de teatro y uno de los promotores del popular “Book of the Month Club”. Murió en 1957, en Nassau, donde unos años después se creó un parque que todavía hoy lleva su nombre. Tras su muerte, los periódicos de Nueva York publicaron el último mensaje que dirigió a sus amigos y lectores: “Leed, todos los días, algo que nadie más esté leyendo. Pensad, todos los días, algo que nadie más esté pensando. Haced, todos los días, algo que nadie más sería tan tonto como para hacerlo. Es malo para la mente ser continuamente parte de la mayoría”.

Las novelas de Morley no están muy alejadas del ambiente y las intenciones que en esos mismos años dieron celebridad a O. Henry y Noel Coward, quienes de hecho crearon un estilo que hasta hoy es propio de la literatura americana. De esta novelística urbana de la que no están excluidos el romance ni las cuestiones sociales, así como el humor y la crítica de costumbres, desentona en cambio la primera obra de Morley, La librería ambulante, pero sólo porque es la única de las suyas que transcurre en el ambiente ingenuo y rural de la vieja América.

Su protagonista es Helen McGill, que además es la narradora. Helen es la gorda y solterona hermana de Andrew, granjero que se ha convertido en hombre de letras y que ha obtenido cierto reconocimiento por un par de libros de asunto más bien moralista y pastoril, un poco a imitación de la vieja literatura de Nueva Inglaterra. Helen se queda en la granja zurciendo calcetines y criando gallinas mientras su hermano marcha a Nueva York para tratar con editores y gentes del mundo literario. Más tarde incluso deja desatendida la granja para recorrer la campiña, en la que espera encontrar inspiración para su obra. Helen, contrariada por la conducta de su hermano, se dedica a destruir la correspondencia que éste recibe sin siquiera leerla, hasta que un día aparece en la granja Roger Mifflin, librero ambulante. Éste lleva años recorriendo el país con su carromato cargado de libros y su perro. El hombre también ha sido víctima de la enfermedad libresca, y decidido a trasladarse a Brooklyn para escribir un libro ha resuelto vender su carromato con los volúmenes que contiene. Horrorizada por la idea de que Andrew se deje engatusar por el librero, ella misma compra el carromato con sus escasos ahorros y anuncia su decisión de convertirse en librera ambulante.

A partir de aquí Helen relata su aventura como vendedora de libros, acompañada por el caballo y el perro que pertenecieron a Mifflin, y a trechos también por éste, que durante el resto de la novela intentará tomar un tren con destino a Nueva York. Por el camino, esta rara especie de Quijote y Sancho trabarán amistad y algo más, convertidos en fugados a los que a todo trance persiguen el burlado hermano y las autoridades. No falta el encuentro con unos bandidos desalmados a los que el pequeño y arrojado Mifflin tratará de poner en su sitio, ni un segundo encuentro, esta vez con el ofendido hermano, que como es natural acabará con ambos hombres de letras enfrascados a puñetazos. No es necesario decir que la historia, que se lee con una sonrisa, tiene final feliz.

La secuela, La librería encantada, transcurre ya en Brooklyn, convertidos los locos libreros en marido y mujer. El Parnaso ambulante es ahora un Parnaso doméstico en el corazón de la gran ciudad, agudo contraste al que se añade el hecho de que nos encontramos al término de la Gran Guerra, un tiempo repleto de novedades técnicas y de mudanzas en las costumbres. Si Morley acertó plenamente en la primera novela de la saga en su descripción de la Norteamérica rural, aquí su mérito no es menor, lo que sirve para añadir a la trama y a las rocambolescas peripecias de los libreros la aparición de diversos personajes no menos estrambóticos, pobladores de ese Brooklyn que dejaba por entonces de ser una especie de pueblo añadido a la urbe para ser definitivamente engullido por ésta. El relato adquiere aquí la forma de lo que hoy en el medio televisivo se llama una sitcom por la que circulan disparatados personajes, entre ellos un libro de Carlyle que parece haber cobrado vida propia; así como Titania, la joven empleada, su excéntrico padre y su inefable pretendiente, el agente de publicidad Aubrey; sin olvidar a los miembros del “Club de la Mazorca”, verdadera asamblea de libreros en la que se discute sobre todo lo imaginable.

La desaparición del libro mencionado derivará en una intriga policíaca y política en la que estarán implicados diversos supuestos espías alemanes, aunque aquí lo sustancial, de nuevo, vuelve a ser la aventura de la pareja protagonista, una aventura que es ahora intelectual y que da pie a Mifflin para explayarse acerca de los temas más variados, en especial, claro está, los libros y los libreros: “Sólo compro libros que considero que tienen una razón suficiente para existir. Mientras el juicio humano sea capaz de discernir, intentaré mantener mis estanterías libres de basura”, dice este genuino librero, para quien “no hay nadie más agradecido que un hombre al que le has recomendado el libro que su alma necesitaba sin saberlo”. De su conversación se desprenden sugerentes ideas acerca de los libros, la guerra y la relación de ésta con aquéllos, y sobre todo acerca de la función del personaje del librero, que no es sólo un vendedor de libros: “Y déjeme decirle que el negocio de los libros es muy distinto a otros. La gente no sabe que quiere los libros. Usted, por ejemplo. Basta con mirarlo un instante para darse cuenta de que su mente padece una tremenda carencia de libros y, sin embargo, ahí sigue, dichosamente ignorante. La gente no va a ver a un librero hasta que un serio accidente mental o una enfermedad los hace tomar conciencia del peligro. Entonces vienen aquí”.

Al margen de la intriga en materia de espionaje, muy propia de la época en que Morley escribió su novela y de la paranoia reinante entonces en Estados Unidos con respecto a los ciudadanos de origen alemán, esta obra, como la anterior, constituye un sincero, a la vez que humorístico e incisivo homenaje a los libreros, ese gremio amenazado hoy por Amazon y similares al que tanto debemos autores y lectores. A ellos está dedicado este delicioso díptico, que hoy ha vuelto a ponerse de inesperada actualidad. Para decirlo con palabras de Morley: “Traedme aquí al gordo marroquinero para reencuadernar el volumen y ponerlo en su lugar de honor en mis estanterías: pues mi libro prestado me ha sido devuelto. Ahora, por tanto, tendré que devolver algunos de los libros que yo mismo he tomado prestados”. Frase que ilustra un modo de entender la cultura y la puesta en común de la misma, así como el sentido de estas páginas de amor, de amor a la literatura.

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